– Sí. De New Brunswick, la única provincia oficialmente bilingüe de Canadá -le dije, y a mí mismo me sorprendió el tono orgulloso de mi voz.
– Pero no es francófono.
– ¿Tan evidente resulta?
Barnier se encogió de hombros e hizo una mueca.
– No… no especialmente. Pero tiene mucho acento. Doy por descontado que el inglés fue su primera lengua.
– ¿De dónde es usted, señor Barnier?
Apareció el camarero con las copas.
– De Toulon. Bueno, originalmente de Marsella, luego de Toulon.
Di un sorbo de coñac y noté que se difundía por mi pecho una sensación cálida y dorada.
– Bueno, ¿verdad? -preguntó. Una sonrisa ahondó las arrugas alrededor de sus ojos-. Lo importo yo. Es uno de los mejores.
– Se nota. Probé el bourbon que le proporcionó a Jonny Cohen. También era excelente.
– Ah, sí. Ha mencionado que conocía al señor Cohen. -Barnier me observó por encima del borde de la copa de brandy-. Por cierto, ha conseguido usted irritar a la señorita Minto.
– ¿De veras? -Alcé las cejas, procurando parecer tan inocente como lo había sido a los dieciséis años, cuando mi padre me interrogó sobre la desaparición de unos cigarrillos y una botella de whisky-. Creía que estábamos haciendo buenas migas. He aprendido una nueva palabra, key lan… ¿O son dos palabras?
La alusión pareció sobresaltar a Barnier, pero se apresuró a disimularlo.
– No puedo permitir que incomode a la señorita Minto. Es una dama muy… enérgica, pero su trabajo resulta esencial para el correcto funcionamiento de la oficina.
– ¿Por qué me ha preguntado si yo tenía algo que ver con el key lan? ¿Lo pronuncio bien?
– Se refería a un producto que hemos importado hace poco. La señorita Minto debe de haber pensado que quería verme por eso, sencillamente.
– Me halaga que la señorita Minto me haya creído lo bastante rico para comprarlo.
– No. Lo que sucede es que el producto se extravió durante el envío, probablemente porque se produjo un error al embalarlo y etiquetarlo. La señorita Minto debe de haber creído que era usted de la compañía de seguros. -La sonrisa de Barnier se había disipado. Su tono indicaba que la charla intrascendente había concluido ya-. ¿Qué es exactamente lo que quiere de mí, señor Lennox?
– Me han contratado para investigar la desaparición de Sammy Pollock. Quizá lo conozca como Sammy Gainsborough.
– Apenas lo conozco con uno u otro nombre. El señor Pollock era un conocido, nada más. Mis tratos con él han sido tan infrecuentes que tengo que hacer un esfuerzo para recordar la última vez que lo vi. ¿Cómo es que me pregunta por él?
– ¿Lo ha conseguido? Recordar la última vez, quiero decir.
Barnier hizo un gran alarde de revisar el archivo de su memoria. Se acarició suavemente la perilla hasta convertirla en un afilado pico invertido.
– Debió de ser hace dos o tres semanas. Un viernes. Él estaba en el Pacific Club a la misma hora que yo. Es un sitio horrible… Por favor, no vaya a decírselo al señor Cohen; es un valioso cliente, al fin y al cabo. Pero sí, es un lugar horrible. Lo frecuento porque, curiosamente, el señor Cohen suele conseguir buenas actuaciones de jazz los viernes. En fin, vi allí al joven Pollock. Él actuó… interpretó unas canciones para llenar el hueco de un número que había fallado. Iba con una chica, si mal no recuerdo. Pero no hablamos aquella noche.
– ¿Y no lo ha visto desde entonces?
– Oiga, señor Lennox. -Barnier volvió a aquel inglés intachable, fluido y de gramática perfecta-. La verdad es que no tengo ni idea de si lo he visto o no desde entonces. Sammy Pollock no tiene un gran protagonismo en mi conciencia. Puede que lo haya visto y no me haya fijado. Le repito la cuestión: ¿por qué me pregunta a mí por ese joven?
