– Sí, aunque no lo conocía muy bien. Era un hijoputa chiflado con la navaja en la mano, eso se lo aseguro, y con los puños. Pero luego, cuando la cosa se militarizó, ¿sabe?, cuando los Billy Boys empezaron a hacer instrucción por las mañanas y cosas así, se esfumó. Odiaba a los putos fenianos, pero todavía le gustaba más el dinero. Siguió boxeando, eso sí. Fue cuando rajó a los polis cuando quedó acabado.
– ¿No ha dicho que había dejado a los Billy Boys?
– Y los había dejado. No fue en un disturbio. Fue después de un partido, sí, pero él había entrado a robar en una cooperativa de crédito. Se le ocurrió la idea, al muy gilipollas, de que la policía montada estaría demasiado liada con los alborotos, pero dos polis lo pillaron en el callejón de atrás. Por lo que me contaron, Soutar se puso chulo y ellos iban a darle una paliza. Ese era su gran problema, que era demasiado bocazas, el cabrón. Bueno, el caso es que siempre llevaba dos navajas en los bolsillos del chaleco. Los polis se le echaron encima y él los rajó a los dos. A uno le sacó un ojo. ¿Ha visto cómo tiene la cara Soutar?
– Sí -dije-. Debió de encajar más golpes de la cuenta en el ring.
– Qué va, no tiene que ver una mierda con el boxeo. Bert Soutar era demasiado ligero con los pies para que le zurraran así en el ring o en una pelea a puño limpio. No, eso se lo hicieron los putos polis. Lo dejaron medio muerto. Le fueron dando por turnos. Un mensaje, ¿entiende? Ni te atrevas a rajar a un Cosaco.
MacSherry se refería a los Cosacos de Sillitoe, el escuadrón de la policía montada contra las bandas organizadas que había creado el jefe de policía de Glasgow, Percy Sillitoe.
– Cuando Soutar salió de la cárcel abandonó a los Billy Boys. Por lo visto, había sido un prisionero modélico y lo soltaron a los seis años. Salió con grandes ideas. Dijo que ya no le interesaban los Billy Boys, que ahí no había dinero que ganar. Y como boxeador ya estaba acabado; las palizas que recibió en la cárcel le dejaron la cara hecha mierda. Ya no podía encajar más golpes y, además, no le habrían dado la licencia con esa cara y con sus antecedentes de presidiario. Fue entonces más o menos cuando empezó a andar con un tal Flash Harry, que le llenó la cabeza con toda clase de ardides para ganar dinero.
– ¿Quién era Flash Harry?
– Yo no lo conocía en esa época. No era de Bridgeton y creo que era más joven que nosotros, bastante más joven. Soutar y ese pájaro se metieron en el negocio del boxeo una temporada. Amañaban peleas de todas las maneras posibles, no sé si me sigue. No lo vi más, pero no vaya a creer que duró con su socio: Soutar desapareció del mapa y MacFarlane se convirtió en un puto triunfador.
– ¿MacFarlane?
– Sí. Flash Harry era Calderilla MacFarlane, que se convirtió en un corredor de apuestas del carajo. Pero para lo que le sirvió al muy cabrón, teniendo en cuenta que ha acabado con la crisma machacada y hecha mierda.
Permanecí sentado, asintiendo, como si estuviera procesando la información. En realidad, me daban vueltas en la cabeza una docena de combinaciones posibles de personas y hechos. La puerta del piso continuaba abierta y oí voces en el rellano: la vieja gorda y una voz masculina. Hora de irse. Me puse de pie y le di a MacSherry las otras cinco libras.
– No es suficiente -me dijo.
– ¿Cómo? -Puse mi mejor expresión de perplejidad. Aunque perplejo no estaba.
– Otros diez.
– Ya le he pagado por su tiempo, señor MacSherry. Más que adecuadamente.
Se puso de pie. Oí un ruido detrás y, al volverme, vi al centinela de la camisa sin cuello que me cerraba el paso y me sonreía con mala uva.
– Otros diez. Venga. O mira, mejor voy a ahorrarle muchos problemas: deme la puta cartera.
Sopesé la situación. Delicada. El viejo solo ya habría resultado bastante duro de roer, pero con aquel joven la balanza se desequilibraba claramente en mi contra.
Me encogí de hombros.
– Muy bien. Le daré todo lo que llevo, no me importa. Ya se lo reclamaré a los inversores de los que le hablaba. -Fruncí el ceño, pensativo, y luego simulé que se me acababa de ocurrir una idea-. O mejor, ¿por qué no les digo que vengan a verle en persona? Puede usted pactar con ellos la remuneración. Mi jefe es William Sneddon. Y el otro inversor, Jonathan Cohen. -Lo solté en tono simpático, como si no pretendiera ninguna amenaza-. Me consta que al señor Sneddon le irrita mucho que la gente interfiera en sus asuntos, así que estoy seguro de que se tomará sus exigencias en serio. Muy en serio.
