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– ¿Qué quiere? -dijo.

– Una vida tranquila, dinero, una chica guapa y sensación de paz interior.

Me miró inexpresivamente. Además de la nariz, era evidente que le habían arrancado el sentido del humor a golpes.

– Vengo a ver a Bobby -suspiré. No parecía bienvenido allí-. Me llamo Lennox. Me espera.

Me examinó de arriba abajo. Yo lo imité. Era difícil deducir su edad; podían ser cincuenta años muy estropeados o setenta en plena forma. Era exboxeador, obviamente, pero me daba la impresión de que le habían partido la cara a base de bien tanto fuera como dentro del ring. Ladeé la cabeza y sonreí con impaciencia. El viejo guerrero se hizo a un lado para dejarme pasar. Iba a entregarle mi sombrero, pero la verdad es que no tenía pinta de mayordomo al estilo Jeeves, así que lo sujeté en mis manos y seguí al hombre por un largo pasillo con baldosas de terracota y cuadros de cierto gusto, algunos originales, colgados de las paredes. Me imaginaba que un boxeador criado en Motherwell como Kirkcaldy debía de tener un buen gusto comparable aproximadamente al sentido del olfato de mi anciano acompañante desnarigado, así que atribuí aquel despliegue de estética doméstica a algún buen decorador.

Llegamos a un amplio salón con unas puertas vidrieras que daban a una inmensa zona ajardinada que se extendía hacia las verdes colinas del fondo. Un sitio bonito, ese tipo de bonito que costaba un dineral. Lo que más me sorprendió, de nuevo, fue cómo estaba amueblado. Glasgow era más bien un tipo de ciudad de apaños y remiendos. En general, Gran Bretaña era una sociedad remendada, porque hasta hacía poco su propia supervivencia había dependido de ello. La situación de práctica bancarrota de la posguerra había ralentizado además la oscilación del péndulo desde la austeridad hacia la prosperidad, y a ello había que añadir el conservadurismo de la sociedad escocesa. Yo había visto algunas casas decoradas en estilo Contemporary -la de Jonny Cohen, por ejemplo-, pero en general todo lo que oliera a modernismo inspiraba desconfianza. Y si se usaba en la decoración, se hacía a medias o torpemente. Todo lo cual explica por qué la casa de Bobby Kirkcaldy le habría parecido al escocés medio como un plató de Hollywood. Allí todo era de primera: los muebles tenían el aspecto de ser piezas originales de la Bauhaus, de Le Corbusier o Eames, y si no se trataba al menos de muy buenas imitaciones. Había una pared cubierta de libros. Me asaltó la idea poco caritativa de que Kirkcaldy le había pedido al interiorista que procurase dar una imagen más refinada de él. Igual que en el vestíbulo y en el pasillo, los cuadros del salón parecían originales. La mayor parte eran modernos y atrevidos -cosas abstractas-, pero había algo en esa clase de pintura que me resultaba atractivo. Era nuevo, como el mobiliario. Y para mí, Nuevo era Bueno. Una vez más le atribuí todo el mérito a un decorador de tarifas probablemente exorbitantes.

Bobby Kirkcaldy se incorporó cuando entramos. Estaba sentado en una tumbona de cuero junto a los grandes ventanales y, al levantarse y venir a nuestro encuentro, lo hizo con la misma grácil ligereza con que lo había visto moverse sobre el ring. Tenía el pelo tupido y oscuro y, a diferencia de lo que ocurría con el viejo, no se veían en su rostro las marcas habituales de una carrera pugilística. Su nariz no parecía haber sufrido ningún percance y apenas se percibía en él un atisbo del perfil anguloso que suelen tener los pómulos de un boxeador. Llevaba una camisa con los dos últimos botones desabrochados y unos pantalones ligeros. Una indumentaria informal, pero con el sello inequívoco de Jermyn Street.

– ¿Usted es Lennox? -preguntó. No sonrió, pero no había nada abiertamente hostil en su actitud, solo un afán de ir al grano.

– Sí, yo soy Lennox. ¿Sabe para qué he venido?

– Para investigar esta sarta de disparates que han estado sucediendo. Lo ha contratado Willie Sneddon. Para serle sincero, me parece que a Sneddon le preocupa más toda esta mierda que a mí.

