No quiero dar la impresión de que él impulsaba a las mujeres a matar a sus maridos, comer cera de abeja, robar de las alcancías de las iglesias, o beber el semen de sus perritos falderos. Sin embargo, el impulso a la acción que ofrecía no era sutil. En este aspecto, me pareció de una concordancia notable con mis propios instintos.
– La moderación es el signo de un estado espiritual confuso -dijo-. Pero cualquier acto -continuó-, puede llevarse a cabo moderada o inmoderadamente. Hay asesinatos moderados e inmoderados paseos junto al río.
Parece, pues, que la cosmología autogenista y su plan de salvación suponían un completo código de conducta, o para decirlo mejor, de anticonducta. El hombre fue creado por Sofía, la sutil generatriz, a partir de una oscura materia en la que sólo quedaba un destello de la luz original de Autógenes. Pero el hombre, a quien las escrituras autogenistas llaman «hez subyacente de la materia», puede sin embargo a través de varios ritos de purificación, llegar al cielo. El hombre puede volver al seno de Autógenes si deviene «luz», o sea, explicó el profesor Bulgaraux, mirándome atentamente, ausencia de peso y luminosidad. La purificación no se consigue a través de la autonegación, sino mediante una total expresión del ser. Así, los autogenistas sostienen que los hombres no pueden ser salvados hasta que no han realizado todo tipo de experiencias. Un ángel, añaden, vela por ellos en cada una de sus acciones ilegales, y los insta a cometer sus audacias. Sea cual sea la naturaleza de la acción, ellos declararán que la han hecho en nombre del ángel, diciendo: «¡Oh tú, ángel, yo uso tu trabajo! ¡Oh tú, poder, yo llevo a término tu operación!»
– Invocaban este perfecto conocimiento -continuó diciendo el profesor Bulgaraux -ejecutando acciones tales que sus críticos rehusaban citar.
– No hay necesidad de nombrarlas -exclamó una de las mujeres del extasiado círculo.
«O ruborizarse al nombrarlas», añadí para mis adentros.
La concepción autogenista de que el bien y el mal no son más que opiniones humanas, no tenía nada en común con el familiar desencanto moderno hacia la moralidad. Esta concepción era un medio de salvación. Como el resultado de las distinciones morales es que, a través de ellas, ganamos una personalidad, o un peso, el propósito de derribar la ley moral es llegar a la ingravidez, librar a la persona de ser solamente ella misma. Las personalidades individuales deben ser neutralizadas en los ácidos de las transgresiones.
Mirando la ancha cara del profesor Bulgaraux, sus anteojos, su desaliñada barba, su chaleco manchado de huevo, su traje arrugado y abultado, yo no podía determinar si lo que tenía ante mis ojos era un parangón del anonimato o, simplemente, un fracasado entusiasta con toda su pintoresca y particular suciedad. Pero si tenía algo cierto que enseñarme, poco me importaba lo que él mismo fuera.
– ¿Cuál es la personalidad que nos aconseja perder? -le pregunté en la última de las reuniones a que asistí en su apartamento.
Aquella fue la única ocasión en que me atreví a aludir públicamente a su apego, que rebosaba el dominio del académico, por las creencias de los autogenistas, dando por sentado que éstas eran, efectivamente, sus propias creencias.
– Piérdela, y lo entenderás.
– Dígame cómo -le pedí.
– ¿Todavía sueñas?
– Más que nunca.
– La has perdido -exclamó, y cada uno de los oyentes, que no superaban la docena, se levantó de su asiento para felicitarme y estrechar mi mano.