– Debe disculparme, señor Barnier, pero no me queda otro remedio que agarrarme a un clavo ardiendo. Me dijeron que habían visto a veces a Sammy Pollock con usted. El hecho es que parece haber desaparecido y que estoy bastante preocupado por su estado. Hasta ahora no he conseguido encontrar el menor indicio sobre su paradero.
Miré al francés a la cara. No había nada que descifrar en su expresión. Tal vez porque mi comedia de estoy-del-todo-perdido no había colado. O tal vez porque no le interesaba lo más mínimo.
– ¿Tenía algún negocio entre manos con Pollock? -añadí.
– No. Ninguno.
– En las ocasiones en que lo había visto… ¿conocía a la gente que lo acompañaba?
– No, tampoco. Oiga, no pretendo ser grosero, pero realmente no creo que pueda ayudarle más.
Apuró su copa. Un gesto de puntuación: la conversación había llegado a su punto final.
– Gracias por su tiempo, señor Barnier -dije en francés.
Me levanté, le reclamé mi sombrero al conserje geriátrico y salí a la calle. Había dejado de llover, pero el cielo aún parecía de malas pulgas. No era el único.
Había sido un día infructuoso y me sentía demasiado cansado para pasarme por la casa de Sneddon en Bearsden o incluso para llamarle. Decirle a Willie Sneddon que no puedes cumplir sus órdenes es una cosa que hay que hacer cara a cara y con el estado de ánimo adecuado. No me subí directamente al coche, sino que me llegué a la cabina telefónica de la esquina, metí unos peniques y marqué el número de Sheila Gainsborough en Londres. El tipo que me atendió dijo que era su agente y que ella no estaba.
– Lo sé. Me dio este teléfono como número de contacto.
– Ya veo. ¿Es usted Lennox? -Su voz era aguda y ligeramente afeminada. Solté una risita para mis adentros: yo había dado por supuesto, al parecer, que la profesión de agente artístico era propia de hombres duros, como la minería o la siderurgia.
– Ese soy yo -respondí.
– Dígame, Lennox… ¿tiene algo de que informar?
Uf. El tipo estaba perdiendo mis simpatías con aquel tono.
– Para eso llamo.
– ¿Y bien? -insistió. Me hablaba como a un empleado; y a decir verdad, lo era. Pero bueno, él también.
– La señorita Gainsborough me dijo que podía contactar con ella a través de este número. Supongo que usted es Whithorn… ¿Va a verla esta noche?
– Veo a la señorita Gainsborough casi todas las noches -dijo. Posesivamente-. Llegará en una media hora.
– Dígale que Lennox la ha llamado. Que volveré a llamar esta noche, hacia las diez. Que haga lo posible para estar disponible y atender la llamada.
– ¿Por qué no me informa de lo que tenga que decirle? Yo me encargaré de transmitírselo.
Solté otra risita. Esta vez más fuerte, lo suficiente para que él la oyera.
– Secreto profesional, amigo. Creía que ese concepto debería resultarle familiar.
– No solo soy agente de la señorita Gainsborough, señor Lennox. Soy su consejero, su amigo.
– Volveré a llamar a las diez.
Colgué. Decidí que tarde o temprano haría lo posible para ponerle rostro a aquella voz del otro lado de la línea. Y ya tenía decidido que la cara de Humphrey Whithorn me desagradaría en cuanto la viera.
Volví hacia donde había dejado el Atlantic. No le presté mucha atención a un Wolseley estacionado tres coches más atrás hasta que un tipo descomunal con una gabardina amorfa y un sombrero flexible demasiado ajustado se plantó en la acera, cerrándome el paso. Enseguida apareció a mi lado otro más pequeño, aunque también robusto y con esa clase de jeta que más bien evitarías mirar en la barra de un pub, o en cualquier otro sitio. Noté la tenaza de este último en mi antebrazo, justo por encima del codo. Sabía sin más que no eran policías. Debían de ser los gorilas de alguien.
– Muy bien, Lennox -dijo el de la gabardina-. El señor Costello quiere verte. Ahora.