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– ¿Le explicó en qué consistía?

– No. Bueno, me salió con el cuento de que Kirkcaldy estaba montando una academia de boxeo en la ciudad, pero que la financiación con la que contaba había fallado.

– ¿Y usted no lo cree? Suena posible.

Sneddon negó con la cabeza. Extendió las manos sobre la superficie de nogal del escritorio con los dedos bien abiertos y se los miró, abstraído.

– Tú ya sabes en qué negocios ando, Lennox. Apuestas, venta de protección, putas, golpes en bancos, comercio de objetos robados. Pero ¿sabes qué es lo mío realmente? El miedo. Es el miedo lo que mantiene todo el puto montaje. Me he pasado gran parte de mi vida llenándome los bolsillos a base de hacer que otros tipos se cagaran en los pantalones. -Se reclinó otra vez en su sillón y me miró fijamente-. Así que cuando te digo que Calderilla MacFarlane los tenía por corbata, sé de lo que hablo.

– Entonces, ¿le plantó cara? ¿Le preguntó qué pasaba?

– No. No valía la pena. Me di cuenta de que no habría servido de nada: alguien había hecho un trabajo de cojones con MacFarlane. Yo podría haberle dicho a Singer que entrara, y aun así no habría dicho ni mu.

Asentí. Era lógico. Si habían logrado intimidarlo hasta el punto de superar la amenaza que representaban Sneddon y Singer, debía tratarse de algo muy serio.

Sneddon tenía una pitillera sobre el escritorio. Parecía de plata maciza y era enorme: un botín digno de quince piratas. La abrió, sacó un cigarrillo y la empujó hacia mí por la superficie de nogal del portaaviones. Me serví y utilicé el encendedor de mesa a juego para encender los dos cigarrillos.

– Y Calderilla acabó muerto aquella misma noche -dije.

– Sí. -Sneddon entornó los párpados a causa del humo-. Por eso quiero encontrar ese dietario.

– No solo para evitar que los polis sepan que vio a Calderilla el día de su muerte, también quiere saber a quién vio antes de usted.

– Sí. Aunque tal vez ni siquiera esté en la agenda. Tú dices que, según su esposa, no usaba ninguna.

– Eso dijo. Ahora entiendo por qué quería que husmeara.

Hice una pausa. Me sentía como el payaso en el circo que se queda de espaldas como un bobo hasta que el tablón que revolea por el aire el otro payaso le da en todo el cogote. Y por fin sentí el impacto.

– Ya caigo. Por eso me ha metido usted en toda esa mierda de Bobby Kirkcaldy. Es el mismo asunto, ¿no? Quiere que averigüe si Kirkcaldy está enredado en ese acuerdo que Calderilla pretendía negociar.

– Sí. Y lo que yo deduzco es que no tendrá que ver una mierda con academias de boxeo ni con nada parecido. Sobre todo después de lo que me has dicho de ese jodido tío tan poco de fiar que lleva a remolque.

– ¿Y la soga y demás?

– Quizás esté relacionado… con ese acuerdo, quiero decir, y no tenga nada que ver con el combate.

– Ya veo. -Di una calada al cigarrillo y contemplé las volutas grises de humo-. Esto me lleva a un terreno peligroso. Y a usted también, para el caso. La policía está volcada en el asesinato de Calderilla y el comisario Willie McNab me dejó bien claro que su esposa lucirá mis cojones como pendientes si me atrevo a husmear.

Sneddon abrió un cajón que resonó con un crujido de madera noble. Sacó algo y lo lanzó sobre el escritorio, justo delante de mí: un sobre blanco. Tenía la solapa metida dentro, no pegada, y abultaba mucho. De un modo gratificante.

– Cómprate unos nuevos -dijo Sneddon, señalando el sobre con un gesto.

Lo recogí y lo deslicé sin abrirlo en mi bolsillo interior. Tiraba agradablemente de la tela de la chaqueta y equilibraba el peso de la porra que llevaba al otro lado. Tendría que empezar a pensar en llevarme al trabajo una cartera de mano.

– Tienes razón, la policía se ha volcado en lo de MacFarlane como una horda de moscas en un pedazo de mierda -añadió Sneddon, mostrando su talento para las metáforas coloristas-. Y yo me pregunto por qué coño será. Sí, vale, era un corredor de apuestas importante. Pero hay demasiados polis en el caso y de demasiado rango.

