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No quiero parecer paternalista cuando hablo de Mónica, pues no lo era ni tenía derecho a serlo. La extraordinaria capacidad de conservar sus pasiones y convicciones intactas, a pesar de su situación objetiva en el mundo, ¿no era curiosamente parecida a la mía?

Durante esa época, me sentía bastante solo y lleno de concesiones a mí mismo. A pesar de la aparente seguridad acerca de mis juicios y gustos y la confianza en el tortuoso modo de vida que había elegido, sucumbía ante momentos de duda, y en otros llegaba hasta a compadecerme a mí mismo, por la condición de exilado de las tareas ordinarias de la comunidad. Así me encontraba, después de una década de vida adulta, habiéndome educado a mí mismo y sostenido conversaciones con mucha gente interesante; habiendo tenido una amante y aprendido cómo hacerla feliz, aun al precio de perderla para mí; habiendo emprendido una carrera. Sin embargo, sabía que realmente no me había entregado a ninguna de estas actividades, que sólo una, que no podía compartir con nadie -mi dudosa búsqueda de la sabiduría a través de los sueños- realmente me importaba. Experimentaba los dilemas y los conflictos del autodidacta. (Esto, por lo menos, compartía con el artista -en el sentido opuesto al de profesor, de político, de general, de burócrata, de esposa.) Nadie me obligó a dedicarme a los sueños y debía cargar con mis propias dudas sobre el valor de mi vocación, además de la desaprobación de mis parientes y amigos, que me juzgaban como un libertino excéntrico. ¿Estaba cualificado para ello?, me preguntaba a menudo. ¿Estaba perdiendo mi tiempo? ¿No le proporcionaba placer a nadie, ni siquiera a mí?

Mónica, querida Mónica, Mónica, Mónica, de largas manos y despejadas sienes, restableció una parte de la confianza en mí mismo, aunque sabía que no era ésta su intención, ya que discrepábamos con frecuencia e intensidad. Ella criticaba mi forma de vivir, la desnudez de mi habitación, mi falta de interés por la política, mis distantes relaciones con la familia. A través de sus críticas, tan ingenuas y formales que podía considerarlas seriamente sin llegar a ofenderme, empecé a discernir entre lo necesario para mi vocación de autoconocimiento y lo superfluo o exagerado. También descubrí varias incongruencias importantes, que hasta ahora había mantenido conmigo mismo. Por ejemplo, siempre me había vestido cuidadosa, impecablemente, con trajes cortados por un buen sastre que mi padre me había recomendado al trasladarme a la capital. ¿Cómo podía conciliar mi gusto por los trajes grises, limpios y recién planchados, calcetines grises, zapatos negros, pañuelo y sombrero (en lugar de suéters, pantalones viejos, botas y un equipo por el estilo), con la parquedad de mi mobiliario y la austeridad de mi dieta? Supuse que la dieta y la desnuda habitación eran un simple capricho, y permití que Mónica me persuadiera de trasladarme a un apartamento amueblado próximo al suyo, y también que contratara una sirvienta que venía a limpiarlo dos veces por semana. Yo, a cambio, convencí a Mónica de que no podía admirar los buenos alimentos y elogiar las glorias de la cocina nacional si no hacía un esfuerzo en su propia casa. Juntos, conseguimos varios libros de cocina y pasamos muchas horas agradables comprando hierbas y estudiando recetas de las especialidades provinciales en su cocina, que ella saboreaba sólo con un poco más de gusto que yo… Mis intentos, comienzos, titubeos -y, ¿puedo añadir?, anhelos- e una vida más normal, ahora me parecen patéticos. Pero yo creía en ellos sinceramente, y demuestran la falta de arrogancia, si no de inteligencia, con que seguía mi búsqueda. Me gustaba mi nuevo apartamento, y comprendí que no estaba hecho para vivir en una sola habitación. Encontraba placer, y también un paso adelante en mi autoelucidación, en la persona de Mónica. Pero nunca supe seguro por qué Mónica se vinculó a mí. ¿Me quería por mí mismo, o por las personalidades que yo conocía en el mundo del cine o en cualquier otro medio? Me presentó a su antiguo amante, un fornido revolucionario africano en exilio, llamado Tububu, y los tres pasamos muchas noches discutiendo sobre la posibilidad de una revolución justa y de la transformación de la sociedad por vías políticas. En cambio, yo le presenté a Jean-Jacques, cuyos libros se estaban haciendo famosos; lo tachó de reaccionario y egoísta y él se mostró muy divertido con ella. También la llevé a conocer a Larsen, el director escandinavo, y observé que me hubiera cambiado por él, si él hubiera demostrado algún interés.

