– Bien -dijo, sentándose en un columpio que colgaba del techo. Empezó a balancearse en él-. Quiero decirte que te odio. Has destrozado mi vida, igual que una niña traviesa tira un reloj al suelo y no puede repararlo.
¿Qué podía responder a estas palabras? Aguardé un momento.
– Repárame -dijo imperiosamente. Como no me moviera, repitió su orden. Tenía que hacer algo, de modo que fui a la mesa de las herramientas y tomé un martillo, una sierra y clavos, y avancé hacia ella. Pero no me podía acercar lo suficiente por temor a que me hiriera con el columpio o con sus pies, que repetidamente acercaba y apartaba de mi cara.
– Así no -rió, mientras pasaba velozmente junto a mi rostro.
Entonces detuvo el columpio y quedó de pie. -Así. Pon tus brazos alrededor de mí. Me rodeó con sus brazos. Yo solté la sierra estrepitosamente, pero seguía sosteniendo en mi mano izquierda el martillo.
– Suelta el martillo -me dijo. Obedecí, no sé si por miedo o por indiferencia. Entonces ella apartó su velo y susurró. -Bésame.
No supe qué fuerzas me dominaron entonces. Era víctima de un furor erótico como nunca había experimentado. La habitación se desvanecía ante mis ojos. Aferré el vestido de Frau Anders. Parecía haber tantas capas de ropas que casi pensé que no iba a encontrar ningún cuerpo debajo de ellas. Una tras otra fui arrancando túnica tras túnica y arrojé al suelo todo su ropaje, hasta dejarla desnuda y más apetecible a mis ojos que nunca.
– La casa te ha curado -exclamé, ilusionado. No era sólo su cara, cuya notable recuperación ya había observado, y que no se debía a los efectos de la casa, ni a mí. Su cuerpo, como en aquel momento lo veía, estaba intacto, sin señal alguna. El mismo suave cuerpo que había conocido antes, antes de que nos separaran mis inexplicables crímenes. Creí recordar que ella había dicho algo acerca del maquillaje, cosméticos, como un truco para ganar mi consuelo. ¿Es posible? Desde luego, yo no estaba en mis cabales, y recuerdo que me volví extremadamente incoherente. «Mi caballo», la llamé acariciando sus muslos. «Mi caballito cojo.» La llamé mi cisne, mi reina, mi ángel, la musa de mis sueños. En un momento, escapó de mis brazos -rodábamos y nos estrechábamos en el suelo- y corrió hacia el pasillo. La seguí, llamándola «mi reina» y «eterna moradora de mi corazón», y la vi desaparecer en la habitación que yo había pensado y dispuesto para entretenimientos sexuales. Me lancé sobre la puerta y la encontré cerrada.
– Cásate conmigo -dijo desde el interior, riendo.
Golpeé la puerta con furia.
– Estoy en la bañera, Hippolyte. Esperándote -decía.
Golpeé la puerta con mayor violencia y le grité que abriera.
– No -exclamó-. Estoy en la pared, ¿recuerdas tus sueños? Tengo las muñecas encadenadas y el metrónomo marca el ritmo de mi deseo por ti.
– No puedo -gemí-. No puedo casarme contigo, reina mía.
– En la capilla -respondió-. Puedes casarte conmigo en la capilla, abajo, en el hall.
Yo había olvidado la capilla. ¿Por qué instalé una capilla?
– No tenemos aquí ningún cura -protesté.
Hubo un silencio. Apoyé la cabeza contra la pared; los ojos se me llenaron de lágrimas de rabia y frustración. Entonces ella abrió la puerta y salió.
– ¿ Estás preparado, querido? -dijo dulcemente.
Asentí, atontado. Apareció vistiendo un albornoz blanco, y tomó mi brazo. Fuimos hasta la capilla y nos arrodillamos ante el altar. Pronunció algunas palabras para sí misma y después me dijo:
– Ante los ojos de Dios, tú has sido siempre mío. Desde la primera vez que te vi, un tímido estudiante con la cabeza llena de libros y de sueños…
– Los sueños vinieron después -interrumpí. -Oh, aquellos sueños. ¿Pero no empezaron después de conocerme y desearme? -preguntó triunfalmente. -No -respondí-, los sueños no tienen nada que ver contigo. Nunca debí haberte hablado de ellos.
