Hubo algunos problemas con los productores, que tenían dudas crónicas sobre el valor comercial de la película. En el plató, todos aprendieron a respetar el furor de Larsen, que se repetía cada tarde, a las cuatro, cuando recibía el correo. Se sentaba aparte, lo leía y, finalmente, lo embutía en el bolsillo trasero de su pantalón. A menudo era llamado desde el hotel, para atender frecuentes llamadas de larga distancia. A pesar de todas las presiones ejercidas sobre él, creo que se debió principalmente a su indecisión que tardáramos tanto tiempo (setenta y tres días de rodaje, repartidos en un período de cuatro meses y medio) en terminar la película. Llegamos con un guión de rodaje completamente terminado, pero él lo sometía a continuos cambios, y la mayoría de las reuniones que teníamos a la hora del desayuno se perdían en discusiones sobre los temas sexuales y las ideas teológicas. Desempeñé un modesto papel en estas discusiones, y puedo atribuirme ciertos éxitos, al evitar que la película se convirtiera en un documento anticlerical. Larsen, que había escrito el guión, no se decidía definitivamente sobre la manera de representar al noble. Algunas mañanas nos amenazaba con suspender la producción, para reelaborar totalmente el núcleo del guión, a los efectos de demostrar que el noble era inocente de los extraordinarios crímenes que se le atribuían. Por lo menos, quería excusar al escandaloso noble, bajo el aspecto de un hombre destrozado por los tormentos que una conciencia hiperescrupulosa impone a su naturaleza sexual no convencional.
– Debió ser un hombre muy apasionado -susurró el director-. Antoine -dijo, dirigiéndose al actor que representaba al noble-, debes mostrarte más apasionado.
Lo puse en duda.
– Lo imagino muy sereno -dije-. Una cantidad tan grande de víctimas comporta tal inmensidad de apetito, que raya en la indiferencia.
Todos los presentes manifestaron su disconformidad con mi punto de vista.
– ¿Cómo alguien puede ser tan cruel? -exclamó la chica de pelo corto que representaba el papel de patriota-. Piensa en todos aquellos niños.
Traté de explicarlo.
– No creo que el noble ilustre el límite de crueldad a que puede llegar la naturaleza humana. Ilustra el problema de la saciedad, ¿lo veis? Todos los actos son emprendidos esperando sus consecuencias. Lo que ocurre al alcanzar la saciedad es simplemente que se llega a las consecuencias -la plenitud- del propio acto. Pero a veces, la atmósfera moral llega a hacerse embarazosa. Hay un cúmulo de consecuencias. Y es necesario mucho tiempo para que las consecuencias se junten con los actos. Entonces uno debe repetirse a sí mismo, aburriendo a los demás, en el intervalo que separa el acto de sus consecuencias. Es el momento en que la gente siente insatisfacción. Algunas veces -con seguridad muy pocas- no hay consecuencias, y uno tiene la impresión de no estar ni siquiera vivo.
– Tú también estás tratando de disculparlo -dijo la script.
– No, de ningún modo. Soy el primero en estar de acuerdo con que debería haber sido ejecutado, pues, ¿quién hubiese actuado así, de no haber buscado expresamente el castigo? Sólo que él era un hombre consecuente hasta el extremo. Se repetía a sí mismo -es decir, sus crímenes- de la forma más extravagante. Se convirtió en una máquina. Estas son para mí -me volví para dirigirme personalmente a Larsen- las únicas preguntas que cabe hacerse. Con cada repetición, con cada revolución de la máquina, él iba sintiéndose menos oprimido, hasta que confesar inesperadamente y ser enviado a la muerte no supuso ya nada para él. ¿Habría estado satisfecho con un asesinato, si le hubieran apresado?
– Prosigue -dijo Larsen-. Veo que tienes el asunto muy pensado.
– ¿Qué significa para alguien asesinar a trescientos niños, cuando un solo asesinato es suficiente y excesivo para la mayoría de la gente? -dije-. ¿Tenía este hombre una capacidad para asesinar trescientas veces mayor que la vuestra o la mía? ¿O mejor, esto sugiere que, para él, un asesinato significaba sólo una parte trescientas veces menor de lo que significa para una persona normal?
