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Un incidente que narraré demuestra nuestras diferencias. Una tarde íbamos caminando hacia su apartamento: alguien escupió desde una ventana, y un esputo aterrizó en la acera, a un paso de nuestros pies. Nuestras reacciones contrastaron profundamente.

– ¿Cómo puede la gente hacer cosas así? -exclamó Mónica.

– Gracias -dije yo, dirigiéndome hacia arriba.

– ¿Qué significa esto? -dijo ella, indignada-. Ese hombre no tiene ninguna consideración con los demás, y ésa es la fuente de todos los males.

– No digas tonterías -dije-. Sólo ha distribuido una pequeña parte de la mismísima sustancia de su cuerpo, y por consiguiente ha reorganizado, aunque trivialmente, el orden del universo. Ha hecho que algo suceda con la máxima economía y los medios disponibles más reducidos. Ante este acto modelo, debemos estar agradecidos y no mostrarnos tan escrupulosos.

– Sigo pensando que es desagradable.

Mónica nunca escuchaba realmente.

– Este es el problema con las revoluciones que tú y tus colegas estáis fomentando. El derroche de medios, muy profuso, pero completamente pobre el efecto.

Mis opiniones se confirmaron cuando, poco después de este incidente, Mónica quedó embarazada. La animé a tener el niño, y le aseguré que dispondría de mi ayuda para mantenerlo. Tan gran resultado -un nuevo hombre caminando sobre esta tierra- de un acto tan pequeño como nuestras higiénicas uniones parecía algo apropiado. Pero Mónica quería continuar dedicándose a mayores empresas, y con un gesto muy severo rechazó mi propuesta.

Un día Mónica me anunció que había recibido una carta.

– Una carta muy extraña y muy abstracta -dijo fríamente-. Es de una mujer que dice que tú estás en deuda con ella y que también ella te debe algo a ti.

– Déjame ver el matasellos -le pedí, algo nervioso.

– ¿Por qué? Es de aquí, de la ciudad -replicó-. ¿Quién es ella? -Como no le respondiera, se puso a sollozar-. Es otra mujer. Estás jugando con mis sentimientos. Esto no es justo.

No había razón para explicárselo a Mónica, si la mujer era quien yo pensaba. Le pedí que me mostrara la carta, que decía lo siguiente:

«Mi querida joven», empezaba. «Usted está en este momento en íntima relación con un joven amigo y protegé mío, quien está considerablemente en deuda por mi amistad y mi amor. Pero también yo le estoy en deuda, lo cual él comprenderá cuando le hable de esta carta. Debe comprender que yo no le escriba directamente, pues no quiero interferir en el amor que siente hacia usted. El amor es todo lo que las mujeres poseemos. Pero le ruego que interceda ante él, para que podamos vernos durante una hora. Tengo algo que mostrarle.» Después seguía una dirección de la ciudad y una hora para la cita, a la noche siguiente, y la firma, «un fantasma».

Temblé, debo confesarlo, ante la misiva y la visión de aquella familiar, aunque deformada, caligrafía; era una señal inequívoca, como la mirada de inquietud en un rostro empolvado, con rouge y máscara; la misma caligrafía de la carta a Lucrecia. No puedo soportar escenas o reproches, pero me consoló que la carta estuviera escrita en un tono tan suave y, poco a poco, me fui preparando para acudir a la cita.

Al siguiente día, cerca de medianoche, me presenté en la dirección que decía la carta, una desvencijada casa de madera junto a la estación del ferrocarril, en las afueras de la ciudad. Una mujer abrió la puerta vistiendo una holgada túnica árabe gris, que la cubría por completo, excepto los familiares ojos marrones, de expresión alternativamente dócil o imperiosa.

– Entra, mi caballero de la triste figura -dijo.

– No te burles -contesté con resentimiento- Dime cómo estás y qué puedo hacer por ti.

– ¿Te gustaría verme? -preguntó.

– Sabes que siempre me ha gustado -repliqué con deseo de complacerla, sacando el máximo partido de mi habitual candor.

Me dio la espalda, caminando hacia el otro lado de la habitación, hizo algo en su túnica, y descubrió ante mi asombro un deformado brazo lleno de cicatrices.

– ¿Te fijaste en mi caligrafía?

Asentí en silencio.