Sí, todavía soñaba. ¡Era tan simple! Cada noche yacía, en el sarcófago del sueño, el hombre del negro bañador de lana, esculpido en piedra sobre la tapa del cofre. Pero, como Dianus, me levantaba impaciente, expectante. A veces parecía que mis sueños fueran un parásito en mi vida, otras, que mi vida fuese un parásito de mis sueños. Quería descubrir el eje de mi preocupación. Quería escapar de esta personalidad que me contenía y me enfrentaba tan penosamente a mis sueños. Llegué a comprender, a través de las instrucciones del profesor Bulgaraux, que el divorcio entre mi vida y mis sueños era un resultado de esta cosa llamada personalidad o carácter que todos, a mi alrededor, parecían cultivar y tomar como fundamento de su propio orgullo. Llegué a la conclusión de que «personalidad» es simplemente el resultado de hallarse fuera de equilibrio. Tenemos «carácter» porque no hemos alcanzado nuestro centro de gravedad. La personalidad es, en el mejor de los casos, una forma de enfrentamiento al problema del desequilibrio. Pero el problema persiste. No nos aceptamos por lo que somos; desechamos nuestra esencia real, y erigimos una personalidad para salvar las distancias.
¿No es teniendo personalidad como definimos nuestros puntos de vulnerabilidad y fuerza? La personalidad es nuestro modo de ser para los otros. Esperamos que los otros acepten nuestra forma de ser, gratifiquen nuestras necesidades, que sean nuestra audiencia y suavicen nuestros horrores.
Pero ¿cómo podemos escapar a la personalidad? Me hubiese gustado ser chino durante un tiempo, para ver si su mítica impasibilidad difiere, ligeramente, en su interior. Pero yo no podía cambiar el color de mi piel o la geografía de mi corazón. Los narcóticos estaban igualmente fuera de lugar. Nunca me han proporcionado, ni siquiera temporalmente, ese sentimiento de imperturbabilidad e ingravidez.
Existe un camino bien conocido para llegar a esta pérdida de la personalidad: el acto sexual. Durante un tiempo frecuenté prostitutas, porque imaginaba que no pretenderían ser personas; por lo menos, su imagen lo prohíbe. En las maniobras carnales de dos personas que no se han conocido ni se conocerán nunca, cierto silencio y ligereza pueden prevalecer. Pero también pueden faltar. El olor de personalidad -una fotografía en la pared, la cicatriz en el vientre de una mujer, un vestido determinado en el armario, una mirada sugestiva en sus ojos- siempre se infiltra. Aprendí a no esperar demasiado de la sexualidad. Sin embargo comprendí por qué la sexualidad, como el crimen, es una fuente inmortal de impersonalidad. Hechos correctamente, estos actos ahogan el sentido del ser. Sucede, creo, porque el fin está previamente establecido: en la sexualidad, el placer; en el crimen, el castigo. Uno se libera precisamente a través de estos actos que tienen un final al que no se puede escapar.
Pero hay algo aún más valioso para este propósito que la sexualidad y el crimen, y lo certifico por las experiencias que relato, de una vida a veces libertina, criminal en algunos aspectos. Y es el sueño. ¿Era posible que mis sueños, a menudo fuente de angustia y pesadez, fueran de hecho el medio transparente a partir del cual yo podría perder mi agobiante personalidad? Había pensado que los sueños eran un cuerpo extraño en mi carne, contra el que me defendí lo mejor que supe. Ahora me inclinaba a verlos como una bendición. Los sueños estaban grabados en mi vida, como un tercer ojo en medio de la frente. Con este ojo podía ver con más claridad que nunca. Jean-Jacques me había prevenido contra mis sueños y mi seriedad. El Padre Trissotin me había urgido a confesarme y desembarazarme de ellos. Frau Anders se había sometido a ellos, pero los entendió sólo como fantasías. Ahora el profesor Bulgaraux me sugería que podía estar orgulloso de tenerlos. Si yo estaba perdiendo algo en los sueños, era algo de cuya pérdida debía alegrarme. Me estaba perdiendo a mí mismo, perdiendo la serpiente que está dentro, como mostraba mi último sueño, «el sueño de un viejo patrón», que acabó tan gráficamente con la pérdida de mis entrañas. Me estaba liberando, aunque fuera para ser exclusivamente un hombre-que-sueña. Sabía que no había comprendido aún la naturaleza de la libertad, pero tenía esperanzas de que mis sueños, con sus dolorosas imágenes de humillación y esclavitud, contribuirían a elucidarlo.