Выбрать главу

Y los deberes morales no eran mi fuerte, además.

Capítulo 4

Se estaba haciendo tarde, pero pensé que haría una parada en el Horsehead para tomarme una copa antes de volver a casa. El Horsehead se había convertido para mí en una oficina extraoficial. En su momento había llegado a ser mi principal lugar de trabajo, pero últimamente había hecho un intento de reformarme y pasaba menos tiempo allí.

Cuando llegué, Big Bob me miró con una amplia sonrisa y yo se la devolví. Buen tipo, Big Bob. No sé a qué se habría dedicado antes de ponerse detrás de una barra, pero era un tipo duro de verdad. Con la guerra aún tan reciente, había una especie de regla tácita: si reconocías a otro hombre que había pasado por aquella picadora de carne, te abstenías de hablar de ello. Te identificabas mutuamente, como si fuerais de una misma raza, pero no lo comentabas.

– Vaya, vaya, joder. -Bob me sirvió un Canadian Club-. ¿Dónde te habías metido? Creí que te habías vuelto al puto Canadá.

– ¿Tú también trabajas para la oficina turística de New Brunswick? -Frunció el ceño-. He estado muy liado, Bob. ¿Alguien ha preguntado por mí?

– No… solo ese mierdecilla.

Señaló al joven que estaba al final de la barra. Yo lo miré y le hice un gesto para que se acercara.

– Deduzco que llevará calentando esa media pinta toda la noche -le dije a Bob, que asintió con aire de complicidad-. Anda, ponle una pinta.

– ¿Cómo va, señor Lennox?

Davey Wallace se me acercó con una gran sonrisa y Big Bob le tendió su cerveza. Davey medía metro setenta, tenía un aire tan lozano como lo permitía la atmósfera de Glasgow y llevaba un traje de segunda mano demasiado grande que debía de haber sido caro en su día, una guerra y una generación atrás.

– Hola, Davey.

– Los negocios, ¿bien? -dijo con atropellado entusiasmo-. ¿Algún caso nuevo?

– Como siempre, Davey -respondí sonriendo. Davey Wallace era un soñador: buen chico, pero un soñador. Para muchos, Glasgow era una cárcel y un hogar en igual medida. Los barrotes que los mantenían confinados eran el sistema de clases y, en la mayoría de los casos, la falta de una alternativa viable a los oficios manuales. Los astilleros y las fundiciones se tragaban a todos los jóvenes. A veces me preguntaba si en Rotten Row, la maternidad de Glasgow, no les pondrían ya directamente «aprendiz», y no «varón», en el certificado de nacimiento.

Davey era aprendiz -aprendiz de soldador- y hacía el turno de mañana en el astillero. Había empezado a los quince años y lo más probable era que trabajase allí hasta los sesenta y cinco. Para entonces ya habría abandonado su pasión por el rock and roll, porque se habría quedado sordo con el estruendo antes de los cuarenta. Pero ahora, con diecisiete años, huérfano desde los siete, criado hasta los quince en un orfanato, soltero y sin hijos que lo ataran todavía más a un ineluctable destino industrial, Davey Wallace se metía en un cine cada tarde y todos los sábados por la noche y se encontraba con una pandilla diferente: Bogart, Cagney, Mitchum, Robinson, Mature.

Cuando descubrió que yo era un investigador privado de verdad, se me acercó en el bar como un pobre pastor griego al mismísimo Zeus. Desde entonces aprovechaba cualquier ocasión para recordarme que si alguna vez buscaba a alguien que me echara una mano…

– Gracias por la pinta, señor Lennox.

– De nada, Davey. ¿No deberías estar en la cama? Tu turno de trabajo empieza muy temprano.

– Duermo por las tardes sobre todo. -Y luego, como corrigiéndose-: Pero siempre estoy disponible… Ya sabe, por si necesitara ayuda en sus casos, señor Lennox. Siempre estoy aquí.

Intercambié una mirada con Big Bog, que sonrió.

– Escucha, Davey -dije-. No es como tú te crees. No es como en las películas. Lo que yo hago para ganarme la vida no tiene ningún glamour.

Su expresión pareció apagarse.

– Debería probar allá en los astilleros. Cualquier cosa tiene glamour en comparación.

