Выбрать главу

– ¿Se le ocurre alguna otra cosa (una persona resentida, un conflicto reciente) que pudiera explicar todo esto?

Él frunció los labios y reflexionó un momento.

– No… la verdad es que no me imagino a nadie haciendo algo así por motivos personales.

– Ya veo -dije. Curioso que tuviera que pensárselo antes de responder. Como si nunca se le hubiera ocurrido la posibilidad.

Seguimos hablando media hora más, durante la cual me dediqué a anotar cada una de las cosas que habían sucedido, con las fechas, la hora y demás. Kirkcaldy me daba los datos de un modo maquinal. Le pregunté si podía enseñarme el coche que le habían salpicado de pintura roja, pero ya habían vuelto a pintarlo. La soga de ahorcado la habían tirado, igual -naturalmente- que el pájaro muerto.

– ¿Qué clase de pájaro era? -le pregunté.

– ¿Cómo? No sé. Un pájaro. Una paloma o un pichón, creo. Pero sí sé que era blanco. Del todo blanco. Así que probablemente una paloma.

– ¿Cómo había muerto?

– ¡Yo qué coño sé! -replicó con agitación y con el acento de Motherwell más acusado. Me miró con hastío-. ¿Qué piensa hacer? -preguntó.

– Bueno, no tengo nada para continuar. A usted no se le ocurre quién podría albergar un rencor personal… No puedo hacer gran cosa, salvo cubrirle las espaldas durante una temporada.

– Puedo cubrirme las espaldas por mi cuenta -dijo, echándole una mirada significativa al Tío Bert.

– Bueno, si no le molesta, yo me mantendré ojo avizor. Desde luego no puedo pasarme aquí todo el día, de modo que si sucede algo puede localizarme habitualmente en estos números.

Le anoté el de la oficina y el de casa, así como el número del teléfono que había detrás de la barra del Horsehead.

Cuando salí de la casa de Kirkcaldy, el tono acerado del cielo se había vuelto aún más oscuro y la atmósfera mucho más pesada. Hacía un bochorno tremendo y yo notaba la presión como una cinta alrededor de la cabeza. Había conducido solo un par de minutos cuando estalló la tormenta.

Si hay algo que Glasgow hace bien -mejor que cualquier otro sitio, que yo sepa- es llover. Hubo en el cielo un par de deslumbrantes fogonazos, y antes de que retumbara sobre mi cabeza un trueno ensordecedor, la lluvia ya golpeaba el parabrisas. No es que lloviera simplemente: era como si una rabia contenida impulsara los gruesos goterones que repiqueteaban con furioso redoble en el techo del coche y se burlaran de los animosos pero endebles esfuerzos del limpiaparabrisas. Mientras me acercaba a Blanefield y enfilaba hacia Bearsden tuve que aminorar la velocidad y avanzar a paso de tortuga, porque apenas se veía a dos pasos.

Me quedaba tiempo antes de mi cita con el francés, así que me dirigí a Argyle Street. La lluvia torrencial no había parado, pero tuve la suerte de aparcar a solo treinta segundos del restaurante de la esquina. Entré corriendo, me sacudí la lluvia del sombrero y se lo entregué al camarero mientras me quejaba del repentino cambio de tiempo. Solo había otras dos mesas ocupadas; me senté y me sumí en un taciturno silencio. Cuando me terminé la costilla de cordero y el puré de patatas, me tomé un café y me puse a fumar, contemplando la lluvia a través de la ventana con cierto desánimo.

Aquello era una tarea inútil. Por más vueltas que le daba, lo de Kirkcaldy seguía pareciéndome un trabajo absurdo. Willie Sneddon estaba dando palos de ciego para proteger su inversión. Aparte de apostarme toda la noche delante de la casa, no se me ocurría qué podía hacer. Y si al final todo se reducía a vigilar durante las veinticuatro horas, a Sneddon iba costarle un riñón; mejor haría enviando a Deditos McBride para que se plantara allí con el coche, o a Singer. Aquello era trabajo para un matón. Tendría que decírselo a Sneddon claramente.

Después de pagar la cuenta en la caja registradora y de recoger el sombrero, volví a salir a la lluvia. Había amainado bastante y la atmósfera se había librado un poco del calor sofocante. Glasgow volvía a ser Glasgow: lluvia y nubes grises.

