– Tu sonrisa -dije-. Si es que ya no te he ofendido.
– No, ¡por supuesto que no, mon vieux!
– Tu sonrisa y mi paz.
Sonrió nuevamente.
– Déjame que te diga una cosa -dije, un poco aturdido al recordar el incidente, pero animado por su seriedad-. Me has preguntado antes qué había hecho durante esta semana. Te lo diré. He estado asistiendo al campeonato nacional de ajedrez que se está jugando en el Palais de… Allí vi al mayor artista de nuestro país, un muchacho de dieciséis años. Su juego fue una revelación para mí. Juega tan implacablemente, que su juego parece -no, es- completamente mecánico y desprovisto de pensamiento. Mueve los peones sobre el tablero, el caballo salta al ataque, el alfil se cierra formando una garra, sus torres se mueven como tractores, la reina es una déspota sedienta de sangre.
– ¿Qué decidiste sobre tu despótica reina? -preguntó Jean-Jacques.
– No estoy hablando de Frau Anders -repliqué con frialdad-. No estoy hablando del deseo de justicia, sino del mecanismo de una jugada perfecta. Hablo del juego de un campeón.
Mi amigo permitió que su curiosidad fuera desplazada.
– Su juego te deslumbra porque tú no juegas al ajedrez tan bien como él -dijo Jean-Jacques.
– No -exclamé-. Esto no es lo importante, puesto que comprendo el secreto de su juego, aunque no pueda anticipar sus movimientos. El secreto de su juego está en que él es completamente destructor. Cada día fui a observarlo a él y sólo a él.
– Mañana iré contigo -dijo Jean-Jacques.
– No, mañana no voy a ir.
– ¿Por qué?
– Porque hoy me ha mirado. Cada día me sentaba en la tribuna de espectadores y observaba su rostro, pálido y relajado. Nunca mira hacia arriba, pero hoy lo hizo -y me miró directamente. Traté de mantener mi mirada para responder a la suya. Pero no pude. Su mirada era demasiado destructiva y, avergonzado, bajé mis ojos.
¿Qué leí en los ojos de aquel muchacho? Desprecio e indiferencia, perfecta atención, una energía que quemaba todas las palabras. Había encontrado a mi maestro en crímenes. Pero esto hubiera sido excesivamente difícil de explicar a Jean-Jacques, quien quería explicar mi fascinación por el jugador de ajedrez como un impulso de atracción sexual.
– No lo digas -pedí a Jean-Jacques secamente.
– No lo haré.
Estaba aturdido, porque era él quien ofrecía su mente para ser leída.
– ¿Estás seguro?
– Sí.
– ¿No era concupiscencia lo que sentías por este… campeón?
– No -dije-. La concupiscencia y el miedo son incompatibles. Sólo puedo desear lo que soy capaz de imaginar en mi poder, o por lo menos, imaginar poseible.
– ¿Sabes qué descubriste en tu jugador de ajedrez, Hippolyte? -Jean-Jacques se sentó echándose hacia atrás en su silla-. Otra alma opaca, o mejor dicho, un espejo de tu propia opacidad.
– Y ayer el espejo miró hacia atrás- musité sombríamente.
– Precisamente. Y esto va contra las reglas del juego.
Me miró un momento, como entendiendo algo que yo no le hubiera dicho. Fue una mirada larga e inquisidora, matizada de incredulidad. Entonces meneó la cabeza y me sonrió como antes.
– Pero vamos, estoy cooperando demasiado. No me necesitas para explicarte a ti mismo. Juguemos nosotros al ajedrez, o si no, podemos recoger a una chica para que te diviertas con ella, a menos que continúes fiel a aquella extraña señora, agitadora de tus espíritus. ¡Ya sé! ¿Has visto aquella divertida película norteamericana sobre el hombre-mono que están pasando en el boulevard? Debes verla.
Jean-Jacques se volvió de pronto tan infantil y alegre con sus pequeños proyectos de diversión, que no podía rechazarlo. Lo prefería como compañero de juego a como mentor, de modo que salimos a pasear durante una hora, durante la que Jean-Jacques se detuvo a cada instante para saludar a sus conocidos y divertirme, después, con brutales comentarios acerca de ellos, tan pronto se habían alejado. Finalmente, fuimos a ver la película.
