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En los meses siguientes, encontré más sueños en mi libro de notas, y más seriedad en su interpretación. Mi esfuerzo era menor y mayor mi atención. Todavía perseguía las mismas preocupaciones, pero de los sueños aprendí cómo perseguirlas mejor. Mis sueños me mostraron el secreto de la perpetua presencia y me libraron del deseo de adornar mi vida y mi conversación.

Me explicaré. Imaginen que algo sucede -un asalto, por ejemplo-, y alguien acude inmediatamente.

– ¿Qué ha pasado? -pregunta el recién llegado.

– ¡Socorro!

Lamentos, gritos y demás.

– ¿Qué ha sucedido?

– Ellos… entraron… por la ventana. Más lamentos.

– ¿Y después?

– Ellos… me hirieron… con un hacha.

En estos primeros momentos, la víctima sangrante no está interesada en convencer a nadie de la realidad del suceso. Ha ocurrido y no puede imaginar que alguien lo dude. Si alguien dudara de la historia, él podría mostrar sus heridas. No, ni siquiera esto se le ocurriría. Que alguien dudara de la veracidad de los hechos, le tendría sin cuidado, siempre que le enviaran un médico. Sus heridas serían compañía más que suficiente.

Sólo después, cuando las heridas han empezado a cicatrizar, la víctima quiere hablar. Y como el suceso se aleja progresivamente en el tiempo, la víctima -curada y restablecida, junto a su familia- le da una forma dramática. Embellece el relato y lo acondiciona para ponerle música. Le pone tambores de fondo. El hacha fulguraba. Ve la pupila de los ojos del hombre. Cuenta a sus hijos que su atacante llevaba una bufanda azul. «Y penetró a través de la ventana con gran estruendo», dice la madura y saludable víctima a sus hijos. «Levantó su brazo y yo estaba aterrorizado y…»

¿Por qué se ha vuelto tan elocuente? Porque ya no tiene la compañía de su dolor. Tiene sólo un auditorio de cuya atención duda. Al explicar la historia, pretende convencer a su audiencia de que «esto» realmente sucedió, sucedió de este modo, y él sintió violentas emociones y estuvo en gran peligro. Anhela la confirmación de su audiencia. Sabe también lo que puede ganar con su relato -dinero, respeto, simpatía-. Con el tiempo, el suceso ya no le parece real, a él, a quien sucedió. Cree menos en la realidad del asalto; le parecen más reales los modos que ha ido encontrando para describirlo. Su narración llega a hacerse persuasiva.

Pero al principio, cuando el asalto fue real, cuando no le ocurrió para que persuadiera a nadie, su narración era lacónica y honesta.

Esto es lo que aprendí de los sueños. Los sueños tienen siempre la cualidad de estar presentes -aún cuando, como ahora hago yo, se los explica diez, veinte, treinta años después. No se vuelven rancios ni pierden crédito; son lo que son. El soñador leal no busca la credulidad de su oyente. No necesita convencerlo de que tal y tal cosas asombrosas sucedieron en el sueño. Como en el sueño todos los sucesos son igualmente fantásticos, permanecen independientes del asentimiento de la gente. Esto revela, además, la falsedad de la línea que la gente de buen gusto insiste en trazar y dibujar entre lo banal y lo extraordinario. En los sueños, todos los sucesos son extraordinarios y banales al mismo tiempo.

En ellos, los asaltos también suceden. Matamos, caemos, volamos, violamos. Pero las cosas son tal como son. Las aceptamos en el sueño; son irrevocables, aunque a menudo sin consecuencias. Cuando alguien desaparece del escenario del sueño, el que sueña no se preocupa de su paradero. Alguien que explique este sueño y diga, por ejemplo, «el dependiente me dejó junto al mostrador; creo que fue a consultar al jefe sobre mi pregunta», está explicando el sueño erróneamente. No está siendo honesto: está tratando de persuadir. Debió decir, «estaba en el mostrador, hablando con un dependiente y entonces me quedé solo».

