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– ¿A enseñarme a mí? -pregunté.

Me miró detenidamente.

– ¿Dices que tus sueños se refieren a ti más que a ninguna otra persona?

Asentí.

– Déjame leerte el mito teogónico de una secta acerca de la que ahora estoy dando un ciclo de conferencias y realizo un estudio. Se me ocurre que sus doctrinas se adaptan particularmente bien a tu caso.

Tomó varios volúmenes forrados con papel y abrió uno, empezando a leer con voz seca y nasal. Trataré de resumirlo de la mejor manera posible. De acuerdo con esta secta, originalmente había un dios, una divinidad masculina autosuficiente llamada Autógenes. Sin embargo, este dios no estaba completamente solo. Al crearse a sí mismo, debido a un exceso del gesto creador, había dado también existencia a un cierto número de ángeles y poderes. Pero no creó ningún mundo. Su propio ser, el de los ángeles y los poderes que reforzaban su ser, al reconocerlo y aceptarlo, eran suficientes. El se limitaba a ser; no sabía nada de sí mismo. Entonces sucedió que este dios omnipotente llegó a un conocimiento: que él era conocido. Y quiso conocerse a sí mismo; le disgustaba estar limitado a ser. Esto constituyó su caída. Se unió con una de sus sirvientas angélicas, Sofía. El producto de esta unión fue un niño que era a la vez macho y hembra, llamado Dianus.

La secta que creía en este mito, floreció hace unos dos mil años. Sus primeros devotos miraban a Dianus como a un usurpador, un pretendiente, un dios demoníaco, cuyo nacimiento significaba la corrupción de la cabeza divina. Pero cuando la secta comenzó a propagarse y a ganar devotos, los nuevos adeptos tendieron a ver en Dianus al dios principal, y a relegar a Autógenes a un papel de garantizador de la divinidad de Dianus. Con el tiempo, la devoción a Dianus aumentó. A él podía rezarse esperando la salvación, mientras que Autógenes permanecía distante e inaccesible. Dianus, al contrario de Autógenes, no era un dios excesivamente lejano. Pero poseía algunos de los rasgos de su padre. La mayor parte del tiempo lo pasaba dormitando en la cima de una montaña. Periódicamente se aventuraba a descender entre los humanos para ser adorado, asaltado y martirizado por ellos. Sólo así podía continuar su sueño divino.

– Por supuesto -observó el profesor Bulgaraux- yo no doy crédito a las artes mágicas que practicaba esta secta. Los miembros de la comunidad autogenista solían estigmatizarse mutuamente en el lóbulo de la oreja derecha. Puedes examinar mi oreja derecha, Hippolyte. Sólo encontrarás un pequeño círculo que tengo desde mi nacimiento.

Al no comprender la aplicación que este mito pudiera tener en mi caso, impugné el valor del mito mismo.

– Estos cuentos son sólo sopa de crédulos, concesiones pintorescas a aquellos que no pueden soportar el golpe de una idea desnuda.

– ¿Tus sueños son únicamente alegorías? -me respondió el profesor Bulgaraux-. ¿Crees que se presentan ante ti como historias porque tú no puedes cargar con el peso de una idea rasa?

– ¡Desde luego que no! Mis sueños no son ni más ni menos que la historia que estos mismos sueños cuentan.

– ¿Te contentarías con contemplar tus sueños como poesía, si poesía se opusiera a verdad?

– No.

– Reflexiona entonces, Hippolyte, y mira si no hay nada más que atractiva poesía en esta mitología oscura.

Acepté intentarlo, y hallé que había tanta verdad (y una verdad bastante similar en su contenido) en el mito autogenista como en mis propios sueños. ¿No discurrían acaso mis sueños acerca del ideal de autosuficiencia y de inevitable caída en el conocimiento? Si yo había empezado a sentirme martirizado por ellos, ¿no era esto ingratitud? Por muy dolorosos que fueran, necesitaba a mis sueños -la metáfora que me permitía la introspección- si quería conseguir la paz alguna vez. Me gustó mucho el fragmento del mito que explicaba que las martirizaciones periódicas del Dianus eran necesarias, no para la salvación de los hombres, sino para la buena salud del dios. Permitía apreciar la creación de un dios, en su forma más digna y candorosa. Del mismo modo, aprendí a ver mis sueños, no como generadores de conocimientos útiles a otros, sino únicamente para mí, para mi exclusiva comodidad y salud. Este era también el acto de interpretación del sueño en su forma más digna y candorosa.

