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La verbosidad del sueño, que Jean-Jacques me había señalado, le daba un carácter enteramente diferente a la idea que yo tenía de los sueños. Muchos sueños muestran. El mío hablaba.

Mi vanidad no estaba herida porque el sueño, profiriendo voces de mando, me mostró a mí mismo sin fuerzas ni orgullo. Sabía que el sueño era voluntario, porque yo lo había imaginado, e involuntario por la posición que me fue ordenado asumir, sin querer ni comprenderlo.

Trabajé sobre mi sueño.

Una vez, durante uno de mis viajes, estando en un pueblo montañoso, había observado a una mujer en un parto difícil. Uno se preguntaba cómo había hecho el amor para llegar hasta ella. Ella estaba obviamente sorprendida de que por algún acto propio hubiera podido causarse un dolor tan grande. Rechazaba cualquier ayuda -es decir, no lograba entender lo que sus parientes, vecinos y la misma comadrona querían de ella cuando trataban de ayudarla. Estaba hundida en sí misma.

Su marido se acercó a la cama metálica y trató de tomar su mano. No la rechazó. Pero sus sentidos estaban vueltos hacia sí misma; sólo los nervios interiores de su piel funcionaban. Estaba sola en la abultada concha de sí misma.

Hubo un período posterior a mi primer sueño en el que sentía lo que he descrito acerca de esta mujer: pesadez, encierro. No sabía cómo liberarme. La interpretación era mi cesárea y Jean-Jacques mi complaciente partera. La mayor parte de este tiempo estuve tranquilo. No sentía dolor. El sueño no fue una pesadilla. Sin embargo, este sueño me cambió. Las investigaciones acerca del mundo y sus opiniones se deshicieron, cuando volví a investigarlo.

La mujer que había sufrido en el parto había cometido ya un acto extremo: había dormido con su marido y concebido un niño. El dolor que ahora sufría era sólo el resultado lógico de aquel acto. Pero yo parecía cosechar sin haber sembrado nada. Este sueño no fue querido. Se engendró por sí mismo.

Este sueño fue mi primer acto inmoderado.

CAPITULO III

Es difícil explicar lo que ocurrió en los meses siguientes. Durante mucho tiempo, no pasó una sola noche sin que se me presentara alguna variación sobre el sueño original. A veces, la mujer se rendía a mi abrazo. A veces, era yo quien tocaba la flauta y golpeaba al bañista. A veces, la mujer me dejaba ir con la condición de que llevara conmigo las cadenas. A veces, yo no bailaba para ella. A veces, la mujer permanecía con el bañista y se abrazaban ante mis ojos culpables. Pero siempre, al final del sueño, yo lloraba; y siempre despertaba con un superficial impulso de júbilo que guiaba mi jornada entera. No hice grandes adelantos en mis meditaciones matinales sobre el sueño. Estas generosas variaciones sobre el guión original llegaron a dificultar mis tareas de interpretación. Ya no sabía si era amo o esclavo en mis sueños. Se me ofrecía más de lo que yo podía entender.

El sueño de mi encarcelamiento en las dos habitaciones limitó mi vida, de modo que cada vez pensaba más y sabía menos. Así, cuando mi padre visitó nuevamente la ciudad, olvidé por unos días ir a verlo. No me quejo de esta obsesión del sueño: afortunada la mente que tiene algo más en que ocuparse que sus propios disgustos. Pero la mente necesita la ocasional recompensa del entendimiento. Estaba exhausto por mis inútiles esfuerzos dirigidos a la comprensión del sueño, y pensaba si sabría cómo actuar una vez que lo hubiera entendido. Finalmente, tomé en serio el consejo de Jean-Jacques y pensé menos en la interpretación del sueño, y más en lo que debería hacer con él. Dado que el sueño me asaltó, sería yo ahora quien lo asaltara. Consideré los ejercicios y prohibiciones ordenados en el sueño. Me compré un traje de baño negro y una flauta que pinté de color cobre. Paseé descalzo por la habitación. Aprendí el tango y el fox-trot. Conquisté la simpatía de varias mujeres renuentes.