No recuerdo el resto de la discusión, excepto que fui desbordado al hacer algunas sugerencias concretas para cambiar el guión. Mis colegas, comprensiblemente, no compartían mi deseo de reformar este fascinante tema, y darle el estilo lánguido de mis sueños. Pero todavía argumenté que a la interpretación de Larsen le faltaba imaginación. En mi opinión, dedicaba excesivo tiempo de la película a la asociación del noble con la joven patriota; y en las escenas finales fallaba al rendir honores al asombroso cortejo que seguía al asesino sodomita y genocida hasta el patíbulo, compuesto en su mayoría por cientos de ciudadanos llorosos, muchos de ellos padres de las víctimas.
¿Por qué lloraban? ¿Podía ser porque sus crímenes tenían de algún modo olor de santidad? Más exactamente, ¿el noble era un converso de ciertas ideas religiosas heréticas que incitaron y aún santificaron sus abominables crímenes? En cuanto a la joven campesina, la heroína nacional de mi país, argüí que esta asociación con ella no lo redimía parcialmente, como Larsen sostenía, sino todo lo contrario. ¿No fue esta misma muchacha llevada a juicio y quemada en la hoguera? La virgen y el infanticida, estos dos seres tan opuestos en el juicio de la historia, y aparentemente vinculados sólo por la explosión de la guerra, tenían algo en común, concretamente la herejía, que fue el cargo principal (esto debe ser recordado) en ambos juicios. Ambos fueron acusados en primer lugar por su herejía, y sólo secundariamente por insurrección y crimen. ¿Es posible que fueran castigados por algo que nunca se citó en sus juicios? Según el profesor Bulgaraux, que me envió varias cartas convincentes sobre el tema, los dos eran víctimas propiciatorias y voluntarias de un culto clandestino, cuyas doctrinas guardan una cierta semejanza con las doctrinas de los autogenistas.
Pero si es así, deberemos convenir que, de los dos, fue el noble quien mejor cumplió la sagrada misión de desprestigiarse ante los ojos del mundo. La joven campesina, aunque vestía ropas de hombre, decía oír voces y participaba en la guerra, no pudo evitar que la iglesia que la había condenado la santificara después. Pero ninguna iglesia, por muy imaginativa que sea, puede canonizar al noble. De este modo, considerar sus crímenes como producto de tensiones eróticas, como Larsen sostenía, demostraba una gran falta de tacto moral. Sus crímenes fueron monstruosos porque fueron reales, dejando aparte sus motivos.
– No lo disculpes -pedí a Larsen-. Respeta su opción y no trates de hacer bueno la que es malo. No interpretes nada. ¡Lo más molesto de la sensibilidad moderna es su urgencia por excusarse y hacer que una cosa signifique otra!
Movido por estas reflexiones, decidí adoptar una nueva actitud ante la cámara. Por una vez en mi breve carrera de actor, representé un papel sin duplicidad. Representé al sacerdote como si en mi cabeza no hubiera nada, sino sus palabras, su compasión y su horror, que quedaron grabados en mi rostro. Cuando conversaba con el noble para obtener su arrepentimiento, rezaba realmente para que sus crímenes pudieran ser borrados y todos los niños volvieran junto a sus madres. Esperaba que el actor que representaba al noble pensara que sus crímenes eran reales. ¿De qué otra manera podía pretender cometerlos, arrepentirse y morir por ellos?
Mi intervención en esta película fue mi último trabajo como actor. No es a mí a quien corresponde decidir si fue la mejor, ya que el lector puede tener la oportunidad de juzgar por sí mismo, pues la película está siendo aún presentada al público. Lo que merece ser destacado es que mi nueva actitud ante el trabajo de actor, en el que ahora quise ser sin reservas ni distracciones internas el personaje que me tocaba representar, abolió el valor que podía tener la actuación para mí. No había razón para ser otra persona si realmente yo iba a ser otra persona. Y también podía seguir siendo yo mismo. Por otra parte, el trabajo era muy agobiante y me dejaba menos tiempo del que yo deseaba para mis ocupaciones solitarias.