– Parece disfrutar mucho defendiéndose, señor Lennox.
Me encogí de hombros y levanté aquella figura desmoronada. El tipo aún seguía grogui, pero me observaba con mirada aviesa. Eso no me gustó, así que le di un par de reveses en la mitad sana de la cara. Para marcar territorio.
– Por el amor de Dios, ya basta, Lennox.
Sheila se acercó y me miró con dureza. Tenía razón, ya era suficiente. Era incluso demasiado. Sentía esa tensión y ese ardor peculiar en el pecho: el afán de causar daño a otro que había adquirido en la guerra latía aún en mi interior. Me di cuenta de que a Sheila no le gustaba la persona que tenía delante. Al menos ya teníamos eso en común: yo no me gustaba mucho a mí mismo.
Llevé a la sala de estar a nuestro visitante y lo dejé caer sobre un sillón. Sheila nos siguió. Se apoyó en la pared, encendió un cigarrillo y empezó a fumar con ansiedad. Aparte de eso, parecía tranquila y serena. Impresionante aplomo.
Le eché un vistazo al tipo. Veintitantos años, traje azul cruzado de raya diplomática, ni barato ni caro, y lo mismo la camisa y la corbata. Me fijé en que los zapatos eran de cuero marrón, y no muy nuevos. Me entraron ganas de darle otra bofetada: zapatos negros o granates con traje azul, nunca marrones.
– ¿Cómo te llamas?
– Que le jodan -dijo, sujetándose la muñeca.
– Hay una dama presente. -Agarré un puñado de tela rayada-. Cuida tu lenguaje o te llevarás unas cuantas caricias más.
El tipo miró a Sheila y farfulló una disculpa.
– Bueno, ¿cómo te llamas?
– Costello.
– Muy gracioso. Y supongo que Bud Abbot [4] está fuera vigilando.
Retorcí el tejido barato de su traje.
– Es la verdad. Paul Costello. Me llamo así.
Lo solté en el acto y me erguí.
– ¿Eres el hijo de Jimmy Costello?
– Sí. Soy yo -respondió, recuperando la seguridad en sí mismo-. ¿Ha oído hablar de mi padre? Entonces ya sabe cómo se va a poner cuando le diga que me ha hecho esto. -Alzó la muñeca y me mostró la mejilla.
– ¿Cómo es que tienes la llave de este piso?
– Ocúpese de sus asuntos. Voy a telefonear a mi padre y él se encargará de ajustarle las cuentas como es debido.
Asentí.
– Señorita Gainsborough, ¿podría esperarme en el coche? -Le tendí las llaves, pero ella no las cogió.
– ¿Qué piensa hacer? -preguntó con un tono que traslucía suspicacia y reprobación a la vez.
– No se preocupe -dijo Costello-, no va a hacerme nada. No sabía con quién se las tenía, y ahora que lo sabe va a tratar de librarse a base de labia. Pero no podrá. -Me miró con desdén.
– Como dice el señor Costello, tenemos una pequeña discrepancia. Necesito hablar con él a solas. -Sacudí las llaves del coche como quien toca una campanilla-. Por favor.
Ella tomó las llaves a regañadientes y salió dando un portazo. Paul Costello me dedicó una mirada aviesa y feroz.
– Se está cagando en las patas, ¿no? Sabe muy bien quién es mi padre. Debería averiguar con quién trata antes de empezar a dárselas de gallito. -Hizo una mueca, sujetándose la muñeca lastimada con la otra mano-. Creo que me la ha roto, joder.
– Déjame ver. -Me agaché y Costello me miró con recelo-. En serio, déjame.
Extendió la mano y yo palpé la articulación con todo cuidado. Él soltó un grito.
– No es tan grave -dije-. Me parece que he fracturado un par de huesos, nada más.
– ¿Nada más? Espere a que lo sepa mi padre.
– Tienes razón -le dije, examinándole aún la muñeca-. Siempre has de saber con quién tratas antes de meterte con nadie. Mírame a mí…
Costello hizo otra mueca cuando encontré otro punto sensible en su muñeca. Se le estaba empezando a hinchar. Quizá tenía una fractura más importante, después de todo.
