– ¡No me falles! -dijo llorando.
– Siempre te serviré y te honraré -repliqué.
Poco después, Frau Anders se trasladó a la casa. Cuando le hice la primera visita, parecía contenta. Mientras me reprochaba los gastos que hice al remodelar y amueblar la casa, pude observar que no estaba disgustada con mi extravagancia, ya que, como muchos ricos venidos a menos, pensaba que el capricho y el despilfarro eran ornamentos necesarios de la riqueza.
Puedes estar seguro, lector, que no olvidaba las restantes exigencias de Frau Anders. Traté de no pensar en ellas, pero gradualmente fui perdiendo aquel poder de alejamiento. No había regalo que pudiera ofrecerle para reparar las injurias que le había ocasionado, excepto ofrecerme yo mismo, lo cual, a pesar de lo mucho que deseaba llevar a cabo esta reparación, no quería. Las razones por las que ella me quería, no puedo decirlas. Pero sus objetivos eran inconfundibles, su persistencia -cada vez que iba a visitarla-, inquebrantable.
Por último, decidí que había una sola manera de poner fin a las embarazosas esperanzas de Frau Anders. Mi táctica era casarme lo antes posible. Creo que esta idea se me hubiera ocurrido aun sin la urgencia a que Frau Anders me inducía, ya que amueblar una casa -incluso para una mujer que presumí viviría sola- me hizo pensar en aquellos que habitualmente las ocupan: las familias, el santificado orden de las relaciones domésticas. Pensé también en mi hermano, a quien siempre había respetado por haberse casado rápida y decididamente. Mucha gente permanece soltera esperando la pareja idónea. Pero yo permanecía soltero por apatía. Decidí esforzarme y contraer matrimonio.
Mientras buscaba alguien con quien hacerlo, traté de eliminar de mi mente cualquier idea preconcebida acerca de la persona que pudiera llegar a gustarme, tanto en lo concerniente a edad, como a estado, o apariencia personal. No me importaría si era mayor o menor que yo; si fea o hermosa, de acuerdo con los standards oficiales; si virgen o dos veces viuda; si prostituta o aristócrata, patrona o dependienta. El único requisito era que la mujer con quien me casara debería provocarme una emoción fuerte y positiva, y que yo debería despertarle un sentimiento similar.
¿Cómo reconocer ese sentimiento? Ya que no quería perder tiempo eligiendo mujer, era importante que tuviera alguna noción de lo que debería experimentar al verla. En otras palabras, debía decidir previamente qué sentimientos serían suficientes en el primer encuentro para indicar que aquella mujer merecía ser considerada como esposa. Revisé los distintos sentimientos que había experimentado con mujeres, y decidí que la atracción sexual no era la decisiva, pues me había sentido atraído sexualmente hacia muchas mujeres. Por la misma razón, descarté el atractivo intelectuaclass="underline" me habían atraído varias mujeres, a lo largo de la vida, por su arte en la conversación y en la discusión, la última, muy especialmente, Lucrecia, la hija de Frau Anders. El sentimiento que buscaba debería ser uno que no hubiera experimentado nunca, y esto era completamente lógico, ya que antes nunca había pensado en casarme.
Con este propósito, renové mis relaciones con varias compañeras de mis días de estudiante, con la esperanza de que tuvieran hermanas dignas de elección. Entretanto, me pareció muy interesante conocer los éxitos y fracasos de mis ambiciosos compañeros de hacía diez años, y no pude encontrar en estos círculos ninguna mujer que despertara el mágico sentimiento que estaba esperando. Al mismo tiempo, no quise desatender a la hija del carnicero de la esquina, a la sobrina del portero, a cada una de mis vecinas solteras, por muy ásperas que fueran sus voces. Pero en todos estos encuentros, no sentí nada que se diferenciara especialmente.
