Maggie estaba a punto de responder cuando McNab entró en el salón sin previo aviso. Lo de llamar a la puerta quedaba para los demás, por lo visto.
– Señorita MacFarlane, ¿podría hacerle unas preguntas? -Me lanzó una mirada antes de añadir-: Mejor en la cocina.
Maggie aguardó a que salieran Lorna y McNab para responder a mi pregunta.
– No. Ningún nombre. Pero me figuro que tienen alguna idea.
Solté una risa seca.
– No son gente de ideas, los polis. El pensamiento tiene la irritante costumbre de sabotear las certidumbres.
Lorna volvió con lágrimas en los ojos de su charla con McNab: un efecto que la compañía del comisario casi producía también en mí la mayoría de veces. Me apliqué otra vez a consolarla como es debido y permanecí con la hija y la madrastra sin preguntar ni una sola vez si Calderilla se había referido por casualidad a unas entradas de boxeo antes de su inoportuno deceso. Yo era ante todo un caballero.
Por lo que había pescado hasta el momento daba la impresión de que McNab tenía razón: a Calderilla le habían machacado los sesos para arrebatarle la recaudación que se había llevado a casa. Debía de tratarse de una bonita suma, aunque no tan bonita como para que te colgaran, claro. Y si McNab estaba metido personalmente en el caso alguien acabaría colgado sin la menor duda. De hecho, yo casi me sentía agradecido por contar con una coartada tan sólida.
Me quedé hasta cerca de las dos de la madrugada, cuando la policía ya se había largado. Prometí llamar al día siguiente y me fui.
Capítulo 2
Las calles por las que conducía de vuelta a mi apartamento estaban desiertas, y se me ocurrió que debía de haber cementerios más animados que Glasgow a las dos de la madrugada. Probablemente por eso me llamaron la atención los faros que se reflejaban en mi retrovisor. No sabía con seguridad si me habían acompañado desde Pollokshields, pero llevaban ahí el tiempo suficiente para despertar mis sospechas. No me detuve delante de mi casa; seguí por Great Western Road, giré en Byres Road y doblé a la derecha al azar por una silenciosa calle flanqueada de casas de vecindad y viviendas adosadas de piedra arenisca, tan tiznadas de hollín que parecían más negras que el cielo nocturno que se cernía sobre ellas. Los faros en mi retrovisor parecían guardar las distancias lo máximo posible sin correr el riesgo de perderme, pero desde luego seguían mi camino arbitrario. De nuevo al azar, me detuve frente a una casa de vecindad, bajé del Atlantic, cerré con llave y me interné en el zaguán con paso decidido.
El coche pasó de largo. Un Austin, de los grandes, negro o gris oscuro; el tipo de vehículo con el que patrullaba la policía. Vi las siluetas del conductor y el pasajero, pero no pude distinguir ningún detalle, salvo que uno de ellos tenía unos hombros que habría envidiado el mismísimo Atlas. Calderilla MacFarlane era un pez bastante gordo, pero no acababa de ver por qué su caso despertaba tanto interés. Tampoco entendía por qué despertaba yo mismo tanto interés en la policía, teniendo en cuenta mi relación totalmente tangencial con el caso. El coche dobló la esquina y luego oí el engranaje de su cambio automático mientras hacía un cambio de sentido en tres maniobras. Saliendo de las sombras, volví a mi coche y me apoyé en el guardabarros con los de brazos cruzados, aguardando a que el patrullero camuflado de la policía apareciera de nuevo. A veces me convendría no ser tan listo.
El Austin surgió finalmente por la esquina y se detuvo a mi lado. Era un modelo Sheerline, demasiado lujoso para la policía. Una figura se bajó del asiento del copiloto, desplegando su vasta y oscura anatomía y arrojando una sombra gigantesca a la luz de la farola.
– ¿Qué tal, señor Lennox? -dijo Deditos McBride con su vozarrón de barítono, sonriendo. Me incorporé del guardabarros. Vaya, vaya. Interesante.
– ¿Deditos? ¿Qué haces aquí? Creí que era la policía. ¿Por qué me andas siguiendo?
– Eso habrá de preguntárselo al señor Sneddon -dijo, muy serio-. Seguro que él podrá dilucidar la cuestión.
