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El hijo asintió con la cabeza. Expresé mi gratitud al viejo. Seguí al hijo hacia el jardín, donde me dijo que esperase, y partió. Permanecí solo durante un momento, sin ninguna impaciencia, ya que estaba convencido de que se preocupaban por mí, de encontrarme protegido por algún poder benevolente. Pensé en Frau Anders y en lo que le diría de encontrarla durante mis viajes, cómo iba a explicarle lo bien que aquel anciano me había comprendido.

Un gato gris se me acercó y lo tomé en mis brazos para acariciarlo. Me repelió el fuerte hedor del gato. Lo lancé al suelo pero permaneció a mi lado, de modo que otra vez volví a cogerlo y me lo puse en el bolsillo, pensando encontrarle después un lugar que fuera adecuado.

Un grupo de gente se había reunido cerca del lugar donde estaba. Me acerqué a ellos. Todos esperábamos la llegada de un médico que debía hacernos unas preguntas. «Lo hacemos cada domingo por la tarde», me explicó uno de los invitados. El médico bajó por la ladera y nos sentamos sobre la hierba formando un círculo. Nos dio hojas de papel para que las rellenáramos -nombre, número de carnet de identidad, sueldo semanal, profesión- y para firmarlas. Me angustió este requerimiento, porque no llevaba mis papeles encima, no tenía profesión ni salario. Al observar cómo mis compañeros llenaban atentamente sus hojas, comprendí que mi presencia era ilegal. Lamentaba perderme lo que pudiera pasar, pero temía ser detenido o que quizá no quisieran darme el pasaporte. Abandoné el grupo.

Decidí regresar a la casa, y me encaminaba en esta dirección, cuando me encontré con el hijo del millonario. Me pidió que me ajustara la toalla de baño, que comprobé era mi único vestido, y me condujo hasta otro lugar del jardín, donde me dio una pala y me indicó que empezara a cavar. Tomé con energía el instrumento, aunque la toalla que llevaba anudada a mi cintura iba aflojándose. El suelo era duro y mi trabajo, por lo tanto, extenuante. Cuando ya había conseguido hacer un buen hoyo, el agua empezó, tenuemente, a aflorar. Pronto, el hueco se llenó de agua turbia. No había razón para continuar, de modo que suspendí la excavación, y eché el gato adentro.

De algún modo, no obstante, creía conservar conmigo al gato y estar paseándolo por el jardín. Entonces encontré a Jean-Jacques y le di el gato, que rechazó con disgusto.

– ¡Perros! -gritó.

– No te enfades.

– ¿Olvidas que ha llegado la hora de tu operación? -me dijo.

Me asusté, porque recordaba algo acerca de una operación, pero me pareció que era de un sueño anterior.

– Todo es tan pesado -dije para distraerlo de su idea-. Y además -añadí con desgana- yo estoy dormido.

– ¡Huevos de tiburón! -gritó con una risa grosera. No podía entender que yo siguiera provocándolo.

– No hay nada malo -continué- en que me levanté muy temprano.

– Vete a tu viaje y déjame solo -dijo.

Pero en lugar de abandonarme como esperaba, Jean-Jacques se hizo muy, muy grande y me hallé ante un enorme par de pies, y apenas podía ver la cabeza que se erguía muy por encima de mí. Alarmado y perplejo, consideré cómo podía convencerlo de que volviera a su tamaño normal. Arrojé una piedra contra su tobillo. No hubo respuesta. Entonces miré hacia arriba, al gigante, y vi que ya no era Jean-Jacques, sino un perverso extranjero que muy bien podría pisarme, y no me atreví a seguir llamando su atención.

En aquel momento noté que algo no funcionaba bien en mi cuerpo y mirando debajo de la toalla vi con horror que, desde la mitad de mis costillas hasta la altura de la cadera, mi lado izquierdo estaba enteramente abierto y mojado. No podía entender cómo no lo había advertido antes. Esta visión descarnada de mí mismo era revulsiva. Anudé con mayor fuerza la toalla y presioné con ambas manos sobre mi costado, para impedir que mis entrañas salieran de su lugar.

Entonces empecé a andar. Al principio me sentí digno, orgulloso, y decidí no pedir ayuda a nadie.