Después de varios meses, empecé a temer que, procediendo sobre estas bases, no iba a encontrar una esposa. Desanimado, empecé a deslizarme de nuevo hacia mis hábitos insociables de licenciado. Había abandonado casi este ambicioso proyecto, cuando, una noche, algo sucedió que aceleró mi búsqueda. Había pasado la tarde con una antigua compañera de colegio; algo desinteresado, continuaba mi búsqueda, porque esta amiga tenía una prima divorciada. Subí las escaleras meditabundo, pensando en lo difícil que resultaba hacer una cosa, cuando vi una oscura figura, una mujer con una bufanda negra cubriendo su cabeza, sentada en la esterilla que había delante de mi puerta. Sólo una mujer podía ser tan silenciosa, tan persistente; de modo que me dirigí a ella por su nombre.
– Sí, soy yo -replicó Frau Anders-. ¿Puedo visitarte en tu casa?
– No hay nada, aquí -dije, mientras abría la puerta invitándola a pasar.
– Tengo un proyecto para ti. No, para nosotros. Resolverá el problema que te planteé el año pasado, cuando regresé a la ciudad, el problema que tú me resolviste de aquella manera tan ruda y desafortunada.
– ¿Tu asesinato? -pregunté.
– Sí. Mi querido Hippolyte, te has demostrado a ti mismo como un inepto para el crimen. Tus talentos no son adecuados ni para esclavizar ni para asesinar.
Asentí con la cabeza. Es suficientemente malo ser acusado por la propia conciencia, pero imaginen lo desairado que resulta ser disculpado por la frustrada víctima.
– ¿Para qué crees que sirvo? -le pregunté.
– Puedes servir para marido.
– Oh, querida mía -repliqué tristemente-, es extraño que tú me hables de esto. Desde que construí aquella casa para ti, mis pensamientos se dirigen fuertemente a la vida doméstica. Pero a juzgar por los resultados de mis intentos de encontrar una esposa, creo que tendré menos éxito como marido que como negrero o asesino.
– ¿Qué sucedió con aquella buena chica a quien veías cuando regresé?
– Se casó.
– ¿Y las otras que has considerado?
– No siento nada.
– Bien -dijo-. Tengo una candidata para ti, una mujer mayor que tú, en condiciones físicas algo deterioradas. Pero, dejando aparte estos pormenores, ella está dispuesta hacia ti por lazos de larga amistad, por alguna aventura espiritual y por un tenaz afecto.
– ¡Mi querida amiga!
– ¿Qué obstáculos podrían impedir nuestra feliz unión? -continuó-. Mi marido se ha vuelto a casar. Mi hija no se preocupa en absoluto por mí, ni pienso aparecer a su lado para perturbar su búsqueda de la felicidad, con mi ruinoso aspecto y mis aspiraciones insaciables.
– Mi querida amiga -dije con mayor firmeza-, lo que propones está enteramente fuera de lugar. Los dos nos conocemos demasiado bien. Ninguno podría proporcionar felicidad al otro.
– Yo pensaba que… -murmuró.
– Lo sé, lo sé. Pero sólo puedo ser quien soy.
Llevé a Frau Anders a su casa en taxi. Estaba contento porque el tema se había discutido abiertamente y porque fui claro con ella. Pero tenía razones para suponer que Frau Anders no cedería tan fácilmente. Redoblé mis esfuerzos de sociabilidad y casi nunca estaba en casa.
Una semana después, tenía que pasar las primeras horas de la noche con mi antigua amiga, había estado en otra recepción inútil y llegué a casa sintiéndome desanimado. Frau Anders vino a la puerta. Tenía un aspecto mucho mejor, más saludable, y se lo dije. No respondió a mis gentilezas, y me precedió en silencio por la casa. Supuse que algo me ocultaba, cuando no se dirigió al salón, donde generalmente nos sentábamos, sino que me condujo escaleras arriba, hacia la habitación de las pinturas, herramientas y juegos que yo había proyectado para la expresión de ciertas emociones.
– Será mejor que no entre aquí esta noche -dije-. Estoy cansado, he tenido un día agotador.
– Pues será mejor que entres -contestó-. Tengo una gran emoción que expresarte, e intento expresarla con los medios que tú me has proporcionado. ¿Tienes derecho a negarme esto?
– No -murmuré-. Sólo el deseo.
– Es insuficiente -dijo-. Pasa.
Entramos en la habitación que aparentaba haber sido muy utilizada. Advertí un signo ominoso: mi fotografía yacía en pedazos por el suelo.