Выбрать главу

Durante este período de mi juventud, en los años inmediatamente posteriores a mi alejamiento de la universidad, aproveché la oportunidad para viajar fuera de mi país y observar las maneras de otras gentes y clases sociales. Encontré que esto era más instructivo que el aprendizaje erudito de la universidad y de la biblioteca. Quizás porque nunca me ausenté de mi país por más de unos meses, mis viajes no me desmoralizaron. Observar la variedad de creencias en diferentes países no me llevó a la conclusión de que no existe lo verdadero y lo falso, sino tan sólo falibles opiniones humanas. Sin embargo, muchos hombres están en desacuerdo sobre lo que está prohibido y lo que está permitido, todo el mundo aspira al orden y a la verdad. La verdad necesita de la disciplina de la costumbre para poder actuar. No niego que la costumbre es generalmente estrecha de miras y poco generosa, pero uno no tiene derecho a ser ultrajado cuando, en defensa propia, martiriza a los partidarios de actos extremos. Cualquier disciplina, hasta la de costumbres más mojigatas, es mejor que ninguna.

Mientras estaba ocupado con mis iniciales investigaciones sobre lo que vagamente creía «la certeza», me sentí obligado a reconsiderar todas las opiniones que se me presentaban. Consecuentemente, me sentí desligado de todo. Esta apertura intelectual provocó ciertos problemas, tales como el modo en que conduciría mi vida en adelante; mientras analizaba el contenido no quería perder la forma. Redacté, para el transcurso de este período de investigación, las siguientes máximas provisionales de conducta y actitud:

1.- No satisfacerme con buenas intenciones, mías o ajenas.

2.- No desear para los demás aquello que no se deseen para sí mismos.

3.- No despreciar el consejo de los demás.

4.- No temer la desaprobación, pero observar, en tanto sea aconsejable, las leyes del tacto y la discreción.

5.- No valorar las posesiones ni ser distraído por la ambición.

6.- No hacer propaganda de mí mismo ni exigir nada de los demás.

7.- No desear una larga vida.

Estos principios nunca fueron difíciles de seguir, ya que correspondían a mi propia disposición. Felizmente puedo proclamar haberlos observado todos, incluyendo el último. Aunque he tenido una larga vida, nunca he hecho nada para conseguirlo (debo decir, para dar al lector una correcta perspectiva, que tengo ahora sesenta y un años), y esta vida, debo añadir también, no la explico porque crea que sea ejemplar para nadie. Es solamente para mí; el camino que he seguido y la certidumbre que he hallado no creo que se adecuaran a nadie más que a mí.

La metáfora tradicional para la investigación espiritual es la del viaje. De esta imagen debo desprenderme. No me considero a mí mismo un viajero, he preferido permanecer quieto. Me describiría a mí mismo como un bloque de mármol, aceptable aunque toscamente labrado en su exterior, en cuyo interior alberga no obstante una hermosa estatua. Cuando se labra el mármol, la estatua liberada puede ser muy pequeña. Pero cualquiera que sea su tamaño, es mejor no ponerla en peligro moviendo el bloque de mármol con demasiada frecuencia.

Para el esfuerzo de labrar continuamente el mármol que me contenía, ninguna experiencia, ninguna preocupación era demasiado pequeña. No encontré nada despreciable. Tomemos por ejemplo el grupo de personas recogidas por Frau Anders. Hubiese sido fácil despreciarlas por vanidosas y frívolas. Pero cada una tenía una perspectiva en la vida de algún interés, y algo que enseñarme -los más satisfactorios vínculos para la amistad. A veces deseé que Frau Anders no estuviera sólo preocupada por complacer y ser complacida. Podría haberse constituido en el contrapeso de la búsqueda de sus invitados de sus propias individualidades. Entonces, en lugar de envolver a nuestra anfitriona con atenciones y cumplidos, habríamos podido espiarla. Ella nos hubiera podido pedir que actuásemos y que creásemos en su honor, a lo que todos nos hubiéramos negado. Nos hubiera podido prohibir hacer cosas como escribir novelas o enamorarnos, y gracias a estas prohibiciones habríamos podido desobedecer sus órdenes. Pero los buenos modales me impedían indagar sobre esta mujer más allá de lo que ella era capaz de dar. Era suficiente que la sociedad que encontré en su casa me divirtiera, aun sin despertarme grandes esperanzas.

