Me deslicé la porra en el bolsillo interior de la chaqueta, el izquierdo, para poder sacarla con la mano derecha. El peso tiraba un poco por aquel lado, pero decidí resignarme. Una porra plana suele pasar desapercibida cuando te cachean: al tacto parece una billetera. Y la verdad era que no me apetecía salir a la calle sin un seguro contra todo riesgo.
Llamé a Sneddon para concertar la cita. Me dijo que estaba muy liado y que si podía darle la información por teléfono. Le respondí que prefería hablar con él cara a cara y que aquellos no eran asuntos para comentar por teléfono, o alguna chorrada por el estilo. Se la tragó y me dijo finalmente que pasara por la noche, hacia las ocho y media.
Le había llamado antes para dejar claro que hablar por teléfono y acordar una hora conveniente para ambos era preferible a ser asaltado en la calle por Deditos McBride. Y también porque la casa de Bearsden, a diferencia de la granja de Dumbarton, era su domicilio particular, además de su cuartel general. Quizá pudiera convencer a Jimmy Costello para que siguiera la misma etiqueta, aunque más bien lo dudaba.
Antes de salir hice un alto en el teléfono del vestíbulo y llamé a Lorna. Estaba mejor de ánimo, pero su voz sonaba soñolienta y más bien apagada. Me las apañé con la promesa de que la llamaría más tarde, en lugar de pasar a verla. Le pregunté si la policía había vuelto para hacer más preguntas y si había estado Jack Collins por allí. Ni una cosa ni otra. Luego se abrió uno de aquellos largos silencios en los que ambos nos quedábamos esperando a que el otro dijera algo, algo significativo o reconfortante. Algo que nos sacara de nuestro terreno: de la pura superficie.
– Luego hablamos -dijo al fin con su tono insulso, y colgó.
Conduje hacia el East End, hasta Dennistoun. Como sucedía con muchos de los barrios de Glasgow, era estupendo poder decir que procedías de Dennistoun. Lo que había que evitar a toda costa era tener que regresar jamás. Se trataba de un laberinto de viejas casas de vecindad cubiertas de la mugre que habían arrojado las chimeneas antaño, cuando la reina Victoria era moza. Observé mientras me adentraba por sus calles que había algunos huecos libres allí donde habían derribado los edificios más ruinosos. En un par de solares ya estaban levantando bloques nuevos de flamantes apartamentos.
Seguí hasta la otra punta de Dennistoun, donde encontré una incongruente extensión verde de parcelas cultivadas. Y detrás, un edificio igualmente incongruente de planchas de metal corrugado que parecía formar parte de un astillero.
Aparqué delante y crucé una puerta presidida por un cartel que proclamaba que aquello era el GIMNASIO MCASKILL. En el interior había dos rings de entrenamiento con las cuerdas destensadas y el linóleo gris, y varios sacos de arena colgados ociosamente del techo. Reinaba un completo silencio. La única persona a la vista era un viejo con gorra y suéter de cuello alto sentado en un sillón desvencijado en el rincón del fondo. Alzó los ojos cuando entré, dobló cuidadosamente el periódico que estaba leyendo y se me acercó.
– Hola, Lennox -me dijo el viejo McAskill, sonriendo. Era una sonrisa cansada en un rostro cansado que había sufrido también más tropiezos de la cuenta con un puño enguantado. Hizo un gesto con la cabeza hacia la parte trasera-. Está ahí dentro.
Crucé el gimnasio y entré en la oficina. Detrás del escritorio había un hombre flaco y de cara alargada fumando. Aparentaba unos cuarenta años, pero yo sabía que tenía diez menos. Había dejado encima del escritorio su sombrero: un modelo de ala ancha que había pasado de moda hacía cinco años. Tiré mi borsalino al lado, como para marcar la diferencia.
– Señor Lennox.
El hombre sonrió y se puso de pie. Era alto. Lógico: el cuerpo de policía de Glasgow exigía como estatura mínima un metro ochenta, de ahí que al menos dos tercios de sus efectivos no procediesen de Glasgow. Me estrechó la mano. Hay que aclarar que los polis de la ciudad no tenían por costumbre llamarme «señor» ni darme la mano, salvo que fuera para colocarme unas esposas. Pero el agente Donald Taylor era distinto. Teníamos un arreglo.