MacSherry miró al joven de la puerta y luego otra vez a mí.
– ¿Por qué no ha dicho que trabajaba para el señor Sneddon? ¿O acaso está tratando de venderme la moto…?
– Si hay alguna cabina de teléfono que funcione en este barrio de mierda, podemos acercarnos y se lo pregunta usted mismo. O sencillamente puedo pedir que venga Deditos McBride para convencerlo de mis credenciales. -Ahora ya había abandonado el tono simpático. Había que calibrar bien las cosas: hay gente que no sabe cuándo debe asustarse, y habría apostado hasta mi último penique a que MacSherry era uno de ellos.
Finalmente le hizo una seña con la cabeza al joven para que me abriera paso.
– Gracias por su ayuda, señor MacSherry.
Me volví y salí con aire despreocupado y sin ninguna prisa.
Pero no aparté la mano de la porra que llevaba en el bolsillo hasta encontrarme en la calle y doblar la primera esquina.
Capítulo 8
Tuve que aguardar al tranvía y eran casi las seis cuando llegué a mi oficina. Se avecinaba otra noche opresiva, con el aire pegajoso, denso y húmedo, y volvía a notar la camisa pegada a la espalda por el sudor. Davey Wallace me llamó a las seis en punto, tal como habíamos quedado. Él no sabía conducir y le dije que no se moviera de allí, que me esperase en el Atlantic hasta que fuera a buscarlo.
Decidí tomar un taxi a Blanefield y usarlo para que se llevara a Davey a casa. Viajar en taxi era uno de esos lujos que la mayoría de la gente solo podía permitirse en ocasiones especiales. Antes de salir, llamé a Sneddon y le conté lo sucedido en casa de MacSherry.
– ¿Él sabía que habías ido de mi parte? -preguntó.
– De entrada, no. Se lo dije al final.
– Putas ratas. Ya les enseñaré yo lo que es respeto.
– Entonces será mejor que envíe a un ejército. Por lo que yo he visto, el viejo todavía dirige una especie de banda. Y la reputación debe de habérsela ganado a pulso.
Omití contarle que MacSherry se había arrugado en cuanto había salido a relucir su nombre. Me tenía cabreado que el viejo hubiera intentado vaciarme los bolsillos. Que aprendiera un poco de respeto, como había dicho Sneddon.
– ¿Sí? Pues le organizaré un cambio de escenario. Apuesto a que no sale mucho de Bridgeton -dijo Sneddon, recordándome la promesa que me había hecho el comisario McNab. Había demasiado color local en Glasgow; quizá «largarme de una puta vez a Canadá» me iría bien para la salud.
– Saqué una cosa interesante de nuestro encuentro -expliqué-. ¿Sabía que Bert Soutar estuvo metido en negocios con Calderilla MacFarlane? Hacia el principio de la guerra.
– No. -Me di cuenta de que Sneddon estaba haciendo mentalmente el mismo rompecabezas que yo había hecho en Bridgeton-. No, no lo sabía. ¿Te parece significativo?
– Bueno, ese trato tan importante que acabó convertido en un cuento increíble sobre una academia de boxeo… A lo mejor Calderilla estaba ocultando los detalles, pero no a los protagonistas. Quizá sí tenía que ver con Bobby Kirkcaldy. Y quizás el acuerdo se negociaba a través del viejo compinche de MacFarlane: Bert Soutar.
– Pero MacFarlane iba a negociarlo conmigo…
Me daba cuenta de que Sneddon me planteaba el hecho para ver cómo lo encajaba yo en el cuadro.
– No olvidemos que Calderilla acabó con el cráneo cascado como un huevo -dije-. Yo supongo que todo tuvo que ver con ese acuerdo. Él estaba justo en medio y aspiraba a ganar mucho dinero, no una mera comisión. Y sospecho que Tío Bert está implicado de un modo u otro.
– ¿Crees que él le machacó la crisma a Calderilla?
– No sé. Tal vez. Aunque no veo por que tendría que haberlo hecho, salvo que algo se hubiera torcido en ese negocio, fuera cual fuese. Pero podría haber sido la persona que le ha estado enviando mensajes amenazadores a Kirkcaldy. Lo que sí tengo claro es que Kirkcaldy no nos agradece la atención que le estamos dedicando. Hablando de ello, ¿podría tomar prestados a un par de hombres para que vigilen por turnos la casa? Solo tengo a un chico conmigo.
– Está bien -dijo Sneddon-. Puedes quedarte a Deditos. Parece que os lleváis bien los dos.
– Sí. Como dos almas gemelas… Gracias. Ya le llamaré para decirle cuándo lo necesito.