Un día recibí una carta de mi padre, diciendo que su salud había disminuido y que le gustaría verme mientras estuviera en plena posesión de sus facultades. Me puse en camino hacia casa, inmediatamente, contento de haber hallado una excusa para dejar la ciudad. Había esperado la ocasión de huir, pero nadie me perseguía. Ser llamado a un lugar lejano me permitía desplegar cierta actividad. Me marché sin comunicárselo a mi portera, ni a Jean-Jacques ni a Mónica, para poder disfrutar con el parecido a un vuelo.
Era la primera vez que regresaba a casa, desde que partí para residir en la capital, diez años antes. Mi padre no estaba en cama, sino confinado en una silla de ruedas, sobre la que se movía por la casa aún muy enérgicamente. Advertí que su carácter había cambiado desde su jubilación forzosa. Lo recuerdo como un hombre robusto, jovial y decidido; ahora era quisquilloso y fácilmente irritable. Su enfermedad me conmovió y estuve de acuerdo en prolongar mi visita. Mi hermano, ocupado con las nuevas responsabilidades de dirigir personalmente la fábrica, estaba contento de no tener que pasar mucho tiempo con el viejo y rendirle continuas cuentas. Su esposa, Amélie, estaba exasperada con el cuidado del inválido y prefería ocuparse de los niños. Todos estuvieron encantados de entregarme su custodia.
Al principio, encontré tediosa la compañía del enfermo. Simpatizaba poco con su miedo a la muerte, y no comprendía cómo había llegado a tenerlo. Mis deberes eran simples. Durante varias horas diarias leía para él, con los límites de su gusto altamente especializado, ya que le gustaban únicamente las novelas cuya acción se desarrollaba en el futuro. Debo haberle leído una docena. Imagino que debían proporcionarle cierto sentido de inmortalidad y, al mismo tiempo, lo compensaban con sus extravagantes pronósticos: no sería mala cosa perderse el futuro que se describía en las novelas.
Un día, después de la comida, mientras le leía una novela sobre la vida en el siglo treinta, época donde, según el autor, las ciudades estarán construidas en cristal y la gente modelada como las plantas, por sacerdotes artesanos, me interrumpió.
– Muchacho -dijo, blandiendo el bastón que sostenía sobre las rodillas-, ¿qué te gustaría heredar de mí?
La pregunta resultaba penosa, no porque encontrara insoportable la idea de perder a mi padre, sino porque temía una derivación de la conversación hacia el tema de la muerte, que parecía inevitable.
– Si sigues dándome la ayuda que hasta ahora me has dado, padre -respondí-, estaré más que contento.
– Dispongo de algunas propiedades en la capital, ¿sabes? Casas.
No respondí.
Entonces me preguntó cómo utilizaba mis ingresos y de qué manera justificaba esta ayuda. Decidí no embellecer mi vida en la capital con un falso aparato de actividades y expliqué las modestas preocupaciones que llenaban mi vida.
– ¿Y mujeres? -dijo, azuzándome con su bastón.
– Hay una joven que ahora se niega a verme porque no quise asegurarle que íbamos a ser felices.
– Déjala.
– Ella me ha dejado a mí, padre.
– Entonces, recupérala cuando regreses a la ciudad, y después, déjala.
– No puedo, padre. No tengo malicia y traicionarla no me causaría satisfacción.
No respondió a mi argumento y me animó a seguir leyendo. Después de algunas páginas que explicaban cómo el dictador de Nueva Europa ordena que todos los niños comprendidos entre los doce y los catorce años sean tatuados y enviados a colonizar un continente abandonado, fui yo quien interrumpió el relato.
– Padre, ¿cuál es tu opinión sobre el asesinato?
– Depende de quién sea la víctima -dijo-. Yo no sé qué sería mejor, ser asesinado o, simplemente, que envejeciera, enfermara y muriera. Lo mejor sería ser asesinado cuando estuviera muriendo.