La voz de Kirkcaldy era suave, casi delicada, pero se las arregló para insinuar cierta aversión al pronunciar el nombre de Sneddon. Hablaba con calma y seguridad, y tenía menos acento de lo que yo esperaba. Visto de cerca, y no a la distancia inevitable en un estadio de boxeo, se percibía en sus ojos cierta inteligencia. Pero también algo más que no era capaz de precisar. Y que frenó en seco la simpatía que me inspiraba.

Me volví, miré al saco de arena que me había acompañado y luego otra vez a Kirkcaldy.

– No hay problema -me dijo este-. Puede hablar delante de Tío Bert. Él me ha entrenado desde niño.

Tío Bert me miraba, inexpresivo. Pero claro, seguramente la movilidad facial para formar una expresión se la habían arrebatado a hostias hacía años. Me sorprendí preguntándome qué cualidades podía tener aquel tipo como entrenador de boxeo cuando daba toda la impresión de que nadie le había enseñado el significado de la palabra «esquivar».

– De acuerdo -dije. Eché un vistazo por todo el salón tal como hace uno cuando ya deberían haberlo invitado a sentarse, pero no lo han hecho-. Bonito sitio. Me gustan los cuadros. Nunca sé muy bien dónde termina el expresionismo abstracto y dónde empieza la abstracción lírica.

– Estos no son ni lo uno ni lo otro -dijo Kirkcaldy-. Yo desconfío de los «ismos», en política o en arte. Solo compro lo que me gusta y lo que puedo permitirme. Y el único motivo de que me lo pueda permitir es el boxeo.

Advirtió que estábamos de pie y señaló un sofá que se alzaba apenas por encima del pulido suelo de madera. Me agaché para acomodarme; había que agacharse un montón. Kirkcaldy, desde luego, no hablaba como el típico boxeador criado en las calles y yo empezaba a sospechar que los libros de las estanterías no eran solo para impresionar. Existía un cierto tipo de escocés de clase baja que, privado de toda instrucción en su infancia, miraba la cultura y el conocimiento con veneración. Yo me creía por encima de los prejuicios esnobs, pero ahora acababa de demostrarme que no lo estaba. Empezaba a quedarme claro que la impresión de inteligencia física que transmitía Kirkcaldy en el ring era solo una parte de algo más importante.

– ¿Entiende mucho de arte, señor Lennox? -preguntó, sentándose en el sillón Eames de enfrente. El Tío Bert permaneció de pie. Sería la fuerza de la costumbre: mantenerse derecho debía de haberle costado caro en el pasado.

– Un poco -le dije-. Me interesó antes de la guerra. Después, lo que se esperaba de mí era que me interesara por la guerra. Pero todavía entro de vez en cuando en alguna galería.

Kirkcaldy asintió, sonriendo. Una sonrisa vacía y postiza, como la de Sheila Gainsborough.

– Se da usted cuenta de que todo lo que está pasando es un disparate, ¿no?

Me encogí de hombros.

– Parece que alguien pretende meterle miedo antes de la pelea. Mucha gente ha apostado un montón de dinero a favor de uno u otro, y algunos están dispuestos a incurrir en manejos turbios para proteger su inversión.

– Es evidente que alguien pretende asustarme, pero no lo va a conseguir. Yo no me asusto fácilmente y cualquiera que haya tratado conmigo sabe que me retiraría antes de dejarme ganar.

– ¿Alguien le ha dicho algo al respecto? Una llamada, una nota debajo de la puerta, ese tipo de cosas.

– No. Nada. Como usted dice, es una maniobra para asustarme, para distraerme mientras me preparo para el combate.

Asentí y tomé nota. Quizá llegaría a oídos de Sneddon que había asentido y tomado nota. Aquello era una búsqueda inútil, igual que lo de encontrar el dietario de Calderilla MacFarlane. Lo único que me sorprendía era la pronta disposición de Kirkcaldy a aceptar que alguien quería acojonarlo de cara a la pelea. Como Jonny Cohen, yo tenía la impresión de que allí había algo más. Decidí plantearle la idea.