Había un teléfono en la pared del vestíbulo que compartíamos, justo al pie de la escalera, y lo primero que hice al volver a casa fue llamar a Lorna. Esperaba contentarla con esa llamada, pero ella se empeñó en que pasase a verla.
«Lo de comportarse como un caballero estaba empezando a convertirse en una mala costumbre», pensé mientras conducía hacia Pollockshields. Cuando llegué, me sorprendió encontrarme otra vez al colega de las Hébridas montando guardia en la puerta.
– Solo para tranquilidad de las damas -me aclaró el tipo con su acento cantarín.
Me senté entre Lorna y Maggie. El ambiente parecía tan cargado que temía que me cayera un rayo en cualquier momento. Traté de ofrecer consuelo, de aplacar los ánimos. Me esforcé en charlar de cosas intrascendentes, evitando cualquier asunto que nos recordara que habían pasado solo veinticuatro horas del brutal asesinato. Maggie preparó té y me ofreció un cigarrillo del cartón que había sobre la mesita de café. Me fijé en la marca: Four Square, fabricados por Dobie, de Paisley.
– No son los que fumaba la otra noche -observé-. Aquellos con boquilla de papel corcho.
– Ah, ya. -Se encogió de hombros-. Me los había traído Jimmy. No es mi marca habitual.
Me llevé la mano al bolsillo de la chaqueta y saqué la colilla que había cogido del cenicero repleto que había en el vestíbulo de Sammy Pollock. Se la enseñé a Maggie, para que viera el doble cerco dorado que remataba el filtro. Ella frunció el ceño.
– Son esos, sí. ¿De dónde lo ha sacado?
– Un caso en el que estoy trabajando. Una persona desaparecida.
– ¿Es francesa esa persona?
– No, que yo sepa. ¿Por qué?
– Montpellier, así se llama la marca. Es francesa. Alguien le dio a Jimmy media docena de paquetes; seguramente eran de contrabando. Tal vez por eso se ha tropezado con otro que los fuma; quizá han pasado un camión entero de contrabando.
– Puede. -Me volví hacia Lorna-. ¿La policía tiene alguna noticia? ¿Han dicho algo de la investigación?
– El comisario McNab ha venido otra vez -murmuró. Tenía los párpados pesados y el dolor apagaba su expresión-. Me ha hecho varias preguntas más.
– ¿Qué clase de preguntas?
– A quién había visto papá en las últimas semanas. Si había sucedido algo fuera de lo normal.
Asentí. Willie Sneddon había hecho bien en mantener en secreto su reunión y sus asuntos con Calderilla.
– ¿Y había sucedido algo fuera de lo normal últimamente?
– No. -Maggie respondió por Lorna-. Nada que nosotras sepamos. Pero Jimmy nunca soltaba prenda. Todo lo relacionado con sus negocios se lo guardaba. -Hizo una pausa-. Solo hubo una cosa… aunque quizá no vale la pena ni mencionarla…
– Siga.
– Alguien le dejó una caja. Una entrega.
– Ya me acuerdo -dijo Lorna, arrugando el ceño-. Fue muy raro. Una caja de madera que no contenía más que un par de palos y una bola de lana.
– ¿De lana?
– Sí -contestó Lorna-. Lana roja y blanca hecha un ovillo.
– No parece significativo -comenté-. ¿La policía ha vuelto a revisar las cosas de tu padre? Su estudio, quiero decir.
– No. ¿Por qué?
– Solo por curiosidad. -Me encogí de hombros y di un sorbo de té-. ¿Tu padre tenía algún dietario o agenda en casa?
– ¿Por qué lo pregunta? -Fue Maggie la que me interrumpió con suspicacia nada disimulada. El problema de la suspicacia es que puede ser contagiosa: ahora fui yo el que se preguntó por qué se sentía en la necesidad de actuar con cautela.
– Como ya le dije la otra vez, la policía no se destaca precisamente por su imaginación. Tal vez no se les haya ocurrido buscar un dietario en su casa.
– Jimmy no lo necesitaba -dijo Maggie-. Él lo guardaba todo aquí. -Se tocó el pelo ondulado a la altura de la sien-. No le hacía falta un dietario.
– Ya me lo suponía… No importa.
– ¿Tú crees que podría ser de ayuda? -me preguntó Lorna sin la desconfianza de su madrastra.
– Tal vez. Al menos sabríamos a quién vio el día de su muerte.
Decidí dejarlo correr. A lo mejor bastaría con la respuesta de Maggie para quitarme a Sneddon de encima.
Me quedé más de una hora. Al menos hasta que tuve la sensación de haber cumplido mi deber como consorte de la afligida hija. Lorna me acompañó a la puerta y me besó cuando ya me iba. Había cierta desesperación en su manera de abrazarme, clavándome los dedos crispados en los brazos. Eso me entristeció. Ella necesitaba algo de mí y yo habría querido dárselo, pero no podía. No estaba en mi mano dárselo.
Lorna y yo nos habíamos enredado solo por divertirnos, nada más. Y así debería haber funcionado la cosa entre nosotros. Ahora, sin embargo, con su padre asesinado y encontrándose sola, buscaba algo que ninguno de los dos se había comprometido a ofrecer.
Ella pareció percibir esa falta y se apartó de mí bruscamente. Una fría presencia se había materializado en sus ojos: una escarcha de lucidez y de rencor.
– Escucha, Lorna… -empecé.
– Ahórratelo, Lennox.
Cuando ya salía del sendero de acceso, un coche que estaba a punto de entrar se vio obligado a frenar para darme paso. Le di las gracias con un gesto, pero el conductor no me respondió y se metió por el sendero en cuanto hube pasado. Ni siquiera miró en mi dirección, pero yo sí le eché un buen vistazo. El coche era moderadamente lujoso, un Manchester Leda o un Daimler Conquest casi nuevo de color granate, con la carrocería impecable y reluciente como una gota perfecta de sangre fresca. El conductor mismo también parecía bastante impecable. Conducía con la cabeza descubierta, así que vi que rondaba los treinta años y que tenía el pelo oscuro y un bigotito fino. Un tipo pulcro. Bien vestido, por lo que había visto.
Me detuve junto al bordillo y sopesé la idea de volver atrás para ver qué quería. No era policía; demasiado elegante para serlo, y con un coche demasiado caro. Me bajé del Atlantic, recorrí a pie un trozo del sendero y me agazapé tras un arbusto para echar un vistazo. El tipo ya estaba en la puerta y ahora vi que, en efecto, llevaba un traje caro. Era alto, quizá me sacaba cinco centímetros, cosa poco frecuente en Glasgow. Maggie abrió la puerta y lo hizo pasar. Lo conocía, eso estaba claro, y los dos echaron instintivamente un vistazo al sendero, como para comprobar que no había nadie mirando. O tal vez él le había dicho que acabábamos de cruzarnos. No podían verme detrás del arbusto de evónimo y desaparecieron en el interior. Se habían saludado de un modo a medio camino entre lo íntimo y lo profesional. Quizá tuvieran algo entre manos.
Había, sin embargo, un límite a lo que pudieran hacer a hurtadillas. Lorna seguía en la casa. A menos… Se me ocurrió una idea poco caritativa sobre mi querida amiga, tan recientemente golpeada por la desgracia, y la deseché casi en el acto. «Aquí no hay ningún complot, Lennox. Y si lo hubiera -me dije-, será mejor que no te metas. Ya te lo han advertido.» Por otra parte, aun suponiendo que hubiera existido el deber moral de llevar al asesino de Calderilla ante la justicia, yo tenía otros casos de pago a los que dedicarme primero.