Hacer el amor con Mónica era atlético, prosaico y falto de fantasía. Aunque no sentía ningún deseo de informarla sobre el cine o mi vida privada, me encariñé con ella. Parte de mi emoción era ternura fraternal, nacida de nuestro mutuo esfuerzo por superarnos; otra parte, era un sentimiento de amante más mercurial. Experimenté inconfundibles síntomas de celos en presencia de Tububu, a quien, sin embargo, apreciaba, y también cuando observé que ella deseaba un romance con el biencasado Larsen. Pero yo no podía reprochar a Mónica su infidelidad emocional hacia mí. El amor de los famosos, como todas las fuertes pasiones, es bastante abstracto. Su intensidad puede medirse matemáticamente y es independiente de las personas. Mónica no me rechazaba como tal. Sólo que yo no había llegado tan arriba como otros en el escalafón de la fama. Nuestra conversación con Tububu clarificó mis ideas sobre los actos revolucionarios, que habían empezado a tener forma durante las entrevistas con Jean-Jacques. Como ya dije, a veces he soñado en ser agente de una revolución todavía no nombrada y estaba ansioso por contrastar mis ideas no políticas con cualquier idea política.

– Están acabados, ustedes, los blancos -exclamó Tububu-. No tienen capacidad para la violencia inconsciente, ni para el cambio.

Yo no podía dejar de mirar las profundas cicatrices simétricas que surcaban sus negras mejillas, como si esto probara que él sabía algo que yo no sabría jamás. Mónica protestó con amabilidad. -Sé que las reivindicaciones de tu pueblo son justas -dijo-, pero seguramente el país que hizo nacer las ideas de libertad, igualdad y fraternidad no puede seguir siendo un país opresor.

Quizás Tububu estuviera en lo cierto. Sin duda, Mónica era ingenua. En los países negros la justicia puede asegurarse por la violencia común; cuando el opresor es un extranjero, la violencia es, por lo menos, plausible. Pero otras cosas, además de la justicia política, han sido ya abolidas en Europa, y aquí la violencia es una forma de suicidio ineficaz. Observen la historia de mi país en los últimos dos siglos. Primero hubo una revolución que destronó a la Iglesia e inventó un nuevo culto, el culto a la Razón, personificado por una deidad. Desde entonces, ha habido otras revoluciones. Sólo en el último año, se firmaron centenares de peticiones, se confiscaron varios periódicos y se efectuó un llamamiento a la huelga general. Los estudiantes pintaron consignas en las paredes, la policía marchó sobre el parlamento vociferando consignas antisemitas. Dos ministros del gabinete se refugiaron en embajadas extranjeras. Llegaron los paracaidistas del sur. Y ya hemos visto qué poco resultó de esta conmoción. Se editaron nuevos libros de texto para los escuelas, aparecieron caras nuevas en los periódicos. Varios cafés, los lugares de reunión de los elementos subversivos, han sido cerrados. Los controles de identidad por parte de la policía, en plena calle, son mucho más frecuentes. Aparte de eso, todo sigue igual, bastante igual.

En Europa, estas insurrecciones públicas ya no cambian nada. Sin embargo, la opción revolucionaria en sus formas políticas puede todavía cuajar entre los pueblos negros. Nosotros debemos prever un futuro de revoluciones más apropiadas y peligrosas que las políticas. Quizá las revoluciones en el futuro serán revoluciones de personas solas, ejemplificando no el culto a la razón sino el culto a la vida privada, cuya adoración se personifica en un monigote… Es obvio que no podía convertir a Mónica a mis ideas. Los actos privados no le parecían importantes, salvo cuando podía medirlos con standards públicos -hasta el encanto personal necesitaba la confirmación pública de la fama, para afectarla.