Decidí que sería bueno para ella conocer más intensamente las pasiones exóticas de las que hablaba con tanto entusiasmo. Una noche, cuando regresaba al hotel con provisiones, se me acercó un comerciante.
– ¿Y la señora, monsieur? -dijo al principio-. Mi hijo la admira en gran manera. No probará bocado si no la hace su mujer.
– La señora estará encantada -dije, algo nervioso. El candor del hombre -una cualidad que admiro por encima de todas las demás- me desarmó, pero esta falta absoluta de ceremonial me anunciaba una inusitada impaciencia, que hubiera podido convertirse en violencia, de no haber complacido su deseo.
– ¿Cuánto? -dijo.
– Dieciséis mil francos -dije, sin tener idea de una cifra aproximada. El lector debe pensar en el valor del franco hace treinta años.
– Oh, no, monsieur -replicó, dando un paso atrás y gesticulando bruscamente-. Eso es demasiado, demasiado, demasiado. Ustedes, los europeos, ponen demasiado alto el valor de sus mujeres, y además, no he precisado el tiempo que mi hijo desea disfrutar de la compañía de esta mujer.
Decidí que sería mejor adoptar el tono más firme, ya que era inútil no regatear con esta gente.
– Debo decirte -contesté- que exactamente en una semana pienso dejar esta ciudad y regresar a mi país. Si he de marchar sin la mujer, debo contar con los ocho mil francos que me entregarás cuando esta noche ella y yo visitemos tu casa, como un adelanto sobre los ocho mil restantes, que deberás pagarme dentro de una semana.
Me hizo entrar en un portal blanco. -Cinco mil ahora, y tal vez, si todo va bien, los otros cinco mil dentro de una semana.
– Siete mil ahora y lo mismo, si todo va bien -repliqué, soltando mi brazo de la presión de su mano.
Lo dejamos en siete mil aquella noche y seis mil una semana después. Me parecía justo que una semana, o menos, con mi amiga, fuera más caro, siendo menos fatigoso, que la compra indefinida de su persona. Sin embargo, protesté galantemente diciendo que su valor era mucho mayor que esta insignificante suma.
– Asegúrame que tu hijo prometerá no hacerle daño.
– Lo prometo -dijo solemnemente.
Desde aquel momento me pareció evidente que no existía ningún hijo por el que el árabe estuviera mediando. Mi amigo, el comerciante, se limitaba a ser galante consigo mismo; viendo a mi atractiva pero madura amiga en compañía de un joven bien parecido, deseaba asegurarme que ella no estaría haciendo un desfavorable cambio. Yo, sin embargo, pensé que era poco probable que un joven árabe deseara a una mujer europea, entrada en su madurez, por muy vehementemente que su piel quisiera triunfar sobre la blanca. Supuse, entonces, que el fornido y cano mercader la quería para él. ¿A qué se debía mi seguridad? Habiendo terminado el mes de abstinencia, quién sabe qué extrañas fantasías se producían. Sabía perfectamente que no existen gustos establecidos de antemano: ¿No había querido yo a Frau Anders para mí? ¿No había resultado atraída por una persona poco agraciada, como la esposa del barman? De modo que, durante mi regreso en barco, decidí que había sido un viril joven árabe, de blanca dentadura, quien había deseado a Frau Anders, y ella había consentido con alegría, contenta de sacarse de encima al pesado Hippolyte, con sus sueños e insatisfacciones. Por lo menos, esto era lo que yo esperaba. Me desagradaba pensar que hubiera habido violencia, terror, violación y mutilación de aquel cuerpo bienhechor.
Como no regresara inmediatamente a la ciudad, tras mi propio regreso, me agradó pensar que ella estaba satisfecha -más tarde pude comprobarlo- y que aprendía la verdad sobre los sentimientos temerarios de sus cartas a Lucrecia. Pues nada de lo que describía era incierto. Pero Frau Anders tenía la habilidad de hacer de las verdades mentiras cuando las decía. Sus cartas eran retóricas; yo la había capacitado para actuar.
