– ¿Dónde podría encontrar a Barnier? -pregunté.
– Siempre viene si tenemos un buen espectáculo de jazz. Los viernes, aunque tampoco todos. Lo mejor será que pruebes junto al río; allí tiene una especie de oficina, o más bien un cobertizo, cerca de la aduana.
– ¿Ahí es donde libera sus mercancías del cautiverio?
Jonny se encogió de hombros.
– No sabría decir. Si lo hace, será a base de sobornos. Algún que otro sobre al vigilante, al poli o al del fisco. Pero Barnier no es un delincuente redomado, como te he dicho. Solo merodea el terreno peligroso por el lado legal. Creo que congeniaríais vosotros dos.
– Será mejor que me marche -dije, apurando mi vaso-. Gracias por el whisky.
Jonny me acompañó hasta la puerta. Después de la penumbra y del bourbon del Pacific Club estuvimos unos instantes guiñando los ojos bajo el resplandor del sol.
– Lennox -dijo Jonny, haciendo visera con la mano.
– ¿Sí?
– Este segundo caso… lo de Sammy Pollock. Sé que has de investigarlo, pero no dejes que interfiera demasiado y te impida averiguar qué coño pasa con Bobby Kirkcaldy. Sneddon se está poniendo de los nervios. El combate se celebra en poco más de dos semanas, y ya te he dicho que hay algo en ese asunto que me huele fatal.
– Iré a verlo esta noche. Gracias otra vez por el bourbon.
Jonny, por supuesto, tenía razón. Cada vez que pensaba en el caso Sammy Pollock, olía a desgracia; cada vez que pensaba en el caso Kirkcaldy, olía a dinero. Había mucho invertido en él y suponía que Jonny Cohen y Willie Sneddon se pondrían muy generosos si les solventaba el problema. Ya me había dedicado a husmear un poco por ahí, como le había prometido a Sheila Gainsborough. Pero había algo en el asunto de Sammy que no acababa de dejarme en paz. En fin, hacía mucho que no tenía ocasión de practicar mi francés.
Capítulo 5
El Imperio británico, el caso más avaricioso de robo masivo de tierras desde que el gran Gengis Kan ensilló un poni, era algo extraordinario. Lo que lo volvía particularmente extraordinario era que hubiera sido erigido por los británicos, quizá la raza más proclive del mundo a pedir disculpas. Yo siempre me los imaginaba como si fueran una especie de vikingos de nuestros días, de impecables modales, espantosamente avergonzados por todos los saqueos y las violaciones. Supongo que mi infatigable interés en aquella colección a escala mundial de colonias, dominios, territorios bajo mandato y protectorados obedecía al hecho de que yo mismo era un producto de ello. Aunque había nacido en Glasgow, me había embarcado con mis padres siendo solo un bebé, cuando Canadá era aún un «dominio» a todos los efectos. Después, veintiún veranos más tarde, aquella «madre patria» con la que no había tenido contacto y de la que no guardaba ningún recuerdo requirió urgentemente mi ayuda. A seis mil kilómetros de mi casa.
Y ahora, dieciséis años más tarde, estaba viviendo en la Segunda Ciudad de un Imperio sobre el cual, aunque se afirmara lo contrario en las aulas, se estaba poniendo definitivamente el sol. Durante un siglo y medio, Glasgow había sido el corazón industrial del Imperio. Pero la guerra lo había jodido todo. Gran Bretaña había llegado al final de la conflagración casi en bancarrota, y si Estados Unidos no le hubiese hecho en 1946 un préstamo de cerca de cuatro mil millones de dólares, la ilustre isla habría quebrado con todas las de la ley. Ahora los antiguos enemigos se estaban convirtiendo rápidamente en serios competidores en el terreno de la construcción y de la industria pesada. Las cosas estaban cambiando deprisa en el mundo. Y más en Gran Bretaña. Y todavía más en Glasgow.