– Pues todavía hay más -dijo, y entreabrió su bata para dejarme ver brevemente las cicatrices y señales que cubrían su torso-. Y más.

Entonces se sacó la capucha y vi que la mitad de su cara estaba sesgada en una dolorosa mueca burlona.

– ¿Qué puedo decir? -murmuré-. ¿No estabas contenta antes de que te sucediesen estas calamidades?

– Sí, ¡claro! -replicó, componiendo su vestido-. Era feliz. El hombre a quien me abandonaste era un gentil amante. Solía visitarme tres veces por semana, entre las dos y las cuatro de la tarde, antes de ir a la mezquita. Estaba confinada en una pequeña habitación, y no podía hablar con nadie en la casa. Le tenía un miedo terrible. Pero por fin, cuando mi miedo cedió al placer, se cansó de mí y me vendió a un mercader que me llevó al desierto. Fue allí donde fui castigada tan visiblemente por mi falta de cooperación y de habilidad para vivir.

– Dime qué debo hacer -dije-. Ahora te toca a ti mandar y a mí obedecer.

– ¿Por qué? Haz conmigo lo que quieras -sollozó amargamente-. Recuerda sólo que soy tuya, para que tú dispongas de mí. Te advierto que seré algo difícil de manejar. Las mujeres son bastante durables, ya lo sabes.

– ¿Qué será lo justo? -dije como para mí mismo.

– ¿Justo? -exclamó-. ¡Nunca te había oído hablar así!

Le expliqué que quizás fuera la influencia de la joven que en ese momento era mi amiga, y que gentilmente, de un modo coaccionador, me estaba guiando hacia la normalidad.

– No creo que tú puedas hacer algo que sea justo -dijo-. Eso ya lo sé. Pero espero que hagas algo poético, maravilloso, mi Hippolyte. Sorpréndeme, confúndeme, revuelve mis sentidos.

La mirada seductora de sus ojos me alarmó y pensé en el rostro que me ocultaba.

– No puedo pensar tan rápidamente -dije al fin-. Dame cuarenta y ocho horas y te comunicaré mi decisión.

Intentó entretenerme para que me quedara, pero yo no la escuchaba.

– Acuérdate de mí -dijo tristemente, cuando ya me iba.

No volví a casa de Mónica, pues sabía que ella no sería de ninguna utilidad para mi problema. Regresé a mi apartamento y pasé aquella noche en vela; al mediodía siguiente busqué a Jean-Jacques en su café habitual.

– Tengo un problema -le dije.

– ¡Imposible! -respondió sarcásticamente-. No es posible que tú tengas problemas, Hippolyte. Todo lo que haces, crees que estás destinado a hacerlo, porque extraes los motivos de tus sueños.

– Ponte serio -respondí-. Supón que tienes un amigo…

– Un amigo -repitió de nuevo.

– ¡Escúchame! -dije exasperado-. Un amigo que tiene la posibilidad de vivir varias vidas. Consecutivamente quiero decir, no codo a codo, de día o de noche, como tú.

– Un amigo -repitió todavía.

– Y este amigo -proseguí, decidido a ignorar sus miradas- te pide que inaugures una nueva vida para él, porque has acabado con su vieja vida. ¿Lo harías? ¿O considerarías que ha muerto?

– Ten cuidado con Frau Anders -dijo Jean-Jacques-. Tendrás dificultades relacionándote con ella.

– ¿Es todo lo que tienes que decirme? -repliqué disgustado-. Deliberadamente, no mencioné su nombre. No porque deseara esconderte su identidad, sino porque deseaba que tú trataras mi problema seriamente, de un modo general.

– Te he dicho sólo aquello que tú no sabes, que es el único consejo que tiene valor.

– ¿Qué es lo que no sé?

– Que no te librarás de ella -exclamó.

Hubo un momento de silencio. Insistí:

– Alguien grita en mis sueños. Y le he dicho que a gritos nunca comprendo nada.

Naturalmente, aquel día no nos separamos como amigos. Supe que me encontraba verdaderamente solo ante este problema. Solo, a excepción del consejo de mis sueños. En esta ciudad, ¿qué vida podía vivir Frau Anders, con su cuerpo maltrecho y su pasado terminado? Sin embargo, no me sentía capaz de ordenarle que volviera con los árabes a sufrir más.