No pretendo dar una falsa impresión. Yo sabía perfectamente con qué clase de gente me estaba enredando. Y era consciente de que algunas de las investigaciones que llevaba a cabo por cuenta de ellos me obligaban a bordear, y con frecuencia a rebasar, la siempre borrosa frontera entre lo lícito y lo ilícito. Me había visto envuelto en algunos sórdidos trapicheos y, con el paso del tiempo, había empezado a tener la sensación de que me estaba convirtiendo en un personaje que no me gustaba nada. Por eso había hecho un serio esfuerzo en los últimos doce o trece meses para enderezar el curso de mi vida, y ello implicaba tener menos relación con los Tres Reyes. A cambio, me había entregado a un trabajo digno y honrado en favor de la comunidad, montando sobre todo simulacros de adulterio en hoteles de mala muerte para solventar casos de divorcio. Los dos casos en los que ahora trabajaba, no obstante, amenazaban con arrastrarme de nuevo hacia los brazos acogedores de los hombres más peligrosos de Glasgow.
Uno de los rasgos comunes de los miembros de la cofradía criminal es que no suelen llevar horarios de funcionario. La extorsión bajo amenaza, el vicio, los robos a mano armada y el control de los burdeles son tareas que te dejan hecho polvo, y el gánster típico tiende a ser poco madrugador. Así pues, decidí esperar a la tarde siguiente para hacerle una visita a Jonny Cohen, a pesar de que sabía que él precisamente era, de todos los Reyes, el que seguía un horario más normal. Lo llamé después del almuerzo y quedamos en vernos, muy oportunamente, en el Pacific Club a las cinco.
Me planté delante del Pacific y pensé en el glamour. Una cosa curiosa, el glamour. La palabra era originalmente escocesa de pura cepa y designaba un hechizo o un encantamiento lanzado con intención de embelesar. Resultaba extraño que, habiendo inventado la palabra, los escoceses fuesen incapaces de aclararse con el concepto en sí. Siempre que intentaban ponerlo en práctica les salía rematadamente mal. Bueno, eso no era del todo cierto. Había excepciones: Sheila Gainsborough tenía glamour a espuertas; con naturalidad, sin esfuerzo. Una rara proeza, considerando sus orígenes.
El Pacific Club pretendía ser glamouroso, pero no lo lograba. Fracasaba estrepitosamente. (Un tipo de fracaso que tal vez habría consolado a Neville Chamberlain por el pacto de Múnich: él no era el único que la cagaba). El club ocupaba la planta baja y el sótano de un edificio negro de hollín situado en Broomielaw, en la orilla norte del Clyde a su paso por el centro de la ciudad. Era un sitio lúgubre incluso a la luz del día, porque estaba casi del todo metido bajo el enrejado del puente del ferrocarril que atravesaba el río. El calor aún apretaba cuando llegué y era un alivio sumergirse en la atmósfera fría y húmeda del local, casi como internarse en una cueva subterránea.
Oficialmente, el Pacific era un club privado solo para socios, un subterfugio legal que permitía a Jonny el Guapo burlar prácticamente todas las normas del consumo de alcohol. Como todos los locales nocturnos, tenía durante el día un aspecto deprimente y chabacano, algo así como un centro de vacaciones de la costa fuera de temporada. El ambiente estaba despejado, pero el olor agrio a cigarrillo revenido lo impregnaba todo. Había dos docenas de mesas con las sillas amontonadas encima, un pequeño escenario y una barra en la esquina. La decoración de estilo náutico consistía básicamente en los salvavidas con el rótulo SS PACIFIC CLUB que colgaban de las paredes y en unas cuantas redes distribuidas sin mucha convicción sobre el escenario. Encima de la exigua barra curvada había una tabla también decorada con redes que proclamaba que aquello era el BAR HAWAIANO. Entre las redes, en fin, se veían algunos caparazones de cangrejo. Quizá fuese solo cosa mía, pero yo no lograba imaginarme ningún lugar del universo conocido (o de otros paralelos) más alejado de una isla tropical bañada por el sol y rodeada de un mar azul que el barrio de Broomielaw de Glasgow.
