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También prefería el cine al teatro porque no hay auditorio presente, fuera de los compañeros de trabajo, ni tampoco aplausos. De hecho, no sólo no hay audiencia, sino que tampoco hay realmente una actuación. Actuar en una película no es como hacerlo en una obra teatral, donde, a pesar de las interrupciones de los ensayos, la representación es continua, acumulativa y llena de movimientos y emociones consumados. La denominada actuación, en el cine es, por el contrario, algo mucho más parecido a la quietud, a la pose, con destino a una secuencia de fotos fijas, como las que aparecen en las fotonovelas que leen las dependientas y amas de casa. En una película cada escena está subdividida en docenas de encuadres distintos, cada uno de los cuales no encierra más que una línea o dos de diálogo, una única expresión en la cara del actor. La cámara crea el movimiento, anima estos breves momentos paralizados, como el ojo del soñador, que es al mismo tiempo espectador de su propio sueño.

El cine me parece un arte mucho más riguroso que el teatro, un arte que me permite hallar una profunda analogía con los modos de obrar cuyo modelo inicial tomé de mis sueños. No quiero decir con esto que ver un film, en la oscura sala donde uno puede entrar de improviso, en cualquier momento, sea como entrar en un sueño. No estoy hablando del sueño como la libertad de tiempo y de espacio que tiene la cámara cinematográfica. No me refiero ahora a la experiencia del espectador, sino a la del actor: para actuar en las películas se debe olvidar la pasión y reemplazarla por una especie de frialdad extrema. Esto es fácil, hasta necesario, porque las escenas no se ruedan consecutivamente; el actor que trabaja ante la cámara no se encuentra impulsado por las emociones casi naturales que se acumulan a lo largo de una representación teatral.

La única ventaja que reconozco al teatro sobre el cine reside en la posibilidad de repetición de un mismo papel, noche tras noche, muchas más veces que el número de tomas que un director precisa para quedar satisfecho con la toma efectuada y pasar a la siguiente. Y mientras en cada toma el actor trata de mejorar su actuación (el período que en teatro corresponde a los ensayos), una vez realizada correctamente, el encuadre ha concluido. En el teatro, cuando el actor ha logrado una buena interpretación, está preparado para representarla, una y otra vez, tantas como el público acuda a ver la obra. Esta es la analogía final entre la representación y mis sueños. Las cosas que sabemos hacer bien son las que repetimos una y otra vez, y todavía son mejores las que tienen en sí mismas una forma esencialmente monótona: bailar, hacer el amor, tocar un instrumento musical. Por suerte pude apreciar este rasgo en mis sueños. Tuve el tiempo y las repeticiones suficientes para llegar a ser hábil en este arte. Llegué a ser un buen soñador, mientras que nunca llegué a ser un actor sobresaliente.

A través de mis amigos cineastas llegué a conocer a Larsen, el famoso director escandinavo, que trabajaba en la integración del reparto para una película basada en la vida de un fascinante personaje de la historia de mi país. Este individuo, que podría ser identificado por la mayoría de mis lectores, era un noble, de inmensa fortuna y título aristocrático, que luchó en su juventud junto a la devota muchacha campesina que libró a la nación de un odiado invasor, y posteriormente fue denunciado como apóstata, hereje y criminal. Por su apostasía, por su herejía y por sus crímenes, que incluían haber conducido a su castillo, violado y asesinado a cientos de niños, fue juzgado y enviado a la guillotina. Antes de su ejecución se arrepintió total y conmovedoramente de sus crímenes y fue perdonado por la iglesia y llorado por el pueblo.

Leí el guión, y manifesté mi fuerte interés por el proyecto. Larsen me hizo una prueba para el papel del confesor asignado al noble después de su arresto. Le gustó mi actuación y me adjudicó el papel. Hubiera preferido un papel de menor importancia, por ejemplo, uno de los jueces, que me habría ocupado menos tiempo, pero Larsen insistió en que mi cara era exactamente la que él había imaginado para el celoso cura que se desvela por el arrepentimiento del noble.

Trabajar en esta película me ocupó la mitad del año siguiente. Nos instalamos en el sur y la mayor parte de la película se rodó en un pequeño pueblo de granjeros, próximo al castillo del noble, el mismo castillo en que había vivido, ahora en ruinas y visitado sólo por escolares y adolescentes enamorados, y hasta el que había conducido a sus víctimas varios siglos antes. La vida social del lugar era aburrida. Tuve un tierno affaire con la hija del alcalde, a quien solía citar clandestinamente en un cobertizo abandonado, en las afueras del pueblo. Pasé bastante tiempo también con el cura del pueblo, discutiendo sobre religión y política. Pero era difícil escapar a la compañía de mis colegas. En el pueblo había sólo un hotel, pequeño, y los actores y todo el equipo de producción vivían en él. Se convirtió prácticamente en un dormitorio. El director, el cameraman, la script y el resto de la compañía nos reuníamos todas las mañanas para desayunar y discutir el rodaje del día, y al atardecer nos sentábamos en la sala, a escuchar la radio del hotel, una de las pocas que había en el pueblo, y enterarnos de las noticias sobre la guerra civil que por entonces se libraba en un país situado al sur.

Me entendía bien con el resto de la compañía, en especial con Larsen y su joven esposa. La única excepción era el maquillador, que durante el primer día de rodaje tuvo un disgusto conmigo. Íbamos a empezar con una escena en la que el noble es conducido a través del pueblo, hacia la plaza de la ejecución; el cameraman quería la luz matinal, de modo que la compañía tuvo que presentarse a las seis de la mañana para ser maquillada y poder empezar con la primera toma antes de las nueve. Llegué puntualmente, y en el momento en que me sentaba en una silla del granero que almacenaba nuestro vestuario e indumentaria, el maquillador examinó mi cara y haciendo muecas empezó a quejarse, refunfuñando. Durante una hora trabajó conmigo para aplicar una pequeña cantidad de rouge y polvos, ya que, según declaró, yo era un caso sin remedio; me dijo que tenía un tipo de piel no demasiado rara, pero sí afortunadamente poco común entre los profesionales del cine, que se resistía a ser maquillada.

– Tu piel es mate -dijo.

– Es la única que tengo -repliqué sarcásticamente.

– Al director no le va a gustar, pero la culpa no es mía.

– Nadie te culpará -le dije.

Los maquilladores me han dicho cosas parecidas en otras películas en que he intervenido, pero nunca en una forma tan insolente. No es necesario decir que mi cara poco absorbente no ocasionó ningún problema aquella mañana.

El rodaje de la película se desarrolló con normalidad, aunque es difícil observar el progreso cuando se avanza tan lentamente. Trabajábamos en una jungla de escaleras, plataformas, cables tendidos en el suelo, focos y pantallas refractoras de colores, copias mecanografiadas del guión, paquetes de cigarrillos en común y botellas de vino para la compañía. Parecíamos, al representar un espectáculo histórico, una gran multitud. Además de dos equipos de dirección, la compañía y los actores principales, reclutamos extras del pueblo, así como hombres morenos, de torsos desnudos, y muchachos con pantalones cortos color caqui y sandalias, para ayudarnos en las operaciones de la cámara, transportar los focos y el atrezzo y también para traernos la comida durante las filmaciones. El único punto quieto en medio de toda esta actividad, era la señora Larsen, la esposa del director, que pasaba la mayor parte del día tejiendo en un rincón, primero un jersey beige, y después una manta.