– ¿De veras? -Sonreí-. Creía que era fascinante…

O no captó el chiste o no le hizo gracia, porque se limitó a mirar su pinta de cerveza con aire taciturno. Una tradición escocesa, ya me había dado cuenta. Solté un suspiro.

– Escucha, Davey. No te puedo ofrecer trabajo porque no tengo trabajo que ofrecer. A duras penas saco para mis gastos a veces. Pero vamos a hacer un trato: si sale un asunto para el que necesito un par de ojos más o cualquier otro tipo de ayuda, te avisaré. ¿De acuerdo?

Él levanto la vista y sonrió, ilusionado.

– Cualquier cosa, señor Lennox. Puede confiar en mí.

– Está bien, Davey. ¿Por qué no te acabas la cerveza y te vas a casa? Si necesito algo, me pondré en contacto contigo.

Dejé que siguiera a mi lado hasta que se acabó la pinta. Una vez que se hubo marchado, Big Bob volvió a acercarse y me sirvió otro Canadian Club.

– ¿Sabes que solo guardo este mejunje para ti? -me dijo-. ¿Por qué no podrás beber escocés como todo el mundo?

Recorrí el local de un vistazo, tratando de vislumbrar algo a través de la espesa neblina de humo gris. En la mesa del rincón se apiñaba un corro de viejos con gorra, jugando al dominó y fumando apestosos pitillos liados a mano. Sumidos en la nube de humo, solo hacían una pausa en el juego para dar un sorbo de whisky y enseguida depositaban sus fichas en la superficie llena de cercos de la mesa con la jovialidad de unos macabros titanes derribando lápidas en un cementerio. Glasgow en su punto goyesco más álgido.

– No sé, Bob -dije, melancólico-. A lo mejor es un placer que me reservo…

– ¡Joder, me cago en la…! -exclamó, mirando bruscamente por encima de mi hombro. Me di la vuelta y vi a cuatro jóvenes que habían entrado por la puerta lateral-. ¡Tommy, Jimmy! -dijo Bob, llamando a los otros camareros, y los tres salieron de detrás de la barra con aire decidido y se fueron hacia el grupo de jóvenes.

Reparé en que los recién llegados iban con toscas ropas de trabajo; uno de ellos con un tabardo de cuero sin mangas sobre la chaqueta, y los cuatro con botas de goma. También advertí que llevaban el pelo más largo de lo normal y que el tipo del tabardo lucía unos espesos y rizados mechones oscuros. Todos tenían la piel tostada de quien pasa mucho tiempo a la intemperie.

– Putos pikeys -masculló Bob entre dientes al pasar por mi lado-. Vosotros… largo de aquí. Ya os he dicho otras veces a los de vuestra calaña que aquí no sois bien recibidos.

– Solo queremos un trago -dijo Ricitos con aire sombrío y un ligero deje irlandés. Era evidente que estaba acostumbrado a recibimientos similares-. Una copa. Tranquila, sin jaleos.

– Aquí no se os servirá ninguna. Vosotros no sabéis beber sin armar jarana. Ya me han destrozado el local otras veces los de vuestra cuerda. Y ahora, largo.

Uno del grupo miraba a Bob con hostilidad, con la actitud del que está pensando en empezar la bronca. Ricitos le puso la mano en el hombro y le dijo algo que no llegué a oír. El tipo relajó la musculatura y salieron en silencio, aunque sin prisas.

– Putos pikeys -repitió Bob cuando ya se habían ido.

– ¿Gitanos? -pregunté.

– Vagabundos irlandeses. Han venido a la feria de Vinegarhill, en Gallowgate. Tienen un campamento junto a las viejas fábricas de vinagre.

– A mí me han parecido bastante razonables.

Big Bob cruzó sus brazos de Popeye sobre su pecho musculoso.

– Sí, ahora lo parecen. Pero con unas copas encima se ponen como locos. Y me verías a mí recogiendo los restos del mobiliario al final de la noche si dejara beber aquí a esos chatarreros de mierda. Beber y pelearse, es lo único que saben hacer.

– Ya… beber y pelearse -repetí, tratando de entender cuál sería la diferencia con los clientes habituales de Glasgow-. Es curioso. La otra noche estuve en una pelea de pikeys.