– No estarían metidos en la organización del combate Kirkcaldy-Schmidtke, ¿no?
– No… nada tan importante. ¿Por qué lo preguntas?
– Solo curiosidad -respondí-. ¿Para qué se pasó ayer por aquí?
– Está ayudando a resolver algunos temas de negocios.
– Ya veo. ¿Ayudando a tu madrastra?
Lorna me miró perpleja. Hasta que captó.
– Ah, no. Nada de eso. Créeme, no es que no considere capaz a Maggie. La creo capaz de cualquier cosa. Pero no me parece que Jack esté interesado. Por lo visto, tiene una colección de amiguitas glamurosas. -Esbozó una sonrisita pícara, aunque su tristeza la disolvió en el acto, como un dibujo en la arena-. Ya te digo, papá y Jack estaban muy unidos. Es imposible que Jack…
– ¿Y qué quería? Anoche, quiero decir.
– Solo pasó a ver si podía ayudar en algo. Y estaba buscando unos papeles que tenía papá.
– ¿Los encontró?
– No, creo que no.
Me tomé una copa con ella. Cuando ya me iba, me echó otra vez los brazos al cuello. Traté de ahuyentar la irritación que sentía crecer en mi interior. Una vez más, Lorna estaba quebrantando el tácito acuerdo de no exigirnos nada el uno al otro. «Estás hecho un verdadero canalla», me dije a mí mismo.
Cuando llegué a casa usé el teléfono del vestíbulo para llamar a Sheila Gainsborough al número de su agente. Respondió la misma voz suave y afeminada. Le pedí que me pasara con la señorita Gainsborough. Hubo un suspiro y un silencio al otro lado de la línea; luego se puso ella. Le expliqué los progresos que había hecho, cosa que no me llevó mucho tiempo.
– ¿No ha tenido ninguna noticia de Sammy? -le pregunté.
– No. Nada. -Su voz transatlántica sonaba tensa y cansada-. Tenía la esperanza…
– Continúo buscando, señorita Gainsborough. He hablado con el francés, Barnier, pero no parece conocer muy bien a Sammy, después de todo.
– ¿Ah, no? -dijo sorprendida, aunque solo vagamente-. Sammy lo nombró un par de veces. Creía que se conocían.
– Bueno, conoce a Sammy. Pero no tan bien.
Seguimos charlando unos minutos. Ella no tenía mucho más que decirme y yo aún menos a ella. Le prometí mantenerla informada.
Después de colgar noté una sensación opresiva y funesta en el pecho. Cada vez que pensaba en Sammy Pollock el cuadro se oscurecía un poco más.
Capítulo 6
Al terminar la guerra, Gran Bretaña se había propuesto convertirse en una sociedad más equitativa. Tal vez por eso, cuando Beveridge y otros políticos se hallaban planeando el Estado del Bienestar para dar un trato más justo a todo el mundo, Willie Sneddon, Jonny Cohen y Martillo Murphy cerraron el trato para convertirse en los Tres Reyes y dividirse Glasgow de un modo equitativo. A partes iguales.
Las porciones del pastel tal vez fueran equivalentes, pero Willie Sneddon se las arregló para llevarse la mayor parte del azúcar glaseado. De los Tres Reyes, Sneddon era con diferencia el más rico. Nadie sabía realmente -aunque muchos lo sospecharan- cómo había logrado amasar una fortuna semejante. Era una pregunta que sin duda debía de haberle quitado el sueño a Martillo Murphy muchas más noches de la cuenta. De todos modos, si conocías a Willie Sneddon tampoco resultaba un misterio tan grande. Había algo oscuro, astuto y tortuoso en su naturaleza, incluso más de lo que cabría esperar en un cabecilla normal del crimen organizado. Sneddon era un comerciante nato y un especialista en trapicheos. Más que un simple criminal, era un empresario del crimen, y siempre andaba buscando algún ángulo innovador, alguna nueva manera de exprimir una situación y sacarle réditos en metálico.
