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– No olvidemos que Calderilla acabó con el cráneo cascado como un huevo -dije-. Yo supongo que todo tuvo que ver con ese acuerdo. Él estaba justo en medio y aspiraba a ganar mucho dinero, no una mera comisión. Y sospecho que Tío Bert está implicado de un modo u otro.

– ¿Crees que él le machacó la crisma a Calderilla?

– No sé. Tal vez. Aunque no veo por que tendría que haberlo hecho, salvo que algo se hubiera torcido en ese negocio, fuera cual fuese. Pero podría haber sido la persona que le ha estado enviando mensajes amenazadores a Kirkcaldy. Lo que sí tengo claro es que Kirkcaldy no nos agradece la atención que le estamos dedicando. Hablando de ello, ¿podría tomar prestados a un par de hombres para que vigilen por turnos la casa? Solo tengo a un chico conmigo.

– Está bien -dijo Sneddon-. Puedes quedarte a Deditos. Parece que os lleváis bien los dos.

– Sí. Como dos almas gemelas… Gracias. Ya le llamaré para decirle cuándo lo necesito.

Salí de la oficina nada más colgar y tomé un taxi hasta el Pacific Club. Como la otra vez, estaban haciendo los preparativos para la noche. El encargado que Jonny Cohen tenía controlando el negocio era un judío menudo y apuesto de cuarenta y pocos años llamado Larry Franks. Nunca lo había visto, pero él pareció reconocerme a mí, porque en cuanto entré se me acercó y se presentó. Iba sin chaqueta y tenía la camisa arremangada.

– El señor Cohen me ha dicho que busca a Claire Skinner -dijo con una gran sonrisa. Tenía un acento difícil de situar, pero con un toque de Londres. Y otro toque de un sitio mucho más lejano. Era algo con lo que te tropezabas aún de vez en cuando: la guerra seguía arrojando su larga sombra y, aunque de todos los campamentos de desplazados esparcidos por la Europa de posguerra solo quedaba uno abierto, todavía había muchas personas que se estaban construyendo una nueva vida en otro lugar. Fuera cual fuese la historia de Franks, no parecía que hubiese acabado con su buen talante-. ¿Le sirvo una copa a cuenta de la casa?

– Gracias, pero no. Y sí, busco a Claire. Jonny me dijo que usted tiene la dirección.

– Aquí está. -Volvió a sonreír y me dio una nota doblada que se sacó del bolsillo del chaleco. Me pareció ver algo en su antebrazo; él se bajó la manga con desenvoltura-. Pero sería más fácil entrar en Fort Knox.

– ¿Qué quiere decir?

Desdoblé la nota; había una dirección en Craithie Court, Partick, escrita a mano.

– Es un nido de chochitos -dijo con tono inexpresivo, sin ningún indicio de lascivia-. Un hostal para mujeres solteras del ayuntamiento. Solo lleva un par de años abierto. Claire se aloja allí. Pero hay una patrona y le arrancará las pelotas si intenta entrar. Las visitas masculinas están estrictamente prohibidas. Le convendría más pillarla aquí la próxima vez que actúe.

– ¿Y eso cuándo será? -pregunté.

– La verdad es que quizá dentro de una semana o dos. Tengo contratado a un grupo nuevo para los dos próximos viernes.

– No. Necesito verla antes. -Miré la nota un momento, con la mente puesta en otra cosa-. Estoy buscando a Sammy Pollock. O Gainsborough, como él prefería que lo conociesen. El novio de Claire. ¿Lo ha visto últimamente?

– ¿A ese gilipollas? -Franks sonrió-. No, no en las últimas dos semanas.

– La última vez que lo vieron fue aquí. Parece que hubo un pequeño altercado a la salida del club, hará un par de semanas. ¿Usted lo vio u oyó algo?

– No. -Franks frunció los labios, pensativo-. La verdad es que no. Y nadie me dijo nada tampoco.

– Ya veo. -Me guardé la nota en el bolsillo-. Gracias. Y gracias por esa copa. Se la aceptaré la próxima vez.

– Claro.

Su sonrisa seguía presente, pero había cambiado. Él me leía el pensamiento y yo se lo leí a él. Decía: «No necesito su compasión».

Dejé el aire viciado del Pacific Club para salir al aire viciado de Glasgow. El taxi seguía esperándome fuera. Subí al asiento trasero y le dije al conductor que me llevara a Blanefield. Permanecí todo el trayecto en silencio, pensando en la actitud risueña de Larry Franks. Y en el número que había visto tatuado en la cara interna de su antebrazo.

