Consultando mi libreta de notas, repasé los hechos tal como Kirkcaldy me los había relatado. Cuando terminé, Sneddon seguía mirándome con dureza. Alzó una ceja, inquisitivo.
– De acuerdo -dije-. Usted quiere saber qué pienso, y no tanto qué he averiguado. Muy bien… Bobby Kirkcaldy se molestó varias veces en decirme que estaba perdiendo el tiempo, que la cosa no tenía importancia. Él mismo ha llegado a la conclusión de que son solo chorradas para quitarle la concentración antes de la gran pelea. Y me aseguró que no iban a conseguirlo.
– ¿Y?
– Era como si quisiera quitarse el asunto de encima. Librarse de mí. Usted mismo… ¿cómo llegó a enterarse? ¿Se lo contó Kirkcaldy?
– No, él no. Fue su mánager.
– ¿Kirkcaldy se había quejado al mánager?
– En realidad, no. -Sneddon permanecía impasible-. El mánager se presentó en la casa y vio el coche cubierto de pintura roja. Le preguntó a Bobby qué había ocurrido y escuchó la misma historia que has oído tú.
– Ya. -Le ofrecí un cigarrillo a Sneddon. Él negó con la cabeza, impaciente. Yo lo encendí con calma-. Kirkcaldy se empeña en restarle importancia al asunto. Le pregunté si podía tratarse de algo personaclass="underline" algún viejo rencor, un enemigo del pasado; ese tipo de cosas, algo sin relación con el combate, y él fingió pensarlo detenidamente y me dijo al fin que no se le ocurría nadie. Si yo estuviera en su lugar y alguien se dedicase a dejar pájaros muertos, nudos de ahorcado y cosas parecidas en mi puerta, ya me habría dedicado a pensar en quién podría guardarme rencor y tener ganas de ajustarme las cuentas. No creo que me hiciera falta que viniese nadie a preguntármelo.
– ¿Así que tú crees que él sabe de qué va todo esto?
– No digo eso, pero miremos las cosas de frente… Jonny Cohen se huele algo sospechoso y yo también. Y ahora usted parece creer que aquí hay gato encerrado. ¿Qué sabe de Kirkcaldy? Quiero decir, aparte de sus habilidades en el ring.
– No tanto como quisiera. ¿Lo has visto pelear?
– Un par de veces, sí.
– Entiendo lo bastante de boxeo para saber que si quieres ser un ganador, un auténtico ganador, dependes tanto de lo que tienes aquí como de tu pegada -dijo Sneddon señalándose la sien-. Y Kirkcaldy tiene todo lo necesario: pelea con inteligencia. Más aún: es ambicioso.
– Bueno, me imagino que eso es lo que usted espera de un boxeador al que está apoyando.
– Sí, claro. Lo que me preocupa es cuánta ambición tiene puesta fuera del ring.
– Escuche, señor Sneddon… -Me incliné, apoyando los codos en las rodillas-. No hace falta que se ponga elíptico…
– ¿Qué coño significa eso? ¿Has estado leyendo el Reader’s Digest con Deditos?
– Para mí está claro que usted tiene sospechas que se guarda para su coleto. Además, podría haber manejado el asunto con sus propios hombres, y haber vigilado hasta que esa gente se presentara a hacer otra de sus proezas. Pero ha preferido involucrarme a mí para ver si yo olía a chamusquina como usted mismo y como Jonny Cohen. Así pues, ¿por qué no me dice qué es lo que quiere que averigüe realmente?
Sneddon contrajo los labios de esa manera tan desagradable que él consideraba una sonrisa.
– Quizá me guste ser epiléptico…
– Elíptico -lo corregí, y me arrepentí de haberlo hecho. La tosca aproximación de sonrisa desapareció de su rostro-. Bobby Kirkcaldy tiene siempre una sombra a su lado: un viejo con la cara machacada al que llama Tío Bert. Lo he investigado y resulta que es un antiguo navajero llamado Bert Soutar. De los Bridgeton Billy Boys, allá por los años treinta.
– Me acuerdo de los Billy Boys -dijo Sneddon. No lo dudaba. Los Billy Boys eran una banda sectaria protestante de carácter militar. Sneddon tenía una única debilidad, un fallo en su calculadora objetividad: era un fanático hasta la médula-. Pero nunca había oído hablar de Bert Soutar.