Desde luego, si no para pescar cangrejos, el Pacific Club era un lugar tan bueno como cualquiera para pillar unas ladillas.
Me presenté a las cinco menos diez, justo cuando llegaban los empleados y empezaban a bajar las sillas de las mesas y a prepararlo todo para una larga velada de copas de precio desorbitado, chicas semidesnudas y jazz mediocre. Jonny el Guapo ya estaba allí. Me sonrió ampliamente, mostrando una dentadura perfecta sobre su barbilla partida a lo Cary Grant. Se le veía impecable, fresco, descansado. A mí tampoco se me da mal engalanarme cuando quiero, pero tuve la sensación de que el sastre y el barbero de Jonny se habían confabulado para provocarme complejo de inferioridad; de repente notaba la camisa pegada a la espalda por el sudor. Jonny llevaba su espeso pelo negro primorosamente cortado y durante un instante me pregunté si sería factible viajar a Hollywood desde Glasgow cada quince días para cortarse las puntas. Por el momento, decidí no quitarme el sombrero.
– ¿Sigue Escocia donde solía, Lennox? -Me tendió la mano y se la estreché.
– Se equivoca de personaje.
– ¿Cómo?
– Que no es ese el personaje de Macbeth. MacDuff le hace la pregunta a Ross: «¿Sigue Escocia donde solía?». El personaje de Lennox no dice gran cosa en la obra. Solo permanece junto a su rey y termina muerto por ello.
– ¿Y tú eres esa clase de Lennox? La cuestión entonces es: ¿a qué rey permanecerías fiel? -Jonny no aguardó mi respuesta y volvió a sonreír-. ¿Sabes lo que me gusta de ti, Lennox? Que hablar contigo siempre resulta instructivo.
– Son las compañías con las que ando. Me he visto a menudo con Deditos McBride. A veces, cuando estamos juntos, parecemos un comité de sabios. Pero bueno, creo justo decir que usted y yo hemos aprendido el uno del otro unas cuantas cosas… usted sobre mí y yo sobre usted, quiero decir… ¿no cree, Jonny?
La sonrisa permaneció en su sitio, pero se modificó ligeramente, como si una nubecilla cruzase frente al sol.
– ¿Qué puedo hacer por ti, Lennox?
– Bueno, tengo dos casos ahora mismo y usted está implicado en ambos, en cierto modo.
– Ah. Entiendo que uno es el asunto de Bobby Kirkcaldy.
– Willie Sneddon me ha pedido que hable con él. Parece que alguien está tratando de meterle miedo a su boxeador.
Uno de los empleados empezó a pasar el aspirador y Jonny hizo una mueca ante el estruendo. Me indicó que lo siguiera y fuimos a sentarnos a la parte trasera del club, en una zona elevada desde la que se dominaba el escenario. Se me hacía raro ver allí a Jonny el Guapo. No podía estar más fuera de lugar en semejante antro; lo cual a su vez también era raro, porque el local no dejaba de ser suyo, al fin y al cabo. Si lo hubieras visto entre los clientes, con su aspecto impecable, su corte de pelo y su traje pagado en guineas, y no en libras, habrías pensado: «Otro ricachón dándose un garbeo por los bajos fondos». Pero él no era un cliente del Pacific Club, era solo el dueño. Y como hombre de negocios, sabía que no le hacía falta derrochar su buen gusto ni su dinero en aquel lugar.
Me quité el sombrero por fin y pasé la mano por mi corte de Pherson’s: el mejor que podías conseguir en Glasgow por una libra y seis peniques. Pero no como en Hollywood, claro.
– Espera un minuto… -Se puso de pie y se acercó a una de las chicas que estaban preparando la barra. Cuando volvió a sentarse, me dedicó una vez más su sonrisa radiante-. Tengo un pequeño capricho para ti.
La chica apareció con una botella y dos vasos.