El puente que construí entre mi sueño y mis ocupaciones diarias fue mi primer ensayo de una vida interior. No me sorprendió descubrir que las exigencias de una vida interior modifican las actitudes ante el mundo y, particularmente, hacia las otras personas. La pequeña galería de personajes de mi sueño ocuparon un lugar entre mis parientes y amigos. Eran quizás más parecidos a los miembros de mi familia, a los que ya no veía pero cuya imagen conservaba todavía en mi cabeza, que mis amigos de la ciudad. (Porque, ¿no es cierto que los personajes del pasado tienen un status similar al de los personajes de los sueños de cada uno? Su existencia se confirma con sólo remitirnos a nuestra memoria, o consultando un álbum de fotos, repasando viejas cartas. Estas narraciones autobiográficas cumplen la función de un álbum fotográfico o de una colección de cartas: he releído ya lo que llevo escrito y, sólo cuando confirmo por la memoria que he soñado estos sueños, reconozco lo escrito como perteneciente a mi pasado.) Pero hasta la gente que he conocido, adquiere ahora otro aspecto. Se han superpuesto a los personajes de mi sueño, o superpuse el hombre del bañador negro o la mujer del vestido blanco sobre la imagen de los primeros.

Entonces, un fin de semana en casa de Frau Anders, el director, que venía regularmente a visitar a la hija de los Anders, me invitó a pasar quince días con él en la ciudad donde tenía su puesto en la orquesta municipal. Acepté la invitación porque se me ocurrió que un cambio -no había salido de la capital desde hacía meses- podía proporcionarme el estímulo que coronara mis esfuerzos de identificación y hasta disipara el sueño. Después supe que el Maestro había formulado su invitación a requerimiento de Frau Anders. Ella estaba preocupada por mi estado de ánimo reflexivo (que ella creía de carácter melancólico). No había podido ocultar mi ánimo en mis últimas visitas, que se manifestaba por la creciente abstinencia de la lisonja desvergonzada con que, durante todo tiempo, era necesario tratarla.

Fuimos en tren. Al llegar a su casa, el ama de llaves me mostró mi habitación; después sirvió el té, y el Maestro, tras las más elegantes apologías, se marchó a su ensayo, al que, creo, esperaba que yo le pidiese permiso para asistir.

Pasé la tarde escuchando discos, siguiendo las partituras. A pesar de que no tengo la facilidad que permite seguir con el oído interno la orquestación de las partituras, bastó para entretenerme y no me aburrí.

Me dormí temprano y fui recompensado con un nuevo sueño.

Soñé que estaba en la transitada calle de una ciudad, corriendo hacia una cita. Estaba ansioso por llegar puntualmente, pero no sabía el lugar exacto de mi cita. A pesar de todo, no estaba desanimado: pensé que si continuaba con suficiente energía y muestras de seguridad, reconocería el lugar al que debía dirigirme. Entonces apareció un hombre y, educadamente, lo interrogué acerca de las direcciones.

– Sígame -dijo.

La voz era familiar. Me volví para observar a mi compañero y reconocí al flautista del bañador negro de mi primer sueño. Exasperado, lo golpeé con algo que me pareció su flauta. Gimió hasta caer, rodando escaleras abajo hacia el acceso del metro. Recordé entonces que cojeaba y me arrepentí de mi furor, ya que no podía alegar esta vez que me hubiera amenazado o intentado hacerme algún daño.

Temeroso de que él apareciera blandiendo con odio su flauta y me persiguiera, yo eché a correr. Al principio tuve que esforzarme, pero pronto la carrera se me hizo más fácil. Mi pánico disminuyó, ya que parecía que alguien me estuviera ayudando. Corría sobre un gran disco negro que giraba con mayor velocidad de la que yo podía alcanzar, de modo que iba quedando cada vez más atrás. Sentí cómo mi pelo se endurecía y pesaba sobre mi cráneo. Salté fuera del disco y me encontré otra vez en la calle. Al principio estaba completamente aturdido. Después me fui calmando. Debía hallarme, en aquel momento, en la semi-conciencia del estado de sueño, común a todos los sueños, que inspira una complaciente pasividad ante los hechos. Mientras permanecía en la calle buscando una dirección que había olvidado, me vi a mí mismo muy claramente, distante del hilo conductor del sueño, a salvo en mi destino.