Asentí. Eso encajaba. A mí mismo me había intrigado la intervención de McNab.

– Entonces, ¿piensa que la policía anda detrás de ese asunto que Calderilla estaba negociando?

– Si ese es el motivo, tiene que ser algo grande de verdad. Y si tan grande es, joder, yo quiero enterarme. Tienes contactos en la policía, ¿no?

– Sí -respondí de mala gana, mientras me preguntaba si Sneddon estaría al corriente de mi arreglo con Taylor. Luego el peso del sobre en mi chaqueta me recordó que no podía ponerme demasiado exigente-. Usted también, seguramente mejores que los míos.

– Escucha. -Sneddon se echó hacia delante con los ojos entornados. Una vez más, solo se le veía la frente-. Ya te lo he dicho, joder. No quiero verme relacionado con esto. Por eso te utilizo a ti. ¿Quieres el dinero, sí o no?

Dando una última calada al cigarrillo, lo apagué en un cenicero enorme de cristal, recogí mi sombrero y me levanté.

– Me pongo manos a la obra. -Di media vuelta para salir, pero me detuve-. Usted conoce a todo el que tiene algún chanchullo en esta ciudad.

– Más o menos. -Sneddon se reclinó en su butaca de nogal y cuero verde. Una butaca de capitán pirata, seguramente.

– ¿Ha oído hablar de un tal Largo? -pregunté.

Él reflexionó un instante y negó con un gesto.

– Está bien… gracias. Quería preguntarlo por si acaso.

La polución industrial puede ser preciosa. Cuando salí de casa de Sneddon, me quedé un momento parado junto a mi coche y miré hacia el oeste. La casa estaba elevada no solo en un sentido social y, por encima de las copas de los árboles, se divisaba mucho más allá de las afueras de la ciudad. El aire de Glasgow era de una variedad granulada y convertía los crepúsculos en un vasto despliegue de colores difusos, como pintura roja y dorada filtrada a través de una textura de seda. Seguí un rato mirando al oeste con una sensación satisfecha.

Aunque eso tenía más que ver con el fajo de billetes que me abultaba en la chaqueta que con la puesta de sol. Me subí al Atlantic y descendí otra vez a la ciudad.

Debería haber andado con más cuidado. Esta vez había un poco más de sutileza y mucho más cerebro en juego.

Volvía de casa de Sneddon y estaba pasando la curva donde Bearsden baja unos peldaños en la escala social para convertirse en Milngavie cuando vi un Ford Zephyr Six del 48 parado un poco más adelante junto al bordillo. El conductor tenía el capó abierto y estaba de pie al lado. Tendría unos treinta y cinco años y el pelo oscuro y, por lo que veía, iba vestido con elegancia. Digo por lo que veía, porque el tipo estaba haciendo lo que hace cualquier hombre hecho y derecho cuando se le estropea el coche, o sea, permanecer en la calzada con una mano en la cintura y la otra rascándose la cabeza. Y como cualquier hombre hecho y derecho, para proceder a rascarse la cabeza había tenido que quitarse la chaqueta y enrollarse las mangas hasta los codos. Era una pose de impotencia mitigada por la terquedad. Ya lo has probado todo y solo te pones a pedir ayuda como último recurso.

Mascullé una maldición al comprobar que el tipo me había visto venir y que me hacía señas vagamente para que parase. Es norma obligada: nunca has de parecer muy desesperado al pedir la ayuda de otro hombre; te limitas a hacerle un gesto discreto a otro miembro del mismo club del automóvil para que te proporcione la misma asistencia que tú le proporcionarías en idénticas circunstancias.

A pesar de mis esfuerzos en sentido contrario, soy canadiense, lo cual significa que, por más que intente curarme, sufro la dolencia congénita y auténticamente canadiense de la cortesía. Podía ponerme respondón con los gánsteres y los polis, o darle alguna bofetada a un gamberro engreído, y tal vez había fornicado, blasfemado y soltado juramentos en ocasiones, a veces incluso en la misma ocasión, pero había ayudado a tantas ancianitas a cruzar la calle que los boy scouts me habrían contratado con los ojos cerrados.