– Gracias por venir, Donald. ¿Estás de servicio?
– Tengo turno de tarde. Empiezo a las dos.
– ¿Has averiguado algo sobre lo que te pregunté?
Meneó la cabeza.
– No mucho, me temo, señor Lennox. Bobby Kirkcaldy no es de Glasgow. Nació en Motherwell. Para husmear un poco más tendría que contactar con la policía del condado de Lanarkshire, y empezarían a hacer preguntas.
– Pero al menos habrás podido comprobar si tiene antecedentes.
– Ah, sí… Eso sí lo he hecho. Nada. Y por lo que yo he oído no hay rumores sobre él. Parece un tipo honrado.
– ¿Qué hay de lo otro, de Calderilla MacFarlane?
– Lo siento… tampoco ha habido suerte. No llevo el caso y si me pongo a hacer demasiadas preguntas, los jefes empezarán a sospechar. Hablé con el sargento encargado de las pruebas, eso sí. En plan informal. Me dijo que se habían llevado un montón de material de casa de MacFarlane. Con permiso de su parienta, por lo visto.
– ¿Nada más?
– Un par de cosas. El inspector Ferguson preguntó por usted.
– ¿Él sabe que me conoces?
– En realidad no. Bueno, no sabe que… hacemos negocios; el inspector Ferguson no se interesa por estas cosas. Fue solo porque sabía que yo le había interrogado sobre aquel asunto el año pasado, cuando estuvo usted en el extranjero.
Asentí. Jock Ferguson había sido mi principal contacto en la policía. Sin pagar. Un poli honrado, o eso había creído yo. No había hablado con él desde hacía seis meses.
– ¿Cuál es la otra cosa? -pregunté.
– Es una de las razones por las que no podía hacer demasiadas preguntas sobre el asunto MacFarlane. Ha habido un montón de jefazos metiendo la nariz. Es como si hubiera algo más que un simple robo.
– ¿Y? -dije con impaciencia. Sabía que Taylor estaba preparándose para contarme algo, o quizá para inflar algo a partir de la nada. Él no ignoraba que yo solo pagaba por resultados.
– Vino un yanqui a Saint Andrew’s Square. Estuvo con el comisario McNab y con el subjefe territorial.
– ¿Un americano?
– Eso creo. Me los crucé en el pasillo. Hablaba como usted.
– Yo no soy americano, soy canadiense.
– Sí… su acento era más fuerte. Un tipo corpulento, tanto como McNab. Con un traje llamativo.
– Está bien, ¿y eso qué tiene que ver conmigo?
– Bueno, ya sabe cómo son las tipas. Las mecanógrafas y las agentes se desmayaban de la emoción a causa de su acento. En fin, se convirtió en la gran sensación. Yo soy amigo de una de las chicas que trabaja en la oficina del subjefe territorial, y dice que pidieron todos los expedientes sobre el asesinato de MacFarlane.
– O sea que el tipo es un poli americano.
– No sé. Alguien comentó que era un detective privado. Como usted.
– Está bien. -Pensé un momento-. ¿Hay algo más?
– Solo ese otro asesinato.
– ¿Cuál?
– El tipo que encontraron en la vía del tren.
– Creía que había sido un accidente. -Encendí otro cigarrillo y deslicé el paquete por encima del escritorio para que se sirviera él mismo-. ¿Y qué pensáis hacer vosotros, pandilla de Einsteins? ¿Vais a detener al conductor del tren?
– El comisario McNab está como loco con el asunto. Todo el mundo estaba contento con la idea de que lo había arrollado el tren (vamos, tuvieron que recoger los restos con pala), pero el patólogo que hizo la autopsia dijo que el tipo estaba muerto antes de que el tren le pasara por encima. Y además tenía dos dedos rotos y los nudillos despellejados de mala manera. El matasanos dice que parece como si hubiese estado en una pelea y le hubieran atizado hasta matarlo. El tren se encargó de dejarlo hecho puré. La idea es que quien acabó con él lo tiró a la vía.