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– Lo he entendido, señor Lennox. No le fallaré.

Abrí el cajón y saqué una tosca bolsa de tela. Pesaba, estaba repleta de peniques. Volqué unos cuantos sobre el escritorio.

– Llévate esta bolsa. Aquí hay monedas de sobras para llamar a Australia. Si pasara algo, llama a los números que te he dado y me avisarán lo más pronto posible. -Sacudí la bolsa en la palma de la mano, sopesándola-. Y mantén las cintas bien tensas cuando no hayas de sacar dinero. Esta bolsa no se rompe y es una porra del demonio si te ves metido en un aprieto. ¿Comprendido?

– Comprendido, señor Lennox.

– Pero no quiero que corras ningún riesgo, Davey. Tú limítate a vigilar la casa de Kirkcaldy y avísame si pasa algo. Y acuérdate de anotar la hora y la descripción de cualquier persona que entre o salga.

Volví a abrir el cajón y le lancé una libreta negra nueva. Él la tomó y la examinó con los ojos muy abiertos, como si le hubiese entregado las Llaves del Reino.

Lo llevé a Blanefield y aparqué el Atlantic en la calle donde vivía Kirkcaldy, aunque a una distancia prudencial. No era fácil pasar desapercibido, pero el coche quedaba lo bastante lejos y aun así se disponía de una buena vista de la entrada de su casa. Le di a Davey un par de libras y un paquete de cigarrillos y le indiqué la farola donde debía apoyarse. Él se tomó su misión con tal seriedad que, cuando lo dejé, me sorprendí pensando que tal vez no pestañearía siquiera hasta que volviera.

Dejé el coche donde lo había aparcado y le di las llaves a Davey para que pudiera ponerse a cubierto si empezaba a llover. El tiempo volvía a ser el de siempre y el cielo lechoso se oscurecía periódicamente con aspecto amenazador. No quería que Davey contrajera por mi culpa una pulmonía o un pie de trinchera, dolencias perfectamente posibles en el clima de Escocia occidental. Antes de dejarlo allí de guardia me pasé un momento por la casa de Kirkcaldy. El boxeador no estaba, pero me abrió el Tío Bert Soutar. Iba con una camisa de manga corta que dejaba al descubierto unos brazos plagados de tatuajes, algunos con sugerencias poco amables dirigidas al Papa. Si la hosquedad pudiera medirse en la escala musical, Soutar era un barítono bajo. Le dije que el joven de la esquina trabajaba para mí y que no tenía relación con los autores de los actos vandálicos. Él asintió, taciturno, y cerró la puerta.

Yo sabía, desde luego, que Davey no podría informarme de nada significativo a lo largo de la tarde. Las bromas macabras que había sufrido Kirkcaldy suelen llevarse a cabo con el concurso de las sombras.

Mientras él se quedaba vigilando la casa con toda seriedad y diligencia, yo me fui a Pherson’s, en Byres Road, a afeitarme y cortarme el pelo. El viejo Pherson conocía su oficio y salí de allí con una sensación de hormigueo en la cara y una raya tan impecable que el trabajito de Moisés en el Mar Rojo resultaba chapucero en comparación. Luego tomé el tranvía de vuelta a la ciudad e hice algunas llamadas infructuosas desde la oficina para averiguar algo sobre Largo.

Quizá fue porque el nombre de Jock Ferguson había surgido en la conversación con Donald Taylor, mi poli a sueldo, pero lo cierto es que, casi obedeciendo a un impulso, volví a coger el teléfono y marqué el número de la jefatura de policía en Saint Andrew’s Square. Obviamente, el inspector Jock Ferguson no sabía nada de mi pequeño arreglo con uno de sus subordinados y pareció de veras sorprendido al oír mi voz; sorprendido y algo desconfiado. No sé por qué inspiro ese sentimiento en algunas personas, sobre todo si son policías. Admitió que estaba libre a la hora del almuerzo y quedamos en el Horsehead. Ferguson y yo apenas habíamos hablado durante el último año.

