Sentí alivio, o algo parecido. Tener que lidiar con cualquier matón siempre es una lata, pero con frecuencia uno se somete si sabe quién hay detrás. Costello, desde luego, no poseía semejante peso y yo hice una mueca de irritación y de hastío.
– ¿Ah, sí? -repliqué. Por algún motivo me vino a la cabeza la imagen de la insistente y gruñona secretaria de Barnier y decidí seguir su ejemplo-. Soy una persona ocupada. Dile a Costello que pida una cita.
El otro me agarró del brazo con más fuerza. Me volví hacia él y le sonreí. Eran tipos duros, tipos dedicados a hacer daño. Pero Jimmy Costello no tenía fama por su prodigiosa mente criminal y esa falta de talento se extendía a la calidad de los gorilas que reclutaba. Seguramente me habían estado siguiendo todo el día y yo no los había visto con la lluvia. Había habido una docena de sitios adecuados donde podrían haberme abordado; este no era uno de ellos, más bien una elección de lo más estúpida para intentar atraparme. Estábamos en el corazón del distrito financiero a las 8.45 de la noche, sí, pero justo enfrente de un restaurante respetable. Y había una comisaría a solo dos manzanas. No, el sitio no podían haberlo elegido peor, y era ideal para que yo la emprendiera con ellos. Pero eran demasiado idiotas para darse cuenta y el gorila que me tenía agarrado del brazo parecía tan seguro de sí mismo como su compañero.
– Bueno -dijo con una sonrisa agresiva-. ¿Vienes sin armar jaleo o quieres hacer el gilipollas?
Durante la guerra descubrí una cosa de mí mismo, algo sin lo cual podría haber pasado perfectamente el resto de mi vida, algo feo y oscuro. Por las noches yacía despierto preguntándome si era una consecuencia de la guerra, o si había estado allí todo el tiempo pero no habría salido jamás a la luz si la guerra no se hubiera desatado. Mientras permanecía en mitad de la calle con aquellos dos violentos gorilas que trataban de obligarme a subir a su coche sentí que aquello se removía dentro de mí y lo acogí con alegría, como a un viejo amigo.
– Oíd, chicos -dije con simpatía, pero bajando la voz, para que tuvieran que aguzar el oído-. No me voy con vosotros. Y si tratáis de obligarme, alguien saldrá lastimado. Decidle a Costello que, si quiere verme, puede levantar el teléfono como todo el mundo. Y si está enfadado porque le di una tunda a su chico, decidle que lo siento… pero que me importa un carajo.
– ¿Cómo has dicho?
El grandullón de la gabardina se echó hacia delante, frunciendo el ceño, que era lo que yo quería que hiciera. Solo tenía un brazo libre, así que le lancé una patada a la zona de la gabardina donde calculé que guardaba las joyas de la familia. Acerté de lleno y se dobló sobre sí mismo. El tipo que me agarraba del brazo me dio un tirón hacia atrás, cosa que también esperaba. Me dejé arrastrar. Mantener la distancia con tu atacante no siempre es la mejor estrategia en una pelea callejera, así que embestí contra él, derribándolo de espaldas sobre el capó del Wolseley, y le caí encima, cara a cara. Él logró colocarme un puñetazo que me zarandeó la cabeza y me hizo ver las estrellas en blanco y negro durante una fracción de segundo. Con la mano libre, había agarrado mi sombrero al vuelo cuando había salido despedido del golpe. Y ahora se lo emplasté en la cara, tapándole los ojos y apretando con fuerza, mientras le asestaba un cabezazo en la nariz.
Estaba felicitándome por mi excelente manejo de la situación cuando una mula me arreó una coz a la derecha de la columna, justo por encima del riñón. Oí cómo se me vaciaban de golpe los dos pulmones y me encontré bruscamente en ese lugar de pánico donde el ansia de llenarte de oxígeno ocupa todo tu universo. El grandullón de la gabardina que me había atizado la patada, me agarró de los brazos y me separó de su compañero derribado sobre el capó. Yo todavía estaba forcejeando para recuperar el aliento, pero sabía que si no me recomponía a toda prisa iba a recibir una tanda de patadas. Inesperadamente el grandullón me soltó y yo me eché hacia delante, con las manos en las rodillas, y tomé ansiosamente varias bocanadas de aire para llenarme los pulmones. Me volví sin entender nada. Había algo que no encajaba. Eché un vistazo a mi amiguito de la cara ensangrentada, que se estaba incorporando del Wolseley, y comprendí que ya solo tenía que ocuparme de él. Lo que no encajaba era que acababa de ver a Alain Barnier a mi espalda, dándole de puñetazos al de la gabardina con gran eficiencia.