Tardé solo dos minutos en llegar al Merchant’s Carvery, que estaba en el barrio financiero de la ciudad. Llegaba muy pronto y decidí esperar dentro del coche hasta que dieran las ocho. El Merchant’s Carvery era uno de los intentos de Glasgow de revestirse de clase. Quedaba frente a una plaza ajardinada, en medio de una cuadrícula de adosados de estilo georgiano y victoriano. Como indicaba el nombre del restaurante-asador, las casas de los alrededores habían estado ocupadas en su día por los comerciantes e industriales adinerados de la ciudad; ahora la mayoría habían sido habilitadas como oficinas. Sentado en el coche justo enfrente, hice una apuesta conmigo mismo: seguro que reconocía a Barnier cuando llegara. Pero resultó que solo vi entrar en el restaurante a una pareja de mediana edad. Los dos vestidos de tweed.

El Merchant’s Carvery era uno de esos lugares diseñados, o mejor dicho, decorados y amueblados para intimidar. Un lugar pensado para que te sintieras fuera de lugar. A mi modo de ver resultaba excesivo, se les había ido la mano. El lujoso cuero rojo de los reservados era demasiado rojo y más ostentoso de la cuenta. Si el Carvery hubiera estado en Edimburgo seguramente no habría resultado tan pomposo.

Entré y le tendí mi sombrero esta vez a un conserje con gorra y chaquetilla corta de color blanco. Era, sin la menor duda, el conserje más geriátrico que había visto en mi vida y me inquietó que pudiera desmoronarse de un momento a otro. Le dije que iba a reunirme con el señor Barnier y él me hizo una seña con el mentón hacia un hombre alto que estaba de espaldas en la barra. Nos costaría una eternidad cruzar todo el local si tenía que dejarme acompañar, así que le di las gracias al anciano y me limité a un par de chelines de propina. Supuse que el peso de media corona lo habría desequilibrado.

– ¿Monsieur Barnier? -le dije al hombre de la barra, y él se volvió para mirarme.

Alain Barnier no era como yo había imaginado. Para empezar era alto, con el pelo claro -no del todo rubio- y ojos verdosos. A mi modo de ver parecía escandinavo o alemán, y no un francés meridional. Tampoco tenía la tez oscura, cosa lógica, bien pensado, porque llevaba al menos un par de años viviendo en Glasgow. Aunque, claro, nadie podía llegar a ser tan pálido como un nativo de Glasgow. Los escoceses eran la gente más blanca del planeta; y los glasgowianos solían venir con un tonillo pálido azulado (salvo los que se habían puesto rojos por una desusada exposición a la gran bola ardiente del cielo que, hasta hacía solo un par de horas, había hecho aquel verano su misteriosa aparición). Barnier era un tipo imponente y apuesto, con unas profundas arrugas bajo los ojos que sugerían muchas sonrisas. Aunque también había algo un poco cruel en sus rasgos. Le calculé a ojo unos cuarenta años.

Aparte del tono ligeramente dorado de su piel había un par de detalles más que lo delataban como extranjero. Llevaba ropa cara, pero no ostentosa. Y no de tweed. Su traje, extraordinariamente bien cortado, era de franela gris pálido con tenues rayas blancas. No parecía un corte británico. Además, estaba acicalado de un modo impecable y lucía un bigote pulcramente recortado y una perilla que le afilaba el mentón. Te hacía pensar de entrada en un cuarto mosquetero vestido por Cardin.

– Me llamo Lennox, señor Barnier -le dije en francés-. Hemos hablado esta tarde por teléfono.

– Le esperaba. ¿Una copa?

Le hizo una seña al barman con una desenvuelta autoridad que a los escoceses no les sale fácilmente, y le pidió en inglés dos copas de coñac.

– Por favor -dijo, retomando su lengua nativa y señalándome uno de los reservados de cuero que quedaba al fondo del bar. Tomamos asiento-. Habla muy bien el francés, señor Lennox. Pero, si me permite, tiene un acento muy marcado. Y habla despacio, como un bretón. Deduzco que es canadiense, ¿no?