Deditos pronunció cada sílaba aplicadamente: di-lu-ci-dar.
– Sigues leyendo el Reader’s Digest, por lo que veo -dije con tono amigable.
– Estoy ampliando mi vocabulario.
Me dirigió una gran sonrisa. Yo ya me imaginaba el interés que le añadiría su enriquecido vocabulario a la experiencia única de que te arrancase los dedos de los pies con un cortapernos: la especialidad de Deditos como torturador y el origen de su apodo. O de su a-pe-la-ti-vo, como seguramente lo llamaría él.
– Un vocabulario expresivo es un auténtico tesoro -dije, devolviéndole la sonrisa.
– Vaya si tiene usted razón, señor Lennox.
– ¿El señor Sneddon quiere verme ahora? -pregunté, metiendo ya la llave en la cerradura de mi coche-. Yo te sigo.
Deditos dejó de sonreír en el acto y abrió la puerta trasera del Austin Sheerline.
– Le traeremos de vuelta aquí. Después. Si no representa un in-con-ve-nien-te.
– De acuerdo -dije, como si estuviera haciéndome un favor. Pero se me pasó la idea por la cabeza de que al volver tal vez no fuese capaz de contar hasta veinte con todos mis dedos.
Deditos McBride podía ser un sádico y un psicópata violento, pero al menos era un fulano simpático. No podía decirse lo mismo del conductor, un matón flaco, menudo y desagradable con la piel picada de viruelas y un corte de pelo con tupé demasiado aceitoso. Lo había visto otras veces acechando con aire amenazador junto a William Sneddon. Debo decir, para reconocerle sus méritos, que lo de acechar en plan amenazador le salía muy bien y compensaba de algún modo sus escasas dotes para la conversación.
Salimos de la ciudad hacia el oeste, cruzamos Clydeblank y tomamos la carretera de Dumbarton. El único coche que circulaba a aquellas horas. Dejamos atrás por fin las siniestras casas de la vecindad y salimos a campo abierto. Yo empezaba a sentirme incómodo: un paseo con Deditos McBride bastaba para despertar todos tus recelos, pero saber además quién reclamaba tu presencia era motivo de sobras para que se te empezaran a retorcer los tramos inferiores de tu aparato digestivo. Deditos era uno de los secuaces de Willie Sneddon. Y Willie Sneddon era el rey de la zona sur: uno de los llamados Tres Reyes, que controlaban casi todas las actividades delictivas de importancia en Glasgow. Willie Sneddon implicaba siempre malas noticias. De la peor especie.
Cuando salimos de la carretera y enfilamos el estrecho sendero de una granja, empecé a pensar que las noticias tenían todavía visos de empeorar. Incluso me sorprendí a mí mismo echando un vistazo a la manija de la puerta y pensando que saltar del coche a aquella velocidad no acarrearía una fractura de cuello, pero que te atraparan Deditos y su taciturno colega, en cambio, sí lo haría probablemente. Willie Sneddon era el tipo de anfitrión que podía ofenderse si declinabas una de sus invitaciones, de manera que una vez que echara a correr, si quería conservar mis dientes, los dedos de los pies e incluso la vida, habría de seguir corriendo hasta llegar a Canadá. Dimos un bote en un bache. Traté de calmarme. No era lógico que Sneddon me tuviera reservado algo desagradable -salvo su propia compañía, claro, que ya en sí misma podía colmar mi cuota mensual de experiencias desagradables-: yo no había hecho nada para ofenderlo a él ni a los otros dos Reyes. De hecho, a lo largo del último año había procurado no hacer ningún trabajo para ellos.
Decidí quedarme quietecito y correr el riesgo.
El camino de la granja acababa, como cabía esperar, en una granja: un gran edificio victoriano de granito que hacía pensar en un destripaterrones de cierta alcurnia. Junto a la casa había un inmenso establo de piedra que, supuse, no debía de usarse para su propósito original, a menos que fuera la residencia de una clase de ganado de cierta alcurnia también: los dos únicos ventanucos de su extenso flanco estaban cubiertos con unas espesas cortinas de terciopelo que relucían como ascuas en la oscuridad. Por debajo de la pesada puerta de madera se colaba una franja amarillenta de luz eléctrica.