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En algún punto del sueño compré cigarrillos. Recuerdo que la marca que pedí era «Cigarrillos Face», y que la propietaria del tabac me dijo que sólo tenía «Cigarrillos Musicales». Le aseguré que también éstos me satisfacen, y pagué con unas cálidas monedas poco corrientes que tenía en mi bolsillo.

Entonces llegué a alguna parte, un gran estudio donde se realizaba una divertida fiesta. El suelo de baldosas rojas estaba lleno de colillas todavía humeantes. Pisé con mucho cuidado por temor a quemarme. Iba descalzo.

La anfitriona era Frau Anders, sentada en un taburete, apoyando sus codos en una mesa de dibujo inclinada. Observaba desde lejos la fiesta, y no parecía preocupada porque algunos de sus invitados estuvieran rompiendo vasos y otros garabateando las paredes con lápices de labios y trozos de carbón. No me vio llegar y evité caer bajo su mirada, porque estaba en deuda con ella y temí que viniera a mi encuentro pidiéndome que le pagase. Alguien propuso un juego, y yo acepté con la idea de que al integrarme a él me mostraría a mí mismo cooperador, de buen carácter, y al mismo tiempo pasaría más fácilmente inadvertido.

Entendí que íbamos a jugar a charadas. Pero todo lo que se nos pidió fue doblarnos por la cintura y tocar el suelo con las manos, «haciendo una U invertida», tal como dijo el que dirigía el juego. Vagos pensamientos indecentes pasaron por mi mente -llevándome a un definido estado de excitación sexual-, pero no podía encontrar motivos para un rubor justificado, ya que a mi alrededor todos los invitados habían asumido ya aquella difícil postura y conversaban alegremente entre sí a través de sus piernas.

Se escuchaba un concierto en la habitación contigua, e hice algún comentario sobre este hecho a mi vecino de juego, el bailarín negro. Mientras yo estaba hablando, empezó a extenderse y doblarse hasta quedar inclinado sobre el suelo. Cerró sus ojos y suspiró. Otros, junto a mí, hacían lo mismo, inclinándose hacia el suelo, rozándose y superponiendo los cuerpos, todos suspirando; parecían completamente felices, y yo mismo me sentí de pronto tranquilo y feliz. Un sentimiento de gran levedad mantenía mi cuerpo sobre el de los demás.

«Hippolyte puede mantener esta posición largo tiempo», oí decir a Frau Anders. «Hippolyte ha ganado el juego.» Su voz interrumpió la tranquilidad de mi ánimo, y por un momento quedé aturdido. No entendía por qué, en un juego tan apacible, era necesario proclamar un vencedor. Esa me parecía precisamente la gracia del juego, que no hubiese reglas ni victorias. Pero, después de todo, si se trataba de un juego debía haber un final, pensé entonces, y me agradó comprobar que, de alguna manera, me había mantenido a la altura de este misterioso y fascinante juego, que había ganado inadvertidamente y sin esforzarme. Experimenté tal sensación de amor por mis compañeros postrados en el suelo, que no me sentí embarazado por mi victoria y su derrota, y no temí que ellos pensaran que mi triunfo era inmerecido. Sentí con gran claridad que todos ellos deseaban que yo ganase, o por lo menos -ya que sus ojos estaban cerrados y no podían comprobar la exactitud del anuncio de Frau Anders-que deseaban estar donde estaban. Su molesta posición sobre el suelo era tan apta y aceptada por ellos como lo era para mí la posición de mi cuerpo, flotando sobre los suyos.

Naturalmente, con mi actitud había atraído la atención de Frau Anders, a pesar de mis esfuerzos por evitarla. Pero ahora sabía que estaría orgullosa de mí. Y en efecto: pasó un brazo por debajo de mi estómago y me puso en pie, conduciéndome a un diván y allí se sentó sobre mis rodillas.

– Frau Anders -dije, agazapado en el espacio que dejaban sus pesados senos-. Frau Anders, yo te amo.

Ella me abrazó con fuerza.

– Deja que rían cuanto quieran -exclamé, cada vez más entusiasmado-. Yo no soy como los demás, como estos tipos que aceptan tu hospitalidad por la gente importante que pueden conocer en tu casa. Yo no soy ambicioso. No me preocupa tu dinero, porque soy rico. No tocaré a tu hija, porque te tengo a ti. Ven conmigo.

