– ¿Nada más? -insistió McNab-. ¿No has hecho ningún trabajo para él? ¿Algún fisgoneo?
Meneé la cabeza con hosquedad y bajé la vista a la mano que aún tenía en el pecho: una manopla fornida, de dedos rechonchos y nudillos pelados. La manga blanca y almidonada asomaba bajo la tela de tweed.
– Nos vamos a encargar de que no metas la nariz en este asunto, Lennox -dijo-. Esto es cosa de la policía.
– No tengo ninguna intención de entrometerme. -Fruncí el ceño. Me desconcertaba que McNab sintiera la necesidad de advertírmelo-. ¿Cuál ha sido el motivo?
– Veamos… -McNab se rascó el mentón con la mano libre, simulando en plan de mofa que se quedaba pensativo-. MacFarlane era uno de los corredores de apuestas y criadores de galgos más ricos de Glasgow. Acababa de llegar de las carreras con una cartera llena de dinero que no hemos encontrado… Déjame pensar… ¡Ya lo tengo! ¡Un crimen pasional!
– Debería limitarse a su especialidad, comisario, y dejar los sarcasmos para mí.
– Tú déjame la investigación policial. Esto es un simple robo. Nos ocuparemos del asunto, Lennox; un par de días y tendremos al cabrón entre rejas.
– Ah. -Asentí con una sonrisa-. El sistema legal escocés en acción. Un modelo de justicia y equidad que considera inocente a cualquier hombre hasta que se demuestra que es católico.
Ya me imaginaba la escena. Los rateros, tal como los tipificaba la ley escocesa, no solían usar la violencia. Me imaginé un desfile de sospechosos habituales recibiendo una buena paliza en comisaría. En las películas, los agentes siempre tranquilizaban a las personas interrogadas diciéndoles que no serían más que «unas preguntas de rutina». Me habría gustado saber si esa era también la cantinela del cuerpo de policía de la ciudad de Glasgow: «No le entretendremos mucho, es solo cuestión de rutina. Unas cuantas patadas más en las costillas y ya podrá recoger sus dientes del suelo y largarse…».
– ¿Te puedo hacer una pregunta? -dijo McNab, interrumpiendo mis reflexiones.
– Hacer preguntas es lo suyo, comisario -contesté, sin añadir que las respuestas solían arrancarlas a golpes-. Adelante.
– ¿Por qué no te largas de una puta vez a Canadá?
– ¿Es una pregunta o es el nuevo eslogan de la agencia de inmigración canadiense? Tiene gancho, se lo reconozco.
– Eres un gracioso, ¿verdad, Lennox? -Levantó la vista y miró por encima de mí hacia el jardín, como si no estuviera del todo concentrado en la conversación. Y de golpe me clavó la mirada y se inclinó, amenazador. Con la cara pegada a la mía y su zarpa en mi pecho, no había duda de que había vuelto a concentrarse-. ¿Te acuerdas de nuestra última charla en Saint Andrew’s Square? -McNab se refería a la comisaría central de la policía de Glasgow.
– ¿Cómo olvidarla? Usted, yo y aquel muchacho encantador de las Hébridas con el puño envuelto en un trapo mojado.
– Si no dejas de hacerte el chistoso podría organizar otra reunión… Mantén el pico cerrado, Lennox. Y responde a mi pregunta: ¿por qué no te vuelves de una puta vez a Canadá?
– Me gusta esto -respondí, pasando por alto el desatino de tener que responder con el pico cerrado-. El aire de Glasgow me sienta bien. Si me marchase, me curaría de mi pleuresía… y la verdad, me ha costado mucho perfeccionarla. -Di un suspiro y me encogí de hombros-. No sé, quizás algún día vuelva. Cuando esté preparado.
– Yo, en tu lugar, lo consideraría seriamente. -Apartó la zarpa de mi pecho. La había mantenido ahí tanto tiempo que aún me parecía notar su peso cálido a través de la camisa y la chaqueta. Había quedado bien claro: el comisario Willie McNab podía ponerle la mano encima a cualquiera, en cualquier momento y tanto tiempo como quisiera-. Sé de mucha gente a la que no le caes bien, Lennox. Gente que aún piensa que sabes más de lo que dices del caso McGahern.
