– No puede esperar.
– Ya está de nuevo subestimándome. Sí puedo esperar. Lo he hecho otras veces, muchas veces. De hecho, que quede entre usted y yo, se me da bastante bien.
Ella descolgó el teléfono de su escritorio, marcó un número y, dándome la espalda, se puso a hablar entre agitados susurros. Tras un momento, se volvió y me ofreció el auricular sin pronunciar palabra.
Le sonreí jovialmente. Nos entendíamos cada vez mejor.
– ¿Me está buscando?
La voz al otro lado de la línea hablaba inglés correctamente. Con un acento francés inconfundible, pero no exagerado.
– ¿Señor Barnier? Quería saber si podíamos charlar.
– ¿Charlar sobre qué? -No era suspicacia ni recelo. Solo impaciencia.
– Estoy intentando contactar con una persona. Y usted quizá pueda ayudarme a encontrarla.
– ¿Quién?
– Prefiero que lo hablemos cara a cara. Y lo antes posible, si no le importa. ¿Dónde podríamos vernos?
– ¿A quién está usted buscando? -preguntó de nuevo.
– A Sammy Pollock. Usted a lo mejor lo conoce como Sammy Gainsborough.
Se hizo un silencio al otro lado de la línea. Luego, con aquel mismo inglés formal que no perdonaba una sílaba, respondió:
– Algo hay en todo esto que me indica que su interés es profesional más que personal. Y sin embargo, no se ha identificado usted ante la señorita Minto como agente de policía.
– Porque no lo soy. Si lo hubiera hecho, habría cometido una suplantación. Y las imitaciones nunca se me han dado bien, solo la de Maurice Chevalier. Pero claro, siendo francés, estoy seguro de que usted lo notaría enseguida.
– No tengo tiempo para bromas. ¿Cómo se llama?
– Lennox. Conoce a Sammy Pollock, ¿verdad, señor Barnier?
– Lo conozco. No obstante, no lo conozco bien. No lo bastante bien, en realidad, para estar al corriente de su paradero.
– Aun así me gustaría hablar con usted, señor Barnier.
– Me temo que estoy muy ocupado para eso. No puedo ayudarle en sus pesquisas. Porque se trata de pesquisas, ¿no es así? Entiendo que es usted una especie de detective privado.
– Solo le estoy echando una mano a alguien, señor Barnier. Sammy Pollock ha desaparecido y pretendo averiguar su estado de salud y su paradero. Le agradecería que pudiera dedicarme unos minutos. Quizás haya algo que usted considere insignificante, pero que podría servirme para localizar a Sammy.
– Lo lamento. Como le he dicho, no tengo…
– Ya veo. Se lo diré al señor Cohen. Ha sido él quien me ha indicado que hablara con usted.
Conseguí lo que buscaba: un breve silencio al otro extremo de la línea. Barnier estaba atando cabos. Que acabara haciéndose una idea exacta o no, a mí me tenía sin cuidado.
– ¿Conoce el Merchant’s Carvery, en el centro? -dijo al fin con un ligero suspiro.
– Lo conozco -respondí.
El Merchant’s era un restaurante-asador no apto para gentuza en una ciudad llena de gentuza. Barnier tenía estilo y también dinero para costeárselo, obviamente. No acababa de imaginarme a una persona así enredada con Sammy Pollock. Y menos aún con escoria como Paul Costello. Pero había que asegurarse.
– Venga a verme allí a las ocho -dijo-. En el bar.
– Gracias, señor Barnier. Allí estaré.
Conduje de vuelta hacia la ciudad, pero antes de llegar al centro me desvié por la carretera del norte hacia Aberfoyle. Me dolía la cabeza. Notaba un sordo y persistente martilleo en las sienes y detrás de los ojos. Glasgow había alzado una cortina frente al soclass="underline" un fino velo de nubes salpicado de motas oscuras. La temperatura seguía siendo alta, sin embargo, y el aire me parecía más denso y más pesado. Sabía que el dolor de cabeza anunciaba tormenta, y salir de la ciudad no sirvió de mucho para aliviarme de la opresiva atmósfera que parecía estrujarme los senos nasales como un acordeón. Al cabo de un cuarto de hora ya me encontraba por la zona de Mugdock, donde Glasgow se abría a un panorama de campos y de casas caras dispersas. El sol se había vuelto a abrir paso entre las nubes, pero el pesado ambiente de tormenta seguía en el aire y el cielo había adquirido hacia el oeste un tono acerado.