Al bajarme del taxi, casi habría jurado que Davey Wallace seguía exactamente en el mismo punto y en la misma posición que cuando lo había dejado allí por la mañana. Nos sentamos los dos en el Atlantic y él se pasó veinte minutos glosando las notas detalladas que había tomado. Veinte minutos detallados de pura nada. Era un buen chico y tenía un entusiasmo que habría hecho reflexionar a muchos sobre su vocación.

– ¿Estás libre para hacer el mismo turno mañana? -le pregunté-. ¿Incluso un rato más?

– Claro, señor Lennox. A cualquier hora. Y no hace falta que me traiga usted. Ya sé dónde es y puedo tomar el tranvía.

– De acuerdo. Nos veremos aquí un poco más tarde; digamos a las seis. No creo que vaya a suceder nada durante el día. ¿Y qué hay de tu trabajo? ¿Estarás en condiciones para hacer el primer turno?

– No hay problema, señor Lennox.

– Bien -señalé. Desde luego que no era un problema para él. Ni siquiera tener que cruzar el Himalaya lo habría detenido. Le di un billete de cinco libras-. Ahora vete a casa.

– Gracias, señor Lennox -dijo con reverente gratitud.

Aquello era una forma pésima de perder el tiempo. Permanecí tres horas observando la casa sin que pasara nada. Luego llegó Kirkcaldy, presumiblemente después de su entrenamiento en el gimnasio de Maryhil, montado en su Sunbeam-Talbot deportivo, que llevaba la capota quitada. Un coche de más de mil libras. Desde luego Kirkcaldy era un boxeador de éxito, pero aun así parecía sacarles un provecho impresionante a sus finanzas. A lo mejor hacía horas extras repartiendo periódicos

Me recosté en el asiento del coche, deslizándome hacia abajo para apoyar la nuca, y me ladeé el sombrero sobre los ojos. No había motivo para estar incómodo. Aún hacía bochorno. Tenía del todo bajado el cristal de la ventanilla, pero la atmósfera era pegajosa y pesada y no corría ningún aire fresco. Me iba a costar mantenerme despierto. Encendí la radio, pero solo encontré a Frank Sinatra desgranando la letra de otra canción olvidable. Decidí repasar la situación para activar mi cerebro.

Todo aquello tenía relación con el asesinato de Calderilla, seguro. Kirkcaldy estaba metido hasta el cuello en un asunto que no seguía precisamente las normas pugilísticas del marqués de Queensberry. Existía una conexión entre él y MacFarlane a través de Soutar. Y allí estaba yo, con mi loable intención de no adentrarme en asuntos turbios, pero cada vez más empantanado en las ramificaciones de la muerte de Calderilla.

Entre tanto, en mi otro caso -el único legal al cien por cien- no estaba llegando a ninguna parte. Decidí que intentaría ponerme en contacto con Claire Skinner al día siguiente, pero sabía que no me serviría de nada. Sammy Pollock se había borrado de la faz de la Tierra, cosa nada fácil; me inquietaba pensar que para borrarse de aquella manera hacía falta un profesional. Y por otro lado, estaba la reacción de Jock Ferguson cuando le nombré a Largo. Si se trataba del mismo que Paul había dicho conocer, tenía que ser alguien que no perteneciera al círculo habitual de gánsteres, pero lo bastante importante al mismo tiempo para que un inspector del departamento de Investigaciones Criminales lo reconociera en el acto.

Yo no era muy dado a las reflexiones profundas de carácter personal, quizá porque había visto en la guerra a dónde conducen las profundas reflexiones personales: la locura o la muerte. Pero mientras permanecía allí, delante de la casa de un boxeador seguramente corrupto en las afueras de Glasgow, me entró de golpe un acceso de nostalgia.

Blanefield quedaba por encima de Glasgow. El sol ya estaba bajo en el cielo y se filtraba con tonos de oro, bronce y cobre a través de la neblina que cubría la ciudad en el valle abierto a mis pies. Me llegó entonces una reminiscencia: Saint John tenía crepúsculos similares. El corazón industrial de Estados Unidos se hallaba en Michigan y aquel aire espeso y lleno de mugre se desplazaba hacia el noroeste e impregnaba la atmósfera de la costa canadiense, de manera que el sol se derramaba en rayos de color granate sobre la bahía de Fundy. Pero la semejanza terminaba ahí. Pensé en aquellos días, antes de la guerra. Las cosas eran diferentes. A mí me parecía que la gente entonces era diferente. Y yo también lo era.