Anochecía. La gente regresaba deprisa hacia sus casas, atravesando las calles a pie o en bicicleta. Oscurecía. Tenía que encontrar un hospital, porque me sentía muy débil por la pérdida de sangre y casi no podía caminar. También pensé en buscar la mansión de mi anciano protector, donde podía tumbarme en el jardín, ya que no me atrevía a entrar y decirle al enjuto viejo que no había conseguido poner en práctica sus consejos. Allí había un doctor, recuerdo, aunque no estaba muy seguro de que no fuera un cónsul o alguien con pasaporte oficial. De todas formas, buscar la mansión era inútil, me encontraba perdido. No había nadie a quien pedir que me orientara. La noche había llegado y esas calles desconocidas estaban vacías. Oprimí nuevamente mi costado izquierdo, reteniendo mis lágrimas de humillación. Quería recostarme, pero me lo impedía el temor de ensuciar la blanca toalla con el pavimento. El sentimiento de pesadez en mi lado izquierdo iba en aumento. Me desangraba y luchaba por inclinarme sobre mi lado derecho. Fue entonces cuando morí. Por lo menos todo se volvió completamente oscuro.

«Este sueño es excesivamente pesado», me dije al despertar, haciendo un esfuerzo por reanimarme. Siempre que despierto sumergido en un sueño, trato de recobrar mi lucidez lo antes posible. No era fácil en este caso, ya que este sueño me reveló claramente, demasiado claramente, cuan agobiado estaba y cómo me despreciaba a mí mismo. ¿Quién soy para aspirar a ser libre?, pensé. ¿Cómo me atrevo a disponer de los demás, cuando no puedo disponer siquiera de mí mismo? Sin embargo, estoy libre, salvo en la lánguida cautividad de mis sueños. Maldije mis sueños.

Después de una mañana melancólica, me las ingenié para eliminar la pesadez. Pero sólo a través de la más extrema resignación ante el sueño. Me dije a mí mismo: Si estoy agobiado, que así sea. Y consideré inútil tratar de dar una interpretación más esperanzadora a mi sueño.

Pero alguien a quien expliqué este sueño, el profesor Bulgaraux, un académico cuya especialidad era el estudio de antiguas sectas religiosas, pensó de forma diferente.

– De acuerdo con ciertas ideas teológicas, con las que te familiarizaré más adelante -dijo-, éste puede ser interpretado como un sueño de agua. Cavas un hoyo, se llena de agua y, por fin, no te sientes pesado. Te sientes licuificado.

Era una idea estimulante, pero no quedé convencido.

– ¿Cree que debería viajar, como me aconsejó el viejo millonario?

– Has estado viajando, ¿no es cierto?

Asentí.

– Ahora debes digerir lo que has aprendido y después expelerlo. Hay pecado en tus intestinos.

No respondí, pero consideré tristemente que quizás él estaba en lo cierto.

– Te otorgas a ti mismo una confianza que aún no posees. Estás en lo cierto al escuchar tus sueños y aceptarlos -¿acaso puedes evitarlo?- pero te equivocas al condenar el yo que en ellos se revela. Te lo podría demostrar si me escucharas.

Al principio no comprendí su invitación y me sentí reacio a revelarme otra vez a mí mismo. Es posible que haya cometido un error al referirle mis sueños. Dios sabe cuáles eran sus creencias. Me había dicho que practicaba el encantamiento y trataba de enviar demonios a través de los sueños, todo lo cual repugna a cualquier persona cuerda. Sin embargo, no podía acusarle de charlatán sin haberlo escuchado hasta el final. Respeto un auténtico misterio, mientras deploro los intentos de mistificación. No había logrado saber si el profesor Bulgaraux creía realmente en los temas que le ocupaban.

– Se rumorea -le dije un día, mientras tomábamos unas copas en su biblioteca- que usted no está contento con la vocación académica, pero que en su vida privada comulga con las teorías que estudia.

– Sí, es cierto o, por lo menos, lo es en parte -me dijo-. Yo no creo, desde luego, pero sé que estas creencias tienen aplicación real. Estoy preparado para ponerlas en práctica y enseñar a otros cómo realizarlo.