Regresé a la capital una vez terminado el rodaje y alquilé una habitación junto al mercado central, en el corazón de la ciudad. Estaba amueblada, o mejor dicho, desamueblada, con el mismo estilo de mi antigua habitación. Lucrecia volvió a ser mi compañera habitual y con ella compartí las ideas acerca del bien y del mal que nacían de mis entrevistas con el profesor Bulgaraux, al igual que de mi intervención en la película sobre el noble. Ella tenía una tranquila, independiente inteligencia, y nunca debió necesitar el consejo liberador de su madre. Un día, sin embargo, ocurrió algo que cambió nuestra amistad o hizo posible un cambio en nuestras relaciones. Vino a mi habitación directamente de la peluquería y, tras admirar su peinado y pensar en abrazarla largamente, le ofrecí unas copas y empezamos a hablar.
– Hippolyte -me dijo, interrumpiendo nuestra conversación sobre el Escandaloso Noble, como Lucrecia y yo solíamos llamarle-, ¿no piensas nunca en mi madre?
– Sí -contesté sinceramente-. Sí, pienso en ella.
– Sé que mi madre te quería mucho.
Tomé delicadamente su mano.
– ¿Crees que es muy ingrato por mi parte no añorarla? -preguntó.
– Estoy seguro de que ella está muy contenta dondequiera que esté -dije.
– Eso espero -me respondió Lucrecia-. Eso espero, porque he recibido una carta que pretende ser suya, aunque mi madre tenía una caligrafía muy elegante, y esta carta está escrita desgarbadamente y sobre un papel muy malo. Esta carta, Hippolyte -dijo, asiendo tiernamente mi mano-, contiene muchos y muy curiosos reproches dirigidos a ti y, por supuesto, también a mí.
– Cuéntamelo -le pedí.
– Oh, Hippolyte, yo no sabía que mi madre te amaba.
Se llevó un dedo al ojo como para sacarse una mota que le molestaba.
– Pero seguramente sabrías que…
– Sí, sí -respondió apresuradamente-. Pero yo no sabía que tú te fuiste con ella. Dice que está tan enojada contigo que no piensa volver. Dice que imagina también que yo soy mucho más feliz sin ella y que ella está muy contenta donde está. Oh, querido, su tono no me parece precisamente feliz, ¿no crees?
– Creo que tiene motivos para sentirse feliz -dije-, si la realización de una potente fantasía puede proporcionar felicidad.
– Me extrañaría mucho que mamá se sintiera feliz, Hippolyte; ella no es este tipo de persona. Quizá ni siquiera se trata de mi madre, a fin de cuentas. La persona que escribió la carta firma Scheherezade.
– Estoy convencido de que es tu madre.
– Pero ¿sabes qué vida lleva ahora? La carta no da ningún detalle.
– Cuando la vi por última vez -expliqué-, había entrado en la casa de un mercader árabe que estaba muy enamorado de ella. Esta parecía ser la solución a su permanente insatisfacción. ¿Recuerdas las cartas que te escribía?
– ¡Sí! ¿Estabas con ella cuando escribía aquellas embarazosas cartas? ¿Las leías? Oh, ¡vuelvo a sentirme celosa! Las cartas eran muy patéticas, ¿no crees?
– Tu madre quería ensayar un modo de vida totalmente distinto al que había llevado aquí, Lucrecia, pero no disponía del corazón necesario para descartar por sí misma el pasado. Tenía que ser ayudada.
– Empujada.
– Ella quería ser empujada.
– Oh, Hippolyte, ¡a veces desearía que me empujaras!
– Tú no te pareces a tu madre -le recordé.
– Sí -dijo ella-. Eso es cierto. Yo no suspiro como ella por lo primitivo. La vida en esta ordenada ciudad es ya excesivamente primitiva para mí.
– ¿Tu madre te pide dinero?
– Habla de un rescate. Dice que es prisionera del amor. Parece sugerir que podemos coaccionarla para que regrese.
– ¿Me permites que aporte la suma de trece mil francos para su regreso?
– Hippolyte, ¡con eso podrían pagarse diez regresos! ¿Por qué tanto?
– Porque esa es la cantidad por la que la vendí. No me atreví a pedir menos, por miedo a que el mercader no la valorara como merecía.