– Estuvo en la cárcel.
Sneddon hizo una mueca, encogiéndose de hombros.
– Rajar a unos cuantos fenianos tampoco lo convierte en Al Capone. ¿Te parece un dato significativo?
– Quizá Kirkcaldy no sea trigo limpio o no tanto como parece. Quizás el Tío Bert esté conectado con trapicheos sucios. Eso podría explicar toda esa serie de advertencias.
– Está bien -dijo Sneddon-. Sigue trabajando en ello, a ver qué puedes sacar. Te pedí otra cosa también: el dietario de Calderilla. ¿Lo has buscado?
– Se lo pregunté a su esposa… su viuda… y me dijo que él no llevaba ningún dietario. Que lo tenía todo en la cabeza. La policía se llevó bastante material de la casa.
– ¿Con mandamiento judicial?
– No, sin mandamiento. Maggie MacFarlane dio su visto bueno. Por cierto, ella ya tiene un caballero que la visita. Jack Collins, ¿lo conoce?
– Ah, sí. Conozco a Collins. Calderilla lo tenía de socio en uno de sus tugurios de apuestas. Y en peleas de poca monta.
– ¿Debería prestarle atención a Collins por algún motivo?
Sneddon se echó a reír de un modo que indicaba que no estaba acostumbrado a hacerlo.
– Podríamos decirlo así. ¿Por qué no le buscas algún parecido familiar…? MacFarlane solía hacer negocios con Collins padre, que era criador y propietario de galgos, uno importante. Lo cierto es que se decía que Calderilla había hecho todavía más negocios con la madre de Collins, para que me entiendas.
– ¿Calderilla era el padre de Jack Collins?
– Sí. Y él lo sabe. Rab Collins murió hará unos veinte años de un ataque al corazón. Y desde entonces, Calderilla le costeó a Jack un colegio de lujo y toda la pesca.
– Ya veo.
Puse la cara que uno pone cuando ya ha intentado todas las combinaciones y la caja sigue sin abrirse. Hubo un silencio y Sneddon me estudió un instante; no supe hasta entonces que un escrutinio pudiera ser agresivo. Algo le rondaba. Siempre tenía algo en la cabeza, desde luego, pero aquello acaparaba toda su atención y tensaba su rostro.
– Muy bien -dijo al fin-. Ahí va. Ya te dije que me vi aquel día con Calderilla.
– ¿El día que lo mataron?
– Sí. Como ya sabes, Calderilla no era del todo legal, pero sí más legal que otra cosa. Un poco como tú. Y lo mismo que tú, Calderilla hacía algún que otro trato conmigo, con Cohen o Murphy; nada que pudiera causarle problemas con la policía, nada que pudiera relacionarse directamente con él. Era escurridizo como una anguila. Le gustaba actuar de intermediario: ser el que lo organiza todo y luego sacarse una tarifa fija o un porcentaje de las ganancias.
– Y él le estaba echando una mano en algo relacionado con los combates de boxeo. Eso me contó usted la otra vez.
Sneddon hizo una mueca.
– Lo sé. Y de entrada creía que era así. Se suponía que íbamos a vernos para hablar de Bobby Kirkcaldy.
Alcé las cejas. Ahora la cosa empezaba a encajar. Pero el conjunto todavía no estaba claro.
– Creía que había dicho que Calderilla no tenía nada que ver con Kirkcaldy. Que él no tocaba asuntos de esa categoría.
– Sí, sí… en efecto. Eso creía yo. Pero él quería hablar de un acuerdo que pretendía negociar. Me dijo que Bobby Kirkcaldy estaba metido. No como boxeador: como inversor.
– Así que usted fue a ver a Calderilla. ¿En qué le dijo que consistía el acuerdo?
– Ahí está. Fui a casa de Calderilla… tal como habíamos quedado. Singer me llevó y esperó afuera, en el coche. Pero cuando llegué, Calderilla estaba cagado de miedo, tan blanco como una puñetera sábana. Intentó disimular, pero cuando me sirvió una copa le temblaban las manos la hostia. Y luego va y me viene con toda esa mierda de que le sabía mal que hubiese hecho el viaje en balde, pero que el trato que quería cerrar se había ido al garete.