Pocas semanas antes, como cada Doce de Julio, Bridgeton se había convertido en el punto de reunión de las bandas de gaiteros y tambores y de todos los manifestantes que celebraban la victoria del rey protestante Guillermo de Orange sobre el católico rey Jacobo en la batalla del Boyne. Una vez reunidos allí, desfilaban triunfalmente por las calles de Glasgow: en especial por las calles de predominio católico. Curiosamente, los cascarrabias católicos no parecían participar del espíritu de la ocasión y se abstenían de sumarse a los cánticos, que contenían líneas como: «La sangre feniana nos llega a las rodillas. Rendíos o moriréis».
Pero Glasgow era una ciudad de equilibrios y contrapesos, y también en Bridgeton había una parte ultracatólica y furibunda contra los protestantes. Los Norman Conks, homólogos católicos de los Billy Boys, se concentraban en la zona de Poplin Street y Norman Street. Su especialidad, aparte de manejar la navaja con la misma destreza para la cirugía estética que los Billy Boys, consistía en arrojar cócteles Molotov de parafina o de gasolina a los manifestantes que desfilaban el Doce de Julio. O algún que otro «bocadillo de salchicha», o sea, excrementos humanos envueltos laxamente en una hoja de periódico.
A veces me preguntaba cómo era posible que Río pudiese competir con Glasgow en ambiente de carnaval.
Ahora, sin embargo, mientras caminaba por Bridgeton, no se veían bandas desfilando ni el menor signo de carnaval. De hecho, incluso en un agradable día veraniego como aquel no se me ocurría ningún lugar menos festivo. Me alegraba de no haberme traído el Atlantic; no había ningún coche aparcado en la calle donde residía MacSherry. Una pandilla de cinco o seis niños descalzos de cara mugrienta jugaban con aire malicioso alrededor de una farola. Un hombre de unos treinta años apostado en un portal me miró fijamente por debajo de la visera de su gorra mientras pasaba. Llevaba chaleco y una camisa sin cuello arremangada hasta el codo que dejaba ver unos antebrazos fibrosos como cable de acero. Con los pulgares metidos en los bolsillos del chaleco y los pies, provistos de recias botas, cruzados a la altura del tobillo, permanecía reclinado en el umbral. Era una pose absolutamente informal, pero yo tuve la sensación de que se trataba de una especie de vigilante o centinela.
La única persona con la que me crucé, aparte de él, fue una mujer de unos cincuenta años que emergió de una casa situada más arriba. Era casi más ancha que alta y vestía un informe vestido negro -o quizá lo informe era el cuerpo que había debajo-. Llevaba un pañuelo anudado firmemente alrededor de la cabeza y las medias caídas y convertidas en gurruños beige alrededor de los tobillos. Calzaba unas zapatillas a cuadros y tenía toda la piel de las piernas moteada de manchitas moradas. Sentí de repente la necesidad de jurarme a mí mismo que no volvería a comer carne en conserva. Cuando nos cruzamos, me observó incluso con más suspicacia que el centinela arremangado que acababa de dejar atrás.
Sonreí y ella frunció el ceño: justo cuando me disponía a decirle cuánto me complacía que el nuevo look Dior hubiese llegado a Glasgow.
Encontré la casa de vecinos que buscaba y subí por la escalera. Una cosa curiosísima de los cuchitriles de Glasgow: las losas de la escalera y del umbral de cada apartamento estaban tan relucientes que se hubiera podido comer tranquilamente sobre ellas. Los glasgowianos ponían un orgullo desmedido en la limpieza de las áreas comunes: rellanos, escaleras, vestíbulos. Normalmente había un turno estricto entre los vecinos y si no quedaba todo como los chorros del oro el ama de casa infractora se convertía en una auténtica paria social.
El piso de MacSherry quedaba en el tercero. El rellano estaba tan impecable como era de esperar, pero había en el aire un olorcillo desagradable. Llamé con los nudillos y me abrió una mujer de unos sesenta años que convertía en esbelta a la que me había cruzado en la calle hacía un rato.
– Hola. ¿Podría hablar con el señor MacSherry, por favor?