No obstante, no lo hubieras deducido a juzgar por la actividad que se veía en el puerto mientras lo recorría con mi Atlantic. Eran las diez y media de la mañana y ya hacía calor. Tenía bajados los vidrios de las dos ventanillas y me llegaba desde los muelles el estruendo del metal trabajado a martillazos, inundando la atmósfera bochornosa y densa de mugre. Era como si la temperatura aumentara con la actividad misma.
A mi izquierda una selva de grúas se apretujaba al borde del agua: todas balanceándose incansablemente, cargando y descargando los barcos amarrados o suministrando enormes planchas de acero a los astilleros. Dejé atrás los enormes almacenes aduaneros de ladrillo rojo, rodeados de vallas, que alzaban sus cinco plantas junto al muelle. Aparqué el coche en la calle, me acerqué a la garita y pregunté dónde estaba la oficina de Alain Barnier. El guardia era el típico poli retirado, con la típica actitud a-mí-qué-carajo-me-importa, y lo único que le arranqué fueron unas vagas indicaciones para llegar a otras oficinas de embarque donde tal vez sabrían algo. Tuve que andar media hora dando vueltas y haciendo preguntas para dar con la pista de Barnier. Y llegué por fin a su oficina pasadas las once.
Como Jonny había dicho, era más bien un cobertizo que otra cosa: uno más de una larga serie de hangares semicilíndricos que parecían una hilera de troncos de secuoya medio hundidos en el suelo. El rótulo sobre la entrada decía BARNIER Y CLEMENT-AGENTES DE IMPORTACIÓN. Llamé con los nudillos y abrí la puerta. Nada más entrar advertí que aquello no era ninguna tapadera, sino una auténtica oficina de trabajo. Allí reinaba un caos ordenado que resulta imposible falsificar. Un mostrador separaba el cuerpo principal del hangar de la zona de recepción. Había encima un timbre y, al lado, un pinchapapeles lleno hasta los topes de facturas de envío clavadas; detrás había tres escritorios, media docena de archivadores y una mujer.
La mujer medía como un metro cincuenta y llevaba un traje chaqueta gris que le apretaba un poco en la cintura y el busto. Tenía la cara redonda y pálida y el pelo negro enroscado por una permanente tan inflexible y tensa que habría resistido la onda expansiva de una bomba atómica. A su boquita de labios finos, apenas una ranura, había intentado darle volumen a base de pintalabios rojo.
– ¿Puedo ayudarle? -preguntó, rodeando su escritorio y acercándose al mostrador. Distendió sus labios delgados en una sonrisa cansada y mecánica.
– Busco al señor Barnier.
– ¿Es por lo del key lan? -inquirió.
– ¿El key lan? -Fruncí el ceño-. ¿Qué es eso?
Ella no me hizo ni caso.
– El señor Barnier no está ahora mismo. ¿Tiene una cita?
– No. Ninguna cita. ¿Cuándo volverá?
– Necesita una cita para ver al señor Barnier.
– También funciono sin cita. ¿Cuándo volverá?
La mujer tenía unos ojos verdes grandes y redondos enmarcados en su rostro redondeado y los utilizaba para taladrarme como si yo fuera idiota de nacimiento.
– Necesita una cita -repitió. Ya casi me hablaba sílaba por sílaba, como Deditos McBride.
– El rótulo dice Barnier y Clement. ¿Está el señor Clement?
– Monsieur Clement -dijo, corrigiéndome y omitiendo la «t» del final, de manera que sonaba más o menos «Clemmong», con ese estilo único de los escoceses para asesinar la lengua francesa-. Monsieur Clement no trabaja aquí. Él se encuentra en nuestras oficinas de Francia.
– Ya veo.
En un extremo del mostrador había el típico tramo abatible. Lo levanté, pasé al otro lado y me situé junto a ella. Sus redondeados ojos verdes se volvieron aún más redondos.
– No puede entrar aquí…
– Esperaré -dije, y tomé asiento detrás de uno de los escritorios, arrojando mi sombrero sobre un montón de papeles-. Será lo mejor seguramente, en vista de que no puede usted decirme cuándo volverá o dónde puedo encontrarlo.
Mi regordeta amiga de ojos redondos y finos labios levantó de nuevo la tapa del mostrador, como para indicarme la salida.