Выбрать главу

– ¿Qué me dices del transporte del material? ¿Has hablado con las autoridades del puerto? Podría ser que hallaras la pista de algún cargamento sospechoso. Tengo un contacto…

Devereaux alzó una mano.

– Te equivocas por completo. Esto no son cargamentos ilegales de armas… -Me lanzó una mirada significativa. Estaba claro que sabía más que Jock Ferguson sobre lo ocurrido el año pasado-. Has de tener presente que para trasladar este material no necesitas un carguero. Ocupa muy poco espacio, puede esconderse en cualquier parte. Una maleta de la sustancia en estado puro costaría en el mercado cien mil dólares.

Reflexioné un momento sobre sus palabras.

– ¿La policía de Glasgow sabe todo esto?

– Una parte. La heroína a ellos no les interesa. Simplemente les entusiasma que se les vea ayudando al Tío Sam. -Sonrió, irónico-. Nosotros salvamos el mundo, ¿entiendes?

– Lo salvasteis, ya lo creo -dije, tomando un sorbo de whisky-. Lo salvasteis. -Miré el reloj y se me ocurrió una idea-. ¿Llevas encima la placa del FBI?

– Claro. -Frunció el ceño-. Siempre la llevo encima. ¿Por qué?

– Porque podrías ayudarme a darle una alegría a alguien.

Puse al corriente a Deveraux durante el trayecto a Blanefield. Le expliqué lo que le había venido sucediendo a Kirkcaldy y le hablé de la inminente pelea que lo enfrentaría con el alemán poseedor del título, si bien todo ello no eran más que los antecedentes básicos del motivo por el que lo llevaba allí.

– Te agradezco mucho que te hayas prestado a hacer esto, Dex -le dije cuando nos detuvimos detrás del Rover verde botella.

Sneddon había dejado que lo usáramos casi como puesto permanente de observación. Davey Wallace se encargaba de las tardes; Deditos se quedaba hasta la una de la madrugada y luego Sneddon mandaba a otro de sus hombres para vigilar hasta el amanecer. Davey todavía se tomaba sus deberes con absoluta dedicación y lo anotaba todo, cualquier cosa que pasara. Se quedó muy impresionado cuando vio por primera vez a Deditos. Este, por su parte, se puso paternal con él, lo cual resultó aún más espeluznante.

Di unos golpecitos en la ventanilla y Davey abrió la puerta y se bajó del Rover. Yo casi me esperaba que se pusiera firmes.

– ¿Cómo va, Davey?

– Bien, señor Lennox, bien sin más -dijo, echándole un vistazo a Devereaux, que estaba a mi lado-. Lo lamento, pero no tengo nada de que informarle. Aunque no le he quitado los ojos de encima a la casa. De eso puede estar seguro, señor Lennox.

– Lo sé, Davey. He traído a una persona que quiero que conozcas. Le he contado a Dex que trabajas para mí media jornada y que estás haciendo un gran trabajo.

– Dex Devereaux -dijo el americano muy serio, casi con severidad, y, antes de estrecharle la mano a Davey, se sacó del bolsillo interior de la chaqueta una billetera de cuero y la abrió un instante. Una placa dorada fulguró a la luz del atardecer-. Agente especial Dex Devereaux, FBI.

Tuve que emplearme a fondo, pero logré reprimir una sonrisa ante la reacción de Davey, que se quedó mirando la placa del FBI boquiabierto y con unos ojos como platos. Absolutamente hipnotizado. Pareció pasar una eternidad antes de que su mirada pasase de la placa al rostro de Devereaux. Este volvió a guardársela y le estrechó la mano.

– El señor Lennox me ha contado que estás haciendo aquí un trabajo de primera. Absolutamente de primera. Siempre es un placer conocer a un colega. Sigue así, Davey.

– Dex está aquí haciendo una investigación para el FBI. Pero eso debe quedar estrictamente entre nosotros, Davey -dije con toda la seriedad posible.