El sitio donde vivía Bobby Kirkcaldy no era de los más caros, pero no dejaba de ser un paso de gigante desde sus orígenes en Motherwell. Ya solo el hecho de tener un baño en el interior de la casa, uno que no había de compartir con otras familias, constituía un salto espectacular. La verdad era que yo admiraba a Kirkcaldy como boxeador. Había empezado como peso ligero y luego había pasado a peso medio, pero conservando cierta gracia y ligereza en su juego de pies. Lo había visto pelear en dos ocasiones y había sido como ver a dos boxeadores totalmente distintos. Kirkcaldy era uno de esos púgiles que, sin ser seguramente un prodigio mental en ningún otro sentido, parecen poseer una profunda inteligencia física: una capacidad especial para interpretar constantemente cada movimiento de su adversario y calibrar su técnica en consonancia. Era como si descifrara a su oponente en el primer minuto de cada asalto y adaptara su estilo para contrarrestarlo. Si se enfrentaba con un especialista en el cuerpo a cuerpo, Kirkcaldy ampliaba sutilmente su radio de acción y obligaba a su oponente a salir de su terreno favorito; si se enfrentaba con un púgil que dominaba el centro del ring, Kirkcaldy lo acosaba con golpes cortos, obligándolo a retroceder y acorralándolo contra las cuerdas.
Una de las peleas que había presenciado había sido contra Pete McQuillan. Este era duro como un gorila: un pedazo de bestia que se mantenía con esfuerzo en la categoría de los pesos medios y que, en cuestión de estilo, apenas quedaba un escalón por encima de los pikeys que se zurraban a puño limpio. Solo era capaz de ganar -y hasta entonces se había mantenido invicto- asestando un golpe que noqueara al contrario o causándole tales destrozos en la cara que el árbitro se viera obligado a parar el combate. Y entonces lo emparejaron con Bobby Kirkcaldy. Fue un espectáculo asombroso y digno de verse: McQuillan segando brutalmente el aire una y otra vez con los puños, mientras Kirkcaldy bailaba a su alrededor colocándole golpes tan dañinos como certeros. McQuillan se vio arrastrado a un terreno que nunca había pisado, la distancia, y Kirkcaldy fue declarado vencedor a los puntos por unanimidad. Ahora era el claro favorito en el campeonato de Europa de peso medio e iba enfrentarse con Jan Schmidtke, de Alemania Federal.
Y yo estaría allí. Tenía una entrada.
La casa era más o menos del mismo tamaño que la de MacFarlane en Pollockshields, pero de construcción más reciente, quizá de los años veinte o treinta, y tenía la ventaja de encontrarse en una zona de más categoría. Estaba encalada, además, lo cual le daba una pátina brillante y casi foránea a la luz del día. La puerta principal miraba al sur, pero se hallaba protegida del sol con un arco de estilo art déco ribeteado de ladrillo. Los muros encalados bajo las tejas rojas y los adornos de ladrillo de terracota constituían un ambicioso intento de conferirle a la casa un aire mediterráneo, cosa que, en Escocia, era una hazaña equivalente a lograr que Lon Chaney se pareciera a Clark Gable. No sabía muy bien qué parte del mérito le correspondía al arquitecto y qué parte había que atribuirla al extraño clima que parecía haberse adueñado del oeste de Escocia.
Me abrieron casi en el acto cuando llamé al timbre; habrían oído el crujido de los neumáticos en el sendero de acceso. Estaban al acecho por si llegaban visitantes, fueran bienvenidos o no, eso pensé. No fue Bobby Kirkcaldy quien abrió la puerta, sino alguien de aspecto incluso más agresivo: un hombre viejo con un traje oscuro y una delgada corbata de lana. Era enjuto y avieso, y daba toda la impresión de estar hecho con los materiales más toscos: cerdas blancas en lugar de pelo y una cara curtida y surcada de arrugas que parecía peor que gastada, como si algo capaz de machacarla, la intemperie o cualquier otra cosa, se hubiera ensañado cruelmente con ella. Su nariz achatada tenía un aspecto gomoso e informe, lo que indicaba que se la habían roto tantas veces que ya no quedaba cartílago para darle consistencia. El destrozo no era solo aparente; su voz, cuando empezó a hablar, sonaba amortiguada y nasal, incluso más de lo normal para un glasgowiano.