Me gustaría describir mi vida con la misma imparcialidad con que se narra un sueño. Sería el único relato honesto. Si no lo he conseguido plenamente, por lo menos continúo aspirando a este objetivo mientras escribo. No he tratado de extraer de mi vida ninguna excitación que no se desprenda por sí sola, o estimular al lector con nombres y fechas, con fatigosas descripciones de mi persona y mi apariencia, de las personas que he conocido, los muebles de la habitación, el progreso de las guerras, la espiral de humo del cigarrillo, y otros temas que corrientemente se trataron en los encuentros y conversaciones que escribí. Que esta única pasión, esta idea única quede clara, es tarea que basta para llenar cien volúmenes, y queda fuera de mis posibilidades hacer algo más que sugerirlo en estas páginas.

CAPITULO IX

Un día recibí la visita del marido de Frau Anders. Para ser más exacto: de Herr Anders. Ahora que su esposa no estaba ya a su lado, este hombre merecía el reconocimiento de su propia identidad. Sin embargo, para mí seguía siendo su marido, aún ahora, ya que todo lo que sabía acerca de él (principalmente por Frau Anders) era que tenía un agudo olfato, que su hobby era la taxidermia y que sospechaba que él nunca le había sido infiel. Lucrecia, su hija, prescindía totalmente de su existencia.

Quedé atónito al ver quién estaba en mi puerta, puesto que supuse que recibiría una tormenta de reproches o, por lo menos, una historia de soledad y miseria. Si él la amaba realmente, ¿cómo podía demostrarle a Herr Anders que el desplazamiento de su mujer a la tierra de su deseo era tan beneficioso para él como para ella? Pero no parecía irritado, sólo incómodo. Le rogué que entrara.

Sin ceremonial alguno, puesto que tenía la apariencia de un hombre muy ocupado, me comunicó el motivo de su visita. Supe que creía que su esposa se había retirado a un convento de monjas; no tenía ninguna duda de que aquel santo deseo debía respetarse. Cuando le pregunté cómo había llegado a esta idea, me habló de una carta que había recibido seis meses después de su partida. Me dijo también -y parecía sorprendido de que yo no lo supiera- que en aquella carta Frau Anders hablaba de mí como su consejero en el mundo, el ejecutor, por así decirlo, de sus deseos terrenos, su intermediario. Aunque toda esta historia del convento me pareció un chiste algo malicioso de Frau Anders, me creí en el deber de cumplir sus deseos, y le pregunté cómo podía llevar a término mi misión.

Herr Anders tenía un mensaje que transmitir a su esposa, pero como él desconocía su paradero, me pidió que me comunicara con ella. Deseaba contraer nuevo matrimonio.

– Pero -repliqué algo desconcertado-, no sé exactamente dónde está. Han pasado varios años y…

– ¡Por favor! -se dirigió a mí implorando-. Sé que puedo divorciarme a causa de su deserción. Pero quiero que ella lo sepa, ¿comprende? No quiero casarme sin su consentimiento.

No entendía, y por tanto no sabía qué decir.

– Si Dios le ha dado una vida mejor -añadió lentamente-, yo no quiero inmiscuirme en su felicidad.

Se me ocurrió que Herr Anders pensaba estar adquiriendo mentalidad religiosa.

Guardé silencio por un momento. El marido de mi perdida amiga me miró extrañamente; una mirada de aprensión que se convirtió en animosidad apareció en su rostro.

– Me está escondiendo algo -dijo amargamente, y se apoyó contra la pared (no tenía sillas en la habitación y no me atreví a invitarlo a que se sentara en el suelo), y esperó mi respuesta.

Decidí contarle una parte de la verdad.

– Sí, estoy escondiendo algo. Por mi voluntad, le diría todo, pero estoy convencido de que su esposa no lo desea así. De lo contrario, ¿por qué no le ha dicho ella misma dónde está?

– Explíqueme -dijo.

– ¿Tiene la impresión -empecé con cautela- de que su esposa nunca demostró ninguno de los síntomas normales de vocación religiosa?