El recuerdo de mis sueños me reanimó, y creí que me devolvían la confianza en mí. ¿Qué estaba haciendo con esta mujer insaciable, arrodillada en el suelo ante un altar? Temí que sus sufrimientos hubieran dañado su mente. Cierto, sólo unos momentos antes, me habían afectado a mí, cuando sentía la ilusión de desearla.
– Debes perdonarme -dije, mientras me levantaba-. No puedo casarme contigo. Te lo he dicho ya antes. Estoy decidido a casarme con otra persona, cualquiera que sea.
– Pero yo te he esperado siempre -sollozó-. La casa y yo estamos esperando. Tú nos has hecho como somos. Sin ti estamos vacías.
– No, no -grité, alejándome-. Debes estar en paz. No debes perseguirme más. No puedo ayudarte.
– No te vayas -dijo.
Era extraño que no hubiera pensado hasta entonces en irme, que no me hubiera considerado capaz de hacerlo. En aquel momento, me di cuenta de que podía marcharme, de que era libre, libre para moverme, siempre y cuando reconociera ante mí mismo que estaba huyendo.
¿Sólo nos movemos cuando alguien nos persigue? ¿Todo movimiento es una huida? Cuando abandoné la casa que había regalado a Frau Anders, y a la enojada mujer que permanecía dentro, me pareció que antes nunca había corrido, que nunca en mi vida, hasta ese momento, había dado un paseo.
CAPÍTULO XII
Temiendo que Frau Anders pudiera seguirme a mi apartamento, alquilé una habitación en un hotel de otro barrio de la ciudad, donde viví una semana. Por fin huía como consecuencia del asesinato, aunque no me perseguía la policía, sino mi víctima. Y ella no quería matarme en venganza, sino casarse conmigo. Por supuesto, una de las soluciones a mi problema era matarla nuevamente, esta vez con éxito. Pero preferí continuar con la solución que ya había escogido, o sea, casarme con otra mujer.
Tenía que seleccionar los medios, pues sobre la base de mis últimos esfuerzos, temía no encontrar nunca una esposa. Es difícil hacer una elección sin modelos. Pero ahora era muy urgente la búsqueda de una esposa, tenía la urgencia del terror, y en mi ayuda vino una visita: no el golpe en la puerta que anunciaba la temida visita de Frau Anders, sino la silenciosa visita, durante una siesta, de un sueño terrorífico, pero afortunado.
Me encontraba en el lujoso salón de baile privado de un chậteau, una habitación nunca vista, aunque en el sueño sabía exactamente dónde estaba y no sentía estupor alguno al encontrarme allí. Era una habitación muy grande, decorada con cortinas de terciopelo, candelabros de cristal, sillas doradas, retratos antiguos y un gran espejo.
Lo primero que recuerdo es que estaba en el centro de la habitación, con mis ojos fuertemente cerrados, tratando de recordar un nombre que había olvidado. Fuera el que fuera, como no podía recordarlo, relajé los esfuerzos de concentración y abrí mis ojos. Pensé que la manera más elocuente de abrirlos, sería ir hasta el espejo y mirarme. Así lo hice, y allí vi mi propio reflejo, que comencé a estudiar como si se tratara de un retrato cuya autenticidad debía examinar. Por momentos era un retrato mío y no un espejo. Y cuando era un espejo, su sustancia se alteraba continuamente. A veces era cristal otras parecía metal bruñido, después, madera plateada. Además, había algo raro en mi reflejo ya que, siendo sin duda mío, era, por algún detalle que no podía precisar, totalmente extraño.
Se me ocurrió entonces cómo determinar si se trataba realmente de un espejo y mi propio reflejo. Me quitaría el smoking que llevaba puesto. Pensé que la superficie no podría reflejar mi cuerpo desnudo si no era un verdadero espejo, y además sería capaz de identificarme a mí mismo con certeza, si estaba desnudo, así resolvía ambos problemas. Me desvestí, coloqué mis ropas en una silla cercana al espejo. Pero cuando me vi a mí mismo, desnudo, todavía me sentí confundido. «Este es tu único cuerpo», dije en voz alta a mí mismo. Había alguien más junto al espejo. Un criado con librea. Estaba detrás del espejo, lustrando el marco. Aunque sabía que podía verme, no sentí ningún escrúpulo por mi desnudez. Sin embargo, por haber hablado en voz alta, creí que le debía una explicación.