Se aferró a mi cuello con más fuerza.

– Di que me amarás siempre -exigí, y la obligué a mirarme a los ojos-. Dime que harás todo lo que yo quiera.

– Ahora -susurró.

– Pero no delante de todo el mundo -repliqué.

Apenas podía creer que hubiera conquistado con tal rapidez a una mujer tan segura de sí misma, o que ella fuera tan poco consciente de sus deberes de anfitriona.

Ella señaló hacia la mesa de dibujo. Atravesamos la estancia de puntillas. Se recostó, apoyando su espalda sobre la mesa de dibujo. Por un momento quedé paralizado por esta embarazosa situación. «Dibújame», dijo suavemente, acercando mi cabeza a la suya. Entonces me recuperé y le dije que lo que me pedía no podía hacerse allí. Le propuse ir a mi habitación. Sólo tenía que encontrar mis zapatos.

Nos arrastramos y empezamos a buscarlos entre los cuerpos de los invitados. No los encontramos. Entonces lamenté no haber impuesto ninguna condición a aquel feliz encuentro sexual, que sólo un momento antes había sido tan inminente, y empecé a buscar mis zapatos con menos interés, como si de esta manera pudiera abandonar nuestro encuentro, sin necesidad de rehusarlo. Ahora era Frau Anders quien insistía, arrastrándose por el suelo, para encontrarlos.

– Mira -me dijo-. He encontrado un pelo tuyo.

En su mano derecha sostenía una muestra de mi pelo negro, terso y brillante. Le pedí que no se distrajera con esto.

– Y aquí hay más -dijo elevando la voz, mientras mostraba una hebra mayor aún. De nuevo le pedí que no se preocupara por mi pelo. Además, yo no creía que fuera mío. Me toqué la cabeza. Todo parecía perfectamente normal. Pero cuando me dijo que no podía ser de ningún otro de los invitados, porque nadie tenía un pelo tan negro como el mío, pensé que tal vez ella estaba en lo cierto. Y, cómo insistió en que no quería tener estos residuos en el suelo, tuve que ayudarla. Todavía arrastrándonos por el centro de la habitación, recogimos un pequeño montón de pelo, sin que ella dejara de hacer comentarios sobre su negrura y su cantidad, de tal manera que traslucía un inconfundible tono de disgusto.

– Lo has echado todo a perder -grité, sintiendo que mis mejillas enrojecían de vergüenza.

Decidí no permanecer en aquel lugar ni un minuto más: me puse en pie, corrí hacia la puerta, y desperté.

Cuando desperté de mi sueño la habitación estaba aún a oscuras y el negro cielo que veía a través de mi ventana apenas empezaba a purpurear. Pese a eso me vestí y bajé la escalera hasta el estudio del director de orquesta. Se veía luz por debajo de la puerta. Alentado por las extrañas liberaciones que había vivido en mi sueño, golpeé la puerta sin titubear, y encontré al Maestro delante de su mesa de trabajo.

– Entra, Hippolyte -dijo cordialmente, sacándose las gafas-. No estoy trabajando, sólo escribo una carta, ya que no puedo dormir.

– Tal vez el ensayo lo ha excitado -aventuré educadamente.

Ignoró mi comentario y dijo:

– Hippolyte, ¿me darías tu opinión como amigo y como hombre joven? ¿Crees que una gran diferencia de edad entre dos personas que se aman es importante? Tú sin duda conoces -continuó- mi afecto por Lucrecia Anders y puedes haber adivinado, si eres tan sensible como creo, que es a ella a quien estoy escribiendo.

Supe que tenía el consentimiento del Maestro para guardar un largo silencio antes de darle mi respuesta, y que cualquiera, por inteligente que fuera, expuesta precipitadamente, le hubiera resultado ofensiva. Reflexioné un momento, pensando qué responderle.

– Bien, Maestro, he tenido un sueño -dije finalmente-. Aprendo mucho en mis sueños y en éste vi que la atracción y la repulsión existen entre la juventud y la madurez. Si una persona madura insiste demasiado desvergonzadamente, la joven se siente repelida. La juventud debe galantear, la madurez consentir.