Perfumada e ignorante de su destino, la dejé en la puerta del mercader. Entró antes que yo, y la puerta se cerró silenciosamente detrás suyo. Pensé si esto le serviría de prueba acerca del verdadero valor de las cortesías ceremoniales hacia las mujeres, que falsifican las relaciones entre hombres y mujeres europeos. Si los hombres precedieran a las mujeres al franquear las puertas, o si no existiera un orden de preferencia, no hubiera sido tan simple.
Esperé en la calle empedrada, frente a la casa. Media hora más tarde, el mercader apareció con un discreto sobre que contenía los siete mil francos y me besó en ambas mejillas. Me demoré un momento aún, después de ver desaparecer al comerciante. No se escuchaba un solo ruido.
Aparentemente, todo estaba bien. Una semana después, mi amigo estaba en el puerto con otro sobre, más besos, garantías sobre la salud y el bienestar de Frau Anders y poéticas alabanzas hacia su persona.
Me embarqué directamente para casa.
CAPITULO VII
Después de mi regreso de la ciudad de los árabes, sólo pensaba en la mejor manera de usar mi libertad. Ansiaba tener un poderoso deseo, una gran fantasía, que pudieran ser saciados como yo había saciado los de Frau Anders. Quería mudar mi piel. En cierto modo, ya lo había hecho al disponer de mi amante. Pero al hacerlo, hice más por ella que por mí. La venta de Frau Anders fue quizás mi único acto altruista. Y, como sucede con todos los altruismos, sufría ciertos remordimientos. ¿Fue correcta mi acción?, me preguntaba a mí mismo. ¿Estuvo bien resuelto? ¿No respondía a algún motivo secreto, no fue algo interesado?
Pensé en continuar mis viejas diversiones con Jean-Jacques. Nos encontramos, y él preguntó: «¿Qué ha sucedido con nuestra amable anfitriona?» Cometí el error de confiarle mis planes antes de partir, pero estaba decidido a no repetir mi error. Recibió alegremente mi silencio. «Me sorprende, Hippolyte; había previsto que fuera Frau Anders quien regresara y tú quien se quedara.» No respondí a estas provocaciones que intentaban hacerme hablar. «¿No piensas compartir conmigo ninguno de los frutos de tu viaje al sur?», dijo finalmente. Su ironía me afectó y temí por nuestra incipiente intimidad.
Afortunadamente, intervino un nuevo sueño.
Soñé que estaba en una fiesta. La inclinación de la colina en que se celebraba la fiesta hacía que las mesas y las sillas parecieran algo desequilibradas. Recuerdo perfectamente a un viejo marchito, extremadamente pequeño, que se sentaba en una alta silla de niño, que tomaba té en una copa de barro, derramándolo sobre su camisa y gesticulando con su boca sin producir ningún sonido que yo pudiera oír.
Pregunté quién era aquel viejo, y supe que era R., el multimillonario rey del tabaco. Me pregunté cómo se había vuelto tan pequeño.
Después me dijeron que aquel anciano quería verme. Alguien me guió hasta la parte alta de la colina, a través de cercos de piedra, por un camino de grava que conducía a la puerta lateral de la gran casa. Me guiaron a través de los desiertos pasillos del sótano. La única persona que encontramos por el camino, fue un criado, apostado junto a una gran puerta, que interrumpía el largo, ancho pasillo, como el corredor de una clínica. Llevaba una visera verde y estaba sentado junto a una pequeña mesa, con una lámpara y varias revistas que hojeaba. A medida que nos acercamos a él, saltó sobre sus pies y, con una gran inclinación, nos abrió la puerta. La puerta no era pesada ni estaba cerrada.
Me impresionó aquella ostentación y envidié los lujos que la fortuna del viejo podía proporcionar a su familia. Entramos en la habitación del anciano, con todos los complementos de una habitación de enfermo. Me acerqué a los pies de la cama, en actitud respetuosa, pensando en los bienes que podría dejarme a su muerte.
– Mándalo alrededor del mundo -dijo al joven que permanecía de pie junto a mí, el que me condujo a la casa y que, supongo, era su hijo-. Eso le hará bien.