En la tradición autogenista sobre la creación del hombre encontré otra clave para mis sueños, particularmente para el último, que llamé «el sueño de un viejo patrón». Los autogenistas sostienen que la especie humana no fue creada por el remoto dios padre, ni por el somnoliento y agradable Dianus. En cambio, creen que el hombre debe su creación, y debe su obediencia, a Sofía, el órgano femenino que tomó apariencia de serpiente; y como prueba de esto, los maestros señalaban la forma de las vísceras humanas. Nuestra configuración interna de serpiente -es decir, la forma intestinal- es la firma de nuestra sutil generatriz. La idea que sedujo. Nunca hubiera pensado que entre los jugos y los huesos del cuerpo y los apretados órganos en movimiento, hubiera lugar para un símbolo tan extravagante, mucho más imaginativo que la banal identificación del cerebro con el pensamiento o del corazón con el amor. Cuando, en el último sueño, vi que mis entrañas afloraban, ¿no estaba soñando que perdía el signo de mi humanidad? Me estaba advirtiendo acerca del pecado en mis intestinos, como dijo el profesor Bulgaraux.

Decidí dejar de lado mis reservas intelectuales y escuchar con mayor atención lo que el profesor Bulgaraux iba a decirme. Si quería escapar de la insoportable sensación de que mis sueños eran una inútil carga sin sentido, puesta sobre mí por mi malicia conmigo mismo, tendría que ser purgado de cualquier actitud residual de autocondena… No me importaba que ésta fuese otra interpretación «religiosa». El profesor Bulgaraux, a diferencia del buen Padre Trissotin, no me urgía a someter mis sueños a juicio, sino que me animaba a proseguir, como había estado haciendo, a preparar mi vida para el juicio de mis sueños. Si esto era una herejía, que así fuera. Las más perfectas formas de espiritualidad se encuentran a menudo entre los herejes.

Me creía relacionado con todos los movimientos heterodoxos disponibles para el buscador de la verdad en esta ciudad y, como ya he indicado al lector, no soy adicto a los entusiasmos colectivos. Hay demasiadas sectas de pensamiento enfermizo en nuestro siglo, demasiadas revoluciones parciales inspiradas por poco más que la moda de ser revolucionario. Sin embargo, no condeno la herejía como tal, si es suficientemente sincera, y llego a creer que el profesor Bulgaraux está realmente convencido de lo que dice.

Aceptando su invitación, visité varias veces su apartamento durante el mes siguiente, para oírle exponer los puntos de vista de los autogenistas. Tenía en su poder un antiguo código, descubierto en una urna enterrada en un cementerio del Cercano Oriente. Ha pasado muchos años descifrándolo y preparando su publicación; estas conferencias privadas trataban, naturalmente, sobre el contenido del código. Aunque siempre asistían otras personas -algún académico curioso y unas pocas mujeres de edad avanzada con acentos extranjeros, cuyas ocupaciones no pude descubrir-, las reuniones tenían un carácter muy distinto al de las lecciones universitarias, a las que había asistido con ingenuo celo para conseguir erudición.

Muy pocos fueron los que tomaron notas, pero los que escuchaban atentamente las palabras del profesor Bulgaraux sin papel ni lápiz en sus manos, recibieron esporádicos comentarios personales, que demostraban cómo cada una de esas ideas era aplicable a ellos en concreto. Mirando alrededor de la habitación, vi mujeres que me recordaban a Frau Anders. Me sobresaltaba la idea de que Frau Anders pudiera muy bien -si hubiera conocido alguna vez la existencia de aquel grupo- ser una de las discípulas del profesor Bulgaraux. ¿Qué exponía sino la idea de liberarse a través de la contradicción entre la vida convencional y la que desata las más profundas fantasías, exactamente lo que yo había hecho cuando disponía de Frau Anders?