– Comprendo. -Señalé la puerta, que seguía sujetando sin decidirse a abrir-. ¿Pasamos?
– Alguien ha estado aquí -fue lo primero que dijo cuando entramos en la sala de estar. Ciertamente, estaba todo hecho un desastre. Parte del mismo era producto de una vida de soltero a todo tren: ceniceros repletos, botellas de cerveza pegajosas y vasos de whisky dudosamente hermanados con mesitas de nogal de aire carísimo; una chaqueta tirada de cualquier modo en un sillón, un par de platos sucios, una taza de café. Ese era un paisaje que yo mismo conocía bien. Pero había otra dimensión en aquel desbarajuste, un elemento adicional que no hablaba de dejadez, sino de una firme determinación. Como si alguien hubiera estado buscando algo. Con prisas.
– ¿Sammy? -dijo Sheila, levantando la voz, y avanzó precipitadamente hacia el pasillo. Di un par de pasos y la detuve, poniéndole una mano en el brazo. Tenía la piel cálida; un poco húmeda bajo la punta de mis dedos.
– Déjeme echar un vistazo -dije-. Espere aquí.
Ya había cerrado la mano sobre la cachiporra de acero elástico forrado de cuero que siempre llevaba encima. Cuando llegué al pasillo y Sheila ya no me veía, la saqué del bolsillo de la chaqueta.
– ¿Señor Pollock? -Nada-. ¿Hola?
Avancé a lo largo del pasillo. Había un teléfono de color marfil sobre la repisa de un colgador y otro cenicero repleto al lado. Advertí que algunas colillas eran con filtro, cosa no muy frecuente, y que tenían un ribete rojo de pintalabios. Me metí una en el bolsillo. Seguí adelante, echando una ojeada a cada habitación sin detenerme. El apartamento era luminoso y estaba amueblado con mucho lujo, pero todas las habitaciones se encontraban patas arriba y había papeles y trastos esparcidos por el suelo. Subí las escaleras y me encontré el mismo panorama en el piso superior. Llegué al dormitorio de Pollock, también un barullo de objetos desparramados por el suelo. Me llamó la atención una cosa brillante que relucía a la luz del sol. Cuando me hube asegurado de que estábamos solos en el apartamento, llamé a Sheila para que subiera.
– Ha dicho antes que alguien había pasado por aquí. Entiendo que el piso no estaba así cuando vino la última vez.
Ella negó con la cabeza.
– Sammy nunca ha sido muy meticuloso con la casa, pero no hasta este punto… Parece que hayan entrado a robar.
Señalé con el mentón la mesilla de noche. Había un cenicero de vidrio de plomo y un gran encendedor de mesa de oro.
– Ningún ratero se iría sin meterse eso en el bolsillo. No ha sido un robo. Era un registro. -Me agaché y recogí el objeto que me había llamado la atención: una refinada cajita con bisagras de acero que había quedado abierta en el suelo. Eché una ojeada y vi su contenido desparramado alrededor-. ¿Tiene su hermano algún problema médico que yo deba conocer? -Volví a colocar la jeringa y la aguja en la caja metálica y se la mostré a Sheila-. ¿Es diabético?
Ella la miró y su expresión se tornó sombría.
– No. No tiene ninguna enfermedad.
– ¿Pero esto le dice algo?
Sheila me miró con dureza antes de responder.
– Yo me he movido con un montón de músicos. Es parte de mi trabajo. Y los músicos y los artistas… bueno, experimentan con algunas sustancias.
– ¿Estupefacientes?
– Sí. Pero no creo… o al menos nunca he tenido motivos para creer que Sammy estuviera metido en este tipo de tonterías.
Durante unos momentos los dos contemplamos en silencio el estuche metálico de la jeringa que yo sujetaba en mis manos, como si fuera a revelarnos sus secretos si lo mirábamos el tiempo necesario.
– Quizás haya sido el propio Sammy, claro -dije. Habría podido sonar más convincente-. Tal vez vino a recoger algunas cosas, a prepararse una maleta. -Me guardé en el bolsillo el estuche de la jeringa.
– Voy a revisar los armarios y los cajones -dijo ella con desgana-. Quizá me dé cuenta si falta alguna cosa. O si se ha llevado ropa.