Era la una y media cuando llegué al Horsehead. La clientela del mediodía ya había llenado el local de humo y la atmósfera era tan densa que casi podía cortarse con un cuchillo. Si tuviera que describir el ambiente, diría que era más bien ecléctico. Había un buen número de oficinistas, reglamentariamente uniformados con traje a rayas, que se codeaban en la barra con obreros tocados con gorra y calzados con botas de goma. Nadie podrá acusar a los glasgowianos de no atender a los requerimientos de la moda: unos cuantos trabajadores se habían enrollado la caña de las botas desde la pantorrilla hasta la altura del tobillo, como una concesión a las cálidas temperaturas.

Enseguida distinguí en la barra a un hombre de treinta y tantos años. Me daba la espalda, pero reconocía su estatura y su complexión angulosa y el insulso traje gris que parecía llevar durante todo el año. Algunos policías necesitan un uniforme incluso cuando han sido trasladados al departamento de Investigación Criminal. Lo comprendo, en cierto modo: es la necesidad de quitarte el trabajo de encima cuando llegas a casa. Metiendo el hombro, me colé en la barra junto a Ferguson. El tipo de al lado me echó esa mirada de hostilidad indiferente, puramente superficial, que solo puede encontrarse en los bares de Glasgow. Le sonreí y me volví hacia Ferguson.

– Hola, Jock.

Él me miró de soslayo con sus insulsos ojos grises, que iban a juego con el traje. Jock Ferguson tenía cualquier cosa menos una cara expresiva: era casi imposible descifrar lo que pasaba por su cabeza. Había visto a bastantes hombres que habían salido de la guerra con el mismo aire ausente pintado en la cara. Y siempre había intuido que Jock Ferguson había pasado una guerra parecida a la mía.

– Mucho tiempo sin vernos -dijo sin sonreír. Y sin ofrecerme una copa. Eran los preliminares-. ¿Dónde te habías metido?

– Ya ves, no he podido levantar cabeza. Casos de divorcio, robos en empresas, ese tipo de asuntos.

– ¿Aún trabajas para el sector de mala fama de Glasgow?

– De vez en cuando, pero no tanto como antes. Las cosas ya no son lo que eran, Jock: los gánsteres han abrazado el libre mercado. No puedo competir con las tarifas de tus colegas.

El rostro de Ferguson se contrajo un instante, pero decidió dejarlo correr. En otra época se habría tomado a risa una pulla como aquella, porque sabía que me refería a otros policías, no a él. Pero eso era antes.

– Me enteré de que estuviste preguntando sobre mí, Lennox, después de lo del año pasado. Podrían acusarme de paranoico, pero eso parecería indicar que creías que yo tenía algo que ver con toda aquella mierda. ¿Es lo que crees?

Me encogí de hombros.

– Solo charlé con un par de colegas tuyos. ¿Me estás diciendo que no tuviste nada que ver?

Me sostuvo la mirada. Ninguno de los dos deseaba precisar demasiado, pero lo cierto es que él ni siquiera debería haber tenido noticia de los hechos ocurridos en un almacén del puerto que concluyeron con un servidor herido de bala en el costado y con una persona muy especial para mí tendida sin vida a mis pies, con la cara destrozada. Y esos hechos no se habrían producido si un policía no hubiese filtrado cierta información.

– Sucediera lo que sucediese, yo no tuve nada que ver. Eso es lo que digo, sí.

– De acuerdo. Si tú lo dices, Jock, te creo.

Era mentira. Los dos lo sabíamos, pero era una convención verbal que nos permitía seguir adelante. Por el momento.

– Bueno -añadí-, ¿y cómo van las cosas?

– Liadas. McNab me ha endosado ese muerto del tren, y no para de apretarme las tuercas. Está que echa fuego por culpa de ese nuevo patólogo sabelotodo. Ya conoces a McNab, un mierda liquidando a otro mierda no le interesa, a menos que todo sea bien claro y sencillo. Y acostumbra a serlo.

Sonreí, compasivo. La sola idea de trabajar para un McNab enfurecido daba miedo. Por un momento sentí el peso de su manaza en mi pecho.

– ¿Y cómo va la investigación? ¿Alguna pista?

Ferguson resopló.

– Ni en broma. No tenemos nada, salvo el cuerpo, que quedó de un modo que se puede trasladar en un par de cubos. Pero en fin, supongo que no me has pedido que nos veamos para interrogarme sobre mi nivel de satisfacción profesional. ¿Qué quieres, Lennox? Tú siempre quieres algo.