Durante un buen rato, nuestra conversación versó sobre la propiedad del dinero para crear valor y, del mismo modo, para medirlo.
– A mí me gusta mucho el dinero -dijo Lucrecia, en un tono de amplia autosatisfacción-, mientras que mamá, que es mucho más generosa que yo, sólo dará el dinero a su árabe. Tal vez ella le compre un rebaño de camellos con esta cantidad.
Algo molesto por su esnobismo, le dije:
– Te doy el dinero en su nombre.
Fui al cajón y le entregué la cantidad, dentro del mismo sobre del mercader, con un sentimiento de alivio. Nunca me hubiera gustado que el dinero jugara más que un papel estético en aquel curioso incidente.
– Empiezo a pensar que estabas muy enamorado de mi madre -dijo Lucrecia, sacándose los guantes para contar los billetes que colocó en su bolso.
Quedé aturdido.
– Ella era mucho más generosa conmigo -dije.
– ¡Qué absurdo!
Estaba francamente turbado por la manera en que Lucrecia persistía en esta escena de celos, que yo no podía considerar sincera.
– ¿Qué quieres de mí, Lucrecia?
– Nada -dijo, enrojeciendo.
Le molestaba descubrirse a sí misma investigando la intimidad, en lugar de concediéndola.
Cuando dijo que no quería nada de mí, decidí no darle más de lo que ya le había dado. Durante algún tiempo había puesto en duda mi amistad con Lucrecia. Mi conducta reservada lo testimonia. No estaba seguro de que fuera decoroso heredar a la hija después de haber disfrutado de la madre; y las consideraciones de buen gusto, aunque no en la forma que asumían con mi amigo Jean-Jacques, siempre han pesado mucho sobre mí. Entonces comprendí que no había razón para ser más de lo que ya habíamos sido. Quién sabe qué perversos impulsos se escondían bajo el sentimiento de Lucrecia hacia mí, que hasta ahora yo había dado por sentado, acostumbrado como estaba a que la edad y la buena figura merecieran la atención de todas las mujeres.
Lucrecia y yo seguimos hablando hasta el anochecer y más tarde salimos a pasear por el río. Conversábamos entonces, recuerdo, de la amplitud con que el orgullo y la vergüenza están distribuidos en el mundo. Estuvimos de acuerdo en que muchas cosas malas se elogian normalmente, y se censuran muchas cosas buenas.
– ¿Admiras el esfuerzo? -pregunté-. ¿Aprecias los sentimientos que se corrigen a sí mismos y la conducta que no descansa hasta llegar a ser diferente?
– No -respondió-, no admiro el esfuerzo, admiro la excelencia, que es menos perfecta cuando resulta del esfuerzo. Y también menos graciosa.
Por un momento pensé por qué me empeñaba en rehuir el afecto de aquella inteligente mujer con quien compartía tantas ideas. Siempre que estábamos en desacuerdo, como ahora, disfrutaba mucho más con ella que en otras ocasiones.
– ¿Y la belleza? -pregunté.
Lucrecia tenía el pelo rubio, ojos azul porcelana y unas facciones muy perfectas.
– ¡Oh, sí! Perdono todo lo que es bello.
– No veo por qué debemos alabar la belleza -repliqué pensativo-. Es demasiado fácil descubrir en el mundo qué es bello y qué no lo es. Debiéramos permitirnos encontrar bella cualquier cosa capaz de mantener todo nuestro interés; estas cosas, y sólo éstas, sin que nos importe cuan desfiguradas y terroríficas puedan ser.
– En pocas palabras -dijo burlonamente-, sólo admiras lo que te preocupa.
– Admiro la preocupación. Respeto a los preocupados.
– ¡Nada más! ¿Y el amor? ¿Y el miedo? ¿Y el remordimiento?
– Nada más.
Después de esta conversación, borré a Lucrecia de mi pensamiento como algo más que una amiga graciosa y educada. El espectro de su madre se había interpuesto entre nosotros y no podía soportar la idea de que hubiera alguna rivalidad entre las dos mujeres, en la mente de Lucrecia o en la mía. Aunque continuamos viéndonos, e íbamos a menudo juntos al cine, Lucrecia aceptaba el estancamiento de nuestra amistad y dirigió su interés amoroso hacia candidatos más prometedores.