– Mírame a mí, por ejemplo. Yo sé quién es tu padre. -Hundí el pulgar con fuerza en su muñeca inflamada; él soltó un grito-. Y me importa una mierda. ¿Te crees que el cerdo irlandés de tu padre va a darme miedo?
Intentó apartar la mano y lo recompensé con otro cruel apretón. Más gritos.
– La verdad es que trabajo para los Tres Reyes. ¿Sabes quiénes son?
Costello asintió, mirándose con desesperación la muñeca, que no conseguía zafar de mi tenaza.
– Bueno, trabajo para todos ellos de vez en cuando. Conozco a tu padre y sé que no pinta nada. Es un don nadie. Si Martillo Murphy quisiera aplastarlo podría hacerlo sin más, como quien aplasta una chinche. Así que corre con tus cuentos a papá y yo haré lo mismo con Martillo Murphy. ¿Nos vamos entendiendo? -Subrayé la pregunta con otro cruel apretón. Su rostro se contrajo de dolor. Cuando aflojé, el asintió frenéticamente-. De acuerdo. Ahora que ya nos entendemos, creo que podremos mantener nuestra pequeña charla. A ver… ¿por qué tienes la llave de este apartamento?
– Me la dio Sammy.
– ¿Por qué?
– Somos amigos.
– ¿Qué quieres decir? ¿Compadres de juerga o de cama?
– ¡Qué coñ…!
Corté su obscenidad con un ligero apretón.
– No soy ningún maricón -protestó cuando recuperó el resuello-. Sammy y yo solo somos amigos.
– Bueno, a lo mejor va a parecerte algo difícil de creer -le dije con modestia-, pero yo tengo montones de amigos y ninguno tiene la llave de mi piso. Inténtalo de nuevo, Costello… Junior.
– Es la verdad. Sammy me deja pasar aquí la noche de vez en cuando. Yo también trabajo en el club.
– ¿Qué club? ¿El Poppy Club?
– ¿Poppy Club? No lo conozco de nada. Yo trabajo en el Riviera… el local de mi padre. Sammy canta allí a veces.
– ¿El Riviera? -Di un bufido-. Qué glamour. ¿Y en qué punto exacto de la costa de Liguria se encuentra el club de tu padre?
Costello me miró como si le hablase en chino. En Glasgow más bien convenía limitar las referencias culturales.
– ¿Dónde está el Riviera Club?
– En Partick, cerca del río.
Está vez el bufido se convirtió en carcajada. Costello pareció ofenderse.
– Es un sitio con clase -dijo.
– Seguro. Debe de figurar en el itinerario de toda la gente de categoría. Me imagino que debes cruzarte a menudo con la princesa Margarita.
– Que le jodan.
– Venga, venga, Junior. No te pongas picajoso o tendré que de darte la mano otra vez. Hablando de hacer manitas… ¿cómo es que sois tan íntimos Sammy y tú? A mí no se me habría ocurrido relacionaros.
– Los dos tenemos ideas, proyectos de negocios. Él ya está harto de ser solo el hermano de Sheila Gainsborough. Y yo estoy harto de que me tomen solo por el hijo de Jimmy Costello.
– Para, por favor, que se me caen las lágrimas. ¿Cuándo viste a Sammy por última vez?
– Hace un par de semanas. He estado fuera.
– ¿Dónde?
– ¿A usted qué le importa?
Sonreí y apreté. Él contrajo la cara y me miró con furia.
– En Londres… -masculló entre dientes-. He estado en Londres un par de semanas
– ¿Entonces no sabías que había desaparecido? -Le solté la muñeca y prendí un cigarrillo.
– Está disfrutando, ¿no, joder? -Sonrió con malicia pese al dolor-. Le gusta hacer daño a la gente. De veras disfruta, ¿verdad?
– No generalices, por favor. -Me hice el ofendido; luego sonreí con aire zalamero-. No disfruto haciendo daño a la gente; solo haciéndotelo a ti; digamos que es una cosa entre tú y yo. Y ahora dime… -Dejé de sonreír y me eché hacia delante-. ¿Sabías que Sammy había desaparecido?
– ¿Desaparecido? Pero… ¿ha desaparecido? Ya sé que no está aquí, pero eso no significa que haya desaparecido. Intenté localizarlo por teléfono un par de veces desde Londres. Pensé que no lo había encontrado, que no había tenido suerte. Por eso he venido hoy.