Para demostrar mi amistosa conducta como miembro de esta sociedad, expongo la siguiente anécdota: Un día, Frau Anders me preguntó si la falta de preocupaciones económicas en mi vida no abría oportunidades al aburrimiento. Le repliqué, sinceramente, que no. Entonces comprendí que aquella rica y todavía hermosa mujer no me estaba haciendo una pregunta, sino diciéndome algo, exactamente que ella estaba aburrida. Pero yo no acepté su discreta queja. Le expliqué que ella no estaba aburrida; que era, o pretendía ser, infeliz. Este pequeño comentario, levantó instantáneamente su ánimo, y me complació observar, durante mis siguientes visitas a su casa, que se había vuelto bastante alegre. Nunca he comprendido por qué la gente encuentra tan difícil decir la verdad a sus conocidos o amigos. Según mi experiencia, la verdad es siempre apreciada y el temor a ofender es generalmente exagerado. Muchos temen ofender o herir a los demás, no porque sean amables, sino porque no aprecian la verdad.

Quizás sería más fácil para todo el mundo preocuparse por la verdad, si llegara a entender que ésta sólo existe cuando se dice. Me explicaré. La verdad es siempre algo que se dice, no algo conocido previamente. Si no existiera el habla y la escritura, no existiría la verdad acerca de nada. Todo sería sólo lo que es. De este modo, para mí, mi vida y mis preocupaciones no son la verdad. Son, simplemente, mi vida y mis preocupaciones. Pero ahora estoy ocupado en escribir y en osar trasponer mi vida en este relato. Asumo la abrumadora responsabilidad de decir la verdad. La narración que he emprendido me resulta una tarea difícil, no porque me sea difícil decir la verdad sobre mí mismo, en el sentido de una exposición honesta de «lo que sucedió», «tuvo lugar», sino porque se me hace difícil decir la verdad en el sentido más pretencioso, la verdad en el sentido de insistir, provocar, convencer, cambiar a otro.

A veces no puedo impedir que me persigan las ideas que tengo acerca del carácter y las preocupaciones de mis lectores. Espero poder vencer esta debilidad. Es cierto que las lecciones de mi vida son lecciones sólo para mí, adaptables sólo a mí, para ser seguidas sólo por mí. Pero la verdad de mi vida no es para mí. Es para cualquiera que esté fuera de mí. Advierto al lector que, en adelante, trataré de no imaginar quién es esa persona y si él o ella están leyendo lo que escribo. Esto no puedo, ni debo, en realidad, saberlo.

Aun así, decir la verdad es una cosa; escribirla, otra. Cuando hablamos nos dirigimos a alguien. Cuando decimos lo mejor -que es siempre la verdad- todavía es a una persona, con el pensamiento en una persona. Pero si existe alguna posibilidad de escribir algo que sea cierto, sólo es posible porque eliminamos el pensamiento de cualquier otra persona.

Cuando escribimos la verdad, deberíamos dirigirnos a nosotros mismos. Cuando al escribir somos didácticos y moralistas, debemos considerar que sólo nos instruimos y aconsejamos a nosotros mismos, por nuestras propias faltas. El lector es un divertido accidente. Uno debe permitirle su libertad, su libertad para contradecir lo que está escrito, su libertad para ser acosado por las alternativas. Por lo tanto, sería impropio que tratara de convencer al lector de todo lo que este libro contiene. Es suficiente que me imagines ahora, tal como soy, con la compañía de mis recuerdos, en una relativa tranquilidad, sin desear el consuelo de nadie. Basta con que me imagines, encarnado en la imagen de mi juventud, y aceptes que he cambiado y que antes era diferente.