En el caso de Jonny Cohen, a mí me constaba -aunque nunca lo había hablado con él- que el grueso de su dinero no salía de sus clubes y sus demás chanchullos. La principal fuente de ingresos de Jonny procedía de una actividad criminal a gran escala: asaltos y robos sobre todo, fraudes con empresas fantasma y algún que otro trabajo de extorsión. Las mayores ganancias de Jonny Cohen -y las de Murphy, ya puestos- salían de grandes golpes en los que había en juego enormes sumas de dinero. El premio gordo. Sneddon se dedicaba a lo mismo, sin duda, pero todo el mundo sabía que a la vez tenía en marcha muchos otros asuntos que le generaban un flujo constante de fondos. Además, había otra dimensión en su caso: la del Willie Sneddon hombre de negocios. Este había demostrado una auténtica perspicacia para los negocios legales, aunque hubieran sido creados con dinero fruto del robo y la extorsión, e incluso falsificado. Como la mayoría de los criminales de primera división, había abierto una serie de empresas de apariencia legal a través de las cuales lavar el dinero sucio, pero en lo que Sneddon se había distinguido de los demás magnates del crimen era en su capacidad para convertir esas tapaderas en negocios legales de éxito.
Aun así, tampoco hacía falta rascar demasiado para descubrir su alma criminal bajo aquel barniz dorado. Lo único cierto era que allí donde hubiera la posibilidad de ganar unos peniques, con malas artes o por medios lícitos, Sneddon tenía el olfato para detectarlo.
Todo ello significaba que Sneddon, a diferencia del recién fallecido Calderilla MacFarlane, había logrado cruzar el Rubicón social del río Clyde. Y un poco más también. La residencia Sneddon, una gran mansión de estilo pseudogótico erigida en un terreno tan enorme que podría haber contado con su propio ayuntamiento, se encontraba en la parte más cotizada del barrio -ya de por sí cotizado- de Bearsden. Sabía que entre sus vecinos figuraban un juez del Tribunal Supremo, un par de propietarios de astilleros y muchos otros magnates de la industria. Me preguntaba qué sensación le produciría al juez compartir la sombra de un laburno y un seto de ligustro con el criminal más próspero de Glasgow. Pero claro, Willie Sneddon había alcanzado un nivel de riqueza e influencia en el cual la mayoría de la gente con la que tenía trato debía de juzgar de mal gusto sacar a colación los orígenes más que dudosos de su dinero. Y naturalmente, algún que otro sobre marrón lleno de billetes habría ayudado lo suyo. Glasgow era una ciudad en la que todo podía comprarse, incluso la respetabilidad.
Ya no podía aplazar más mi visita a Sneddon. Él debía de estar aguardando noticias, desde luego, y lo único que podía decirle por mi parte era que encargarme del caso Kirkcaldy era una pérdida de tiempo y que Maggie MacFarlane me había confirmado que Calderilla nunca había tenido un dietario secreto.
No llovía. Tras el lechoso velo de nubes lucía un sol bastante animoso, pero la atmósfera no era tan opresiva y bochornosa como en días anteriores. Me levanté, me afeité y me puse una camisa de seda azul pálido con una corbata burdeos y un traje de dos botones de color azul marino con un toque de angora. Apenas pesaba, me caía perfecto y me había costado un riñón. Calcetines azul marino y zapatos Oxford borgoña. Sacudí los hombros de la chaqueta, me la puse y me ajusté la corbata frente al espejo. Me puse también mi nuevo sombrero, un borsalino de ala flexible, y me eché una última ojeada: me caía de maravilla aquel traje, la verdad. Era una lástima deformarlo con pesos, pero yo preveía que iba toparme tarde o temprano con Costello o con alguno de los miembros de su séquito. Normalmente llevo encima una cachiporra. Nueve centímetros de acero flexible con una bola de plomo en la punta, todo forrado de cuero cosido. Siendo como era un esclavo de la moda, sin embargo, no quería que se me diera el traje con semejante bulto. Por suerte tenía un equivalente más esbelto: una porra de mango flexible de catorce centímetros. Prácticamente la misma idea, pero aplanada y con el ancho de una billetera: como una versión reducida del afilador de cuero de los barberos. Un objeto elegante, delgado y negro; como diseñado por Chanel para Al Capone.