No podía entretenerme, todavía me quedaba mucho trabajo y me concentré en mi amiguito, que ya se ponía de pie. Me adelanté, dispuesto a golpearle en cuanto recuperase la vertical, pero el tipo no era tan estúpido como yo había creído, porque intuyó mi maniobra y, apalancando los codos en el capó, lanzó una patada brutal hacia arriba. No acertó por muy poco y yo conseguí agarrarlo por el tobillo. Le di un violento tirón en la pierna y su cuerpo se escurrió por la plancha del coche, como un barco deslizándose por la rampa de botadura. Cayó en la calzada bruscamente y su cráneo chocó contra el bordillo con un chasquido espeluznante. Se quedó del todo inmóvil. Por un momento me asaltó seriamente el temor de haberlo matado, pero el tipo me tranquilizó soltando un ronco quejido.
Oí que el jaleo continuaba a mi espalda: Barnier y el otro tipo. Y también me llegaban gritos desde el Carvery. Me volví a ver qué pasaba. El de la gabardina parecía el más duro de los dos gorilas; desde luego era el más grandullón, y yo supuse que iba a darle mucho trabajo a Barnier. Pero al volverme vi que el gorila había perdido aquel sombrero demasiado pequeño y que sangraba por un corte en la sien y también por la boca totalmente machacada. Barnier me dejó fascinado: guardaba la distancia con su adversario sin perder la calma, y sus ojos se movían constantemente; observaba los puños, los pies, la cara del otro, como descifrando sus intenciones y anticipando cada uno de sus movimientos. El grandullón se adelantó dando tumbos y le lanzó a la desesperada un torpe gancho a Barnier, quien retrocedió airosamente, como cediéndole el paso a una vieja dama en el boulevard. Fue entonces cuando vi cómo le había causado tanto daño a su oponente: echó todo el cuerpo hacia atrás y trazó con la pierna un arco, barriendo el aire con el filo del zapato como si fuera una guadaña. El golpe le dio justo en un lado del cráneo al gorila de Costello, que se derrumbó como un árbol talado.
Retrocedí unos pasos hasta colocarme hombro con hombro con Barnier, los dos listos y en guardia por si nuestros compañeros de juegos se levantaban del suelo. Se había formado un corrillo de gente a nuestra espalda, en los escalones del Carvery, y oí a lo lejos el aullido de las sirenas de la policía.
– Los he avisado por teléfono -dijo Barnier en francés, sin volver la cara. Era un tipo con temple-. Así que será mejor que preparemos una historia convincente.
El gorila al que le había abierto la cabeza contra el bordillo se incorporó por sí mismo y se apoyó en el guardabarros de su coche. Nos miró a Barnier y a mí. Todavía tenía los ojos un poco vidriosos, pero estaba lo bastante despierto como para advertir que nosotros podíamos seguir con la juerga y decidió a todas luces que ya había sonado la campana del recreo. Recogió el sombrero de su compinche y lo empujó con el pie, mientras mascullaba algo sobre la policía. Los dos matones se montaron renqueantes al Wolseley y se alejaron enseguida.
– ¿Quiénes eran sus amigos? -me preguntó Barnier, otra vez en francés.
– Unos clientes descontentos -dije.
– Será mejor que vuelva dentro a adecentarse.
Asentí y lo seguí hacia el Carvery sin hacer caso del Wolsely 6/80 negro de la policía que acababa de llegar. Cuando cruzamos la puerta, Barnier me dejó al cuidado del conserje geriátrico, que me hizo bajar unas escaleras con alfombra roja hasta el baño de caballeros. El portero que había allí me miraba con consternación, por lo que me figuré que debía de tener la cara hecha cisco. Pero cuando me miré al espejo que había sobre los lavamanos no me pareció que la tuviera tan mal y le pedí una toalla húmeda para aplicármela en la mejilla y evitar que se me inflamara y amoratara demasiado. Mientras esperaba la toalla me lavé las manos y la cara, y me refresqué también la nuca con un poco de agua fría. Tuve que incorporarme despacio, poniéndome la mano con cuidado en la zona lumbar, donde el tipo de la gabardina me había dado la patada. Me estaba haciendo demasiado mayor para aquellos trotes.