– Ah, claro… No diré una palabra, señor Devereaux. -Hablaba igual que un niño dando su palabra de honor. Era ese carácter infantil lo que me preocupaba; no era más que un chaval. Estaba prácticamente seguro que no lo había expuesto a ningún peligro, pero tampoco podía tener la seguridad completa-. Puede confiar en mí -añadió, con la misma seriedad.

– Ya lo sé -dijo Devereaux-. Somos colegas, al fin y al cabo.

– Estoy seguro de que quieres hacerle un montón de preguntas a Dex -dije, ofreciéndoles un cigarrillo; luego me encendí yo uno-. ¿Bobby Kirkcaldy está en casa?

– Sí, señor -respondió Davey-. Ha vuelto del gimnasio con su tío hace una hora y media.

– ¿Por qué no os quedáis aquí charlando mientras yo voy a ver si hay alguna novedad?

Mientras los dejaba atrás, vi que Devereaux sacaba otra vez la placa y se la tendía a Davey. Aquel americano me caía bien y al mismo tiempo me inspiraba cierto rencor. Me recordaba a algunos hombres que había conocido en la guerra; gente que había presenciado toda clase de mierdas y que, no obstante, se las había arreglado para conservar intactos su humanidad y su sentido del honor. No hubo muchos así, y yo no fui uno de ellos.

Me abrió la puerta otra vez el Tío Bert Soutar. Tan encantador como siempre, cuando le dije que quería hablar un momento con Kirkcaldy dio media vuelta sin decir palabra y echó a andar por aquel pasillo con baldosas de terracota.

Bobby Kirkcaldy no estaba en el salón. Soutar me guio esta vez hasta el final del pasillo y abrió una puerta. Bajamos unos escalones que accedían a lo que debía de haber sido originalmente un garaje doble y un taller, ahora reconvertido en gimnasio. Había tres bancos, un estante de pesas y algunas mancuernas sueltas en el suelo de hormigón; un par de pesados sacos de arena, que parecían enormes salchichas oscilantes colgadas del techo con cadenas, y un punching ball sujeto en un soporte de la pared. Bobby Kirkcaldy estaba en el centro del gimnasio con una especie de calzones largos y unos shorts de boxeo encima, saltando a la comba. Por toda la estancia resonaba el latigazo repetido de la cuerda con la que segaba el aire. Sus pies apenas se movían, pero daba la impresión de que no tocaban nunca el suelo. No me prestó atención cuando bajé las escaleras y terminó la tanda sin apuro antes de secarse la cara con la toalla que llevaba al cuello.

– ¿Y bien? -preguntó, jadeante, prescindiendo de cortesías. Me sorprendió que le faltara el aliento. Yo lo había visto aguantar hasta el final en un ring sin sudar apenas. Me habría sorprendido mucho que hubiese descuidado su preparación estando la pelea tan próxima.

– Solo quería comprobar que va todo bien. Ya sabe que tenemos a alguien vigilando la casa la mayor parte…

– ¿El chico? -Fue Soutar el que me interrumpió. Quizá había sido así como le habían dejado la jeta de aquella manera: interrumpiendo a la gente-. ¿Qué coño va a hacer si alguien empieza con alguna cabronada? Parece que tenga doce años.

– Ah, no -dije, con tono ofendido-. No contrato a nadie por debajo de los trece, salvo para deshollinar la chimenea.

El Tío Bert dio un paso hacia mí. Quizá se lo había tomado como un chiste obsceno.

– Bert… -murmuró Kirkcaldy, logrando que Soutar se detuviera y que yo considerase una vez más lo ignominioso que sería recibir una paliza de un pensionista. Luego se volvió hacia mí-. Ya puede decirle que se vaya. No ha pasado nada en varias semanas y empieza a molestarme estar bajo vigilancia. Si necesitara algo así, ya habría acudido a la policía.

– Escuche, Kirkcaldy, yo solo hago mi trabajo. El señor Sneddon tiene muchos intereses puestos en usted y yo me limito a proteger dichos intereses. Si dice que no ha habido más problemas, perfecto… Informaré a Sneddon y seguiré sus instrucciones. Mientras tanto, este es un país libre; y si el señor Sneddon quiere dejar su coche en la calle y que alguien se lo cuide, nadie puede impedírselo.