Pasó por mi lado. El ambiente era sofocante y estaba cargado y, mientras pasaba, me volvió a llegar una oleada a lavanda y almizcle. El envoltorio y la carne. «Ay, Lennox -me dije-, esta vez te ha dado fuerte.»
De repente se oyó un ruido abajo. Nos quedamos paralizados. Alguien estaba abriendo la puerta del apartamento. Ella la había dejado cerrada, lo cual significaba que quien viniera ahora tenía una llave. Detuve a Sheila, que ya se dirigía a la puerta del dormitorio, obviamente con la intención de llamar a su hermano. Me llevé un dedo a los labios, me deslicé junto a ella y bajé con sigilo lo más aprisa posible, mientras volvía a sacar del bolsillo mi porra flexible. Llegué al pie de la escalera justo cuando se abría la puerta del vestíbulo y aparecía en el pasillo un joven de pelo negro y tez oscura.
– Hola -dije con una sonrisa, ocultando la porra. El tipo del pelo oscuro me miró con unos ojos como platos.
– ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? -Ahora, cuando la sorpresa dio paso a la suspicacia, entornó los párpados. Yo seguí sonriendo y aferré la porra con más fuerza.
– ¿No ha visto esas películas en las que alguien suelta: «Aquí hago yo las preguntas»? Bueno, ese soy yo. Empecemos por esta: ¿cómo es que tiene la llave de un piso que ni es suyo ni ha alquilado?, ¿y cómo es que entra y sale a su antojo?
– ¿Es usted poli?
– Digamos que investigo la desaparición de Sammy Pollock.
– Pero no es un poli… -Entornó más los párpados. De repente parecía haber perdido la seguridad-. ¿Lo envía Largo?
– ¿Largo?
El tipo pareció aliviado. Volvió a surgir la dureza en su expresión. Agachó un poco la cabeza y se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta. Hora de jugar.
Arriba, Sheila Gainsborough debió de deslizarse hacia la escalera: una tabla del entarimado crujió. Mi amiguito de pelo oscuro levantó la vista, algo intimidado. Pensó, evidentemente, que yo había venido con refuerzos. Me ofendió un poco que creyera que los necesitaba para ocuparme de él.
– Si no es policía, que lo jodan. -Dio media vuelta y se dirigió al pequeño vestíbulo con celeridad, aunque sin traslucir ningún pánico.
– Ah, no. No puede… -Me apresuré a agarrarlo del hombro-. Aguarde un momento…
Era ocho o diez centímetros más bajo que yo y calculó mal el codazo brutal que me lanzó. En vez de darme en la cara o en la garganta, me golpeó en el pecho y me mandó hacia atrás. Eso le dio tiempo para abrir la puerta. Ya iba a cruzarla cuando corrí tras él y le asesté una patada a la puerta con todo el ímpetu de mi cuerpo. El filo de madera le dio en el hombro, rebotó y se estrelló en su mejilla, de tal modo que se le quedó la cara entre la jamba y la puerta. El tipo estaba aturdido. Se le formó un grumo de sangre en la mejilla, que enseguida se convirtió en un reguero que le chorreaba por un lado de la cara y por el cuello, tiñéndole la camisa de rojo.
– Ay, perdón -dije-. ¿Lo he pillado con la puerta?
Volvió a llevarse la mano al bolsillo, pero ahora con gestos lentos e imprecisos. Le aticé con fuerza con la porra, dos veces. El primer golpe se estrelló en su muñeca con un crujido; el segundo le dio en la nuca. Se le apagaron las luces y se derrumbó: la mitad dentro y la mitad fuera del umbral. Lo cogí por detrás del cuello de la camisa y lo arrastré del todo al interior del apartamento.
Al volverme vi a Sheila en mitad de la escalera, con unos ojos alarmados y la mano en la boca.
– ¿Hacía falta esto? -preguntó cuando se recobró un poco.
– Él ha empezado -respondí-. Y lleva algún arma en el bolsillo que estaba a punto de sacar. -Me agaché y saqué una navaja automática. Accioné el resorte para mostrarle la hoja-. Ya lo ve… defensa propia.