– Se equivocan. -Me apresuré a disimular con una sonrisa forzada mi incomodidad. McNab se empeñaba una vez más en desenterrar una historia muerta, completamente muerta-. Se lo vengo diciendo, comisario, soy menos importante de lo que parezco. ¿Puedo marcharme ya y hablar con Lorna?
– Recuérdalo: no metas la nariz en este asunto de MacFarlane. -Encendió un Player’s, dio una larga calada y soltó una vaharada de humo hacia la oscuridad bochornosa de Pollokshields-. O yo mismo me encargaré de organizarte un cambio de aires. ¿Está claro?
– Cristalino… Sus amenazas veladas, comisario, quizá no sean muy sutiles, pero por lo menos no llaman a engaño.
Maggie MacFarlane me sirvió un whisky mientras permanecía sentado consolando a su hijastra. La madre de Lorna había muerto diez años atrás y Jimmy Calderilla MacFarlane había vuelto a casarse. Maggie, su segunda esposa, no debía de llevarle a Lorna más de diez años.
Cuando algunos hombres alcanzan cierta edad, siempre que hayan alcanzado también un nivel financiero adecuado, cambian el coche familiar por un ostentoso modelo deportivo de líneas impecables y estilizadas, porque la velocidad los estimula y les hace sentir por un momento que vuelven a ser jóvenes, aunque no puedan controlar del todo la potencia del motor. Las segundas esposas también pueden ser así. Maggie MacFarlane lo era indiscutiblemente y, ya en nuestro encuentro inicial, la primera vez que pasé a recoger a Lorna, me había dado la impresión de que a ella no le importaría que me la llevase también alguna vez a dar una vuelta.
– ¿Cómo se encuentra, Maggie? -le pregunté. La verdad es que se la veía muy bien. Incluso un poquito demasiado.
– Aún no puedo creérmelo -dijo tendiéndome el whisky y sirviéndose uno-. Pobre Jimmy. ¿Quién podría hacer algo así?
Tomé el vaso, rodeé con el brazo a Lorna y la convencí para que diera un sorbo de whisky. Había llegado a esa etapa en la que el llanto ya se ha agotado y permanecía en el sofá, pálida e inmóvil. Tosió y apretó los párpados mientras se tragaba el líquido. El calor del whisky pareció iluminar su rostro mientras miraba a Maggie con el ceño fruncido.
– A mí se me ocurren varias ideas -masculló con rencor. Ah, las familias felices, pensé.
Me sabía mal por Lorna, pero eché un vistazo disimulado al reloj: ya había pasado la hora de los pubs. Y pronto pasaría también la hora en la que podía colarme en el Horsehead con mi secreto redoble en la puerta.
Decidí aliviar un poco la tensión.
– ¿Ha encontrado usted el…? O sea, ¿ha sido usted quien se ha encontrado al señor MacFarlane? -le pregunté a Maggie.
Ella se sentó en el sofá de enfrente, cruzando las piernas con un rumor de seda. Aquél era el momento más inoportuno para mirarle las piernas y me esforcé en no hacerlo. Fracasé, como de costumbre. Sus labios, de un intenso carmesí, se curvaron alrededor del cigarrillo que acababa de encender (una marca extranjera de lujo, con filtro y con un cerco dorado).
– Yo estaba en casa de una amiga en Bearsden -dijo, sosteniéndome la mirada con sus ojos azules-. He vuelto hace cosa de una hora. En cuanto he llegado, me he dado cuenta de que pasaba algo raro porque la puerta estaba entornada. Luego, cuando he entrado en el estudio de Jimmy…
Bajó la vista y dio un largo trago de escocés.
– ¿Qué ha dicho la policía?
– No mucho. Solo que creen que se trata de un robo. Alguien que sabía que Jimmy iba a volver con toda la recaudación de la noche del estadio de Shawfield.
– ¿Ha mencionado la policía algún nombre?