La gruesa mujer se volvió sin decir palabra y se alejó bamboleante por el pasillo, dejando la puerta abierta. Oí que trituraba una rapidísima secuencia de vocales, que descifré como: «Alguien para ti».
Un hombre de sesenta largos o de setenta y pocos salió de la sala de estar y se acercó a la puerta. Era bajo, de un metro sesenta, pero fuerte y fibroso y con una gruesa cabeza rematada de cerdas blancas. Algo en él me hizo pensar en un Willie Sneddon envejecido, dejando aparte, eso sí, que el costurón de la cara de Sneddon era un primoroso bordado en comparación con las viejas cicatrices que se entrecruzaban en las mejillas y la frente de MacSherry. Como el Tío Bert Soutar, aquel hombre llevaba su violenta historia escrita en la cara, solo que en un dialecto distinto.
– ¿Qué coño quiere?
Sonreí.
– Me preguntaba si podría ayudarme. Estoy buscando información sobre una persona. Alguien de los viejos tiempos.
– A la mierda -dijo sin rabia ni malicia, haciendo ademán de cerrar. Se lo impedí metiendo el pie entre la puerta y la jamba. El viejo MacSherry abrió otra vez del todo, bajó la vista lentamente hacia mis zapatos y luego volvió a mirarme a la cara. Entonces sonrió. Era una sonrisa que no me gustaba y consideré la posibilidad ignominiosa de que un anciano pensionista me diese una paliza.
– Perdón -me apresuré a decir, alzando las manos-. Estoy dispuesto a pagarle por la información.
Volvió a mirarme los pies y yo los retiré del umbral.
– ¿Qué quiere saber?
– ¿Conoce… o conoció a un hombre llamado Bert Soutar?
– Sí, conocí a Soutar. ¿Por qué lo quiere saber? Usted no es policía.
– No, nada de eso. Represento a un grupo de inversores que tienen intereses en un espectáculo deportivo. El señor Soutar está relacionado con ese espectáculo y estamos comprobando su pasado. Verá, Soutar tiene antecedentes criminales.
– No me diga, joder. -La ironía no era su fuerte.
– Se lo digo -continué, como si no hubiese captado el sarcasmo-. No es que eso represente un problema en sí mismo, pero nos gustaría saber con qué tipo de persona tratamos. ¿Conocía usted bien al señor Soutar?
– ¿Ha dicho que estaba dispuesto a pagar por la información?
Saqué la cartera, le tendí un billete de cinco libras y me guardé otro en la mano.
– ¿No podríamos…? -Hice un gesto hacia el interior.
– Si quiere -dijo MacSherry, dejándome pasar.
La sala era pequeña, angosta. Pero, de nuevo, asombrosamente pulcra. Había un gran ventanal sin cortinas que daba a la calle y una cama de obra, elemento típico de las casas de vecindad de Glasgow, en una de las paredes. El mobiliario era barato y se veía gastado, pero no faltaba alguna que otra pieza nueva de aspecto caro que resultaba más bien incongruente, y me sorprendió ver una pequeña televisión Pye encajonada en un rincón. Tenía una antena encima, con sus dos varillas extensibles separadas en un ángulo desorbitado. Comprendí la resistencia de MacSherry a dejarme pasar: aquella mezcla de cosas nuevas y viejas reflejaba sencillamente la diferencia entre los objetos legalmente adquiridos y los birlados.
La mujer obesa que yo suponía era la esposa de MacSherry salió y nos dejó solos. Estaba claro que allí se hacían negocios a menudo.
– ¿Es usted un puto yanqui? -me dijo MacSherry con su estilo cordial y encantador. Deduje que no iba a ofrecerme una taza de té.
– Canadiense. -Sonreí. Empezaba a dolerme la mandíbula de tanta sonrisa forzada-. En cuanto a Soutar…
– Era un Billy Boy. Y boxeador. Peleaba a puño limpio. Un cabrón muy duro. Ya sé de qué va todo esto. Es por su sobrino, Bobby Kirkcaldy. Ese es su puto espectáculo deportivo, ¿no?
– No estoy autorizado a responder, señor MacSherry. Soutar era miembro de los Billy Boys de Bridgeton en la misma época que usted, ¿cierto?