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– Sí. Encantadora.

– Estos pikeys [2]… -Sneddon sacudió la cabeza-. Pelean como bestias por cuatro peniques. Lo harían por amor al arte. Jodidos majaretas.

– Y usted controla las apuestas…

Sneddon asintió.

– Ha sido una buena noche.

– Apuesto a que sí…

El viejo Benjamin Franklin dijo en una ocasión que las dos únicas cosas seguras eran la muerte y los impuestos. Pero eso fue antes de la época de Sneddon; de otro modo habrían sido la muerte, los impuestos y la mano de Willie Sneddon en tu bolsillo.

– Tengo este sitio desde hace seis meses. Me costó un poco arreglarlo. Conseguí la casa, el establo y toda la granja de los cojones porque un tipo encopetado se jugó en los caballos más de lo que tenía en su cuenta. Gilipollas. No deja de tener gracia que me haya montado aquí un pequeño garito de apuestas, teniendo en cuenta que lo gané gracias a una apuesta.

– Sí, señor Sneddon. Es i-ró-ni-co -dijo Deditos, que permanecía junto a su jefe.

– ¿Estoy hablando contigo, joder? -dijo Sneddon, alzando la vista con furia hacia el gigantón. Deditos puso cara contrita y Sneddon se volvió otra vez hacia mí-. He mantenido en secreto este sitio hasta ahora. Ni siquiera creo que Cohen y Murphy sepan que existe. Así que mantén la boca cerrada.

Sneddon se refería a los otros dos Reyes: Jonny Cohen el Guapo y Martillo Murphy. Medité un instante sobre el hecho de que todo el mundo se sintiera en la necesidad de decirme que mantuviera la boca cerrada.

– Si no lo saben, seguro que pronto lo sabrán -le dije-. Esto es un pueblo disfrazado de gran ciudad. Ningún secreto dura demasiado.

– Como lo de Calderilla MacFarlane y su chola machacada…

Sneddon sonrió. O más bien contrajo un poco la cara intentándolo. El resultado fue una mueca fría, dura e indiferente.

– Sí… igual. Santo cielo, no ha tardado mucho en correr la voz. El cuerpo de MacFarlane no se ha enfriado todavía. ¿Por eso ha enviado a Deditos y a ese tipo simpático a recogerme?

Sneddon echó un vistazo a la gente por encima del hombro.

– Vamos a la casa principal. Es más tranquila…

Ya había estado varias veces en la casa de Sneddon en Bearsden, una mansión de estilo pseudogótico rodeada de acicalados jardines. Aquello era distinto. En cuanto pisé el vestíbulo de entrada, comprendí que me encontraba en un establecimiento comercial. Por fuera parecía una granja victoriana; por dentro era un burdel victoriano: pesados cortinajes de terciopelo rojo, divanes tapizados y cuadros de mujeres tetonas a lo Rubens decorando las paredes. El salón había sido reconvertido en un bar con varios grupos de sofás. Una chica sentada en uno de ellos miraba el techo aburrida mientras un cliente borracho la babeaba y manoseaba con torpeza. La voz de Mel Tormé canturreaba en el tocadiscos del rincón. Del bar se ocupaba otra chica de poco más de veinte años, que también lucía mucho maquillaje y muy poco vestido.

– ¿Qué te parece? -preguntó Sneddon con un tono que indicaba que le importaba una mierda lo que pensara.

– Agradable ambiente. Consigue despertar al romántico que llevo dentro.

Sneddon soltó un bufido, una especie de aproximación a una risa. Luego le dio un golpecito en el pecho a Deditos, señalando con el mentón al borracho y a la chica. Deditos obedeció en el acto y se los llevó fuera del salón.

– Bueno, ¿y que hace un buen muchacho como yo en un sitio como este? -pregunté. Sneddon le dijo a la chica del bar que nos sirviera un par de whiskys y advertí que ella sacaba una botella de malta de debajo de la barra. Buen material.

– Tú estabas esta noche en casa de Calderilla. ¿Qué negocios te traías con el tipo? ¿Te había pedido que husmearas un poco para él?

– Solo husmeaba a su hija, si acaso. Puro placer, nada de negocios.

– ¿Seguro? -Sneddon me miró entornando los ojos y bajando la cabeza. Así solo se le veía la frente, lo cual era una ventaja en Glasgow. Atenas había sido la cuna de la democracia; Florencia había dado al mundo el Renacimiento; Glasgow había llevado a su máximo refinamiento el arte del cabezazo: el Beso de Glasgow, como lo conocían cariñosamente en todas las naciones del mundo-. Me cabrearía de verdad si no fueras del todo sincero conmigo.

– Mire, señor Sneddon, yo me lo pensaría muchas veces antes de mentirle a usted. Sé que Deditos no adquirió su sobrenombre porque sepa bailar como Fred Astaire. Les tengo cariño a los dedos de mis pies y me gustaría creer que el amor es mutuo. De todos modos, ya me ha preguntado lo mismo esta noche el comisario McNab.

– ¿McNab? -Sneddon dejó el vaso sobre la barra-. ¿Qué coño pinta él en todo esto? Creía que se trataba solo de un robo que se había acabado jodiendo.

– Es un caso importante, deduzco. Calderilla era un tipo conocido -le dije, sin traslucir lo impresionado que me tenía por la velocidad y la precisión de su sistema de información. Aunque enseguida comprendí que yo formaba parte de él-. En fin, le ha costado convencerse de que yo no estaba enredado con MacFarlane.

– ¿Así que tú no tenías nada que ver con Calderilla y sus negocios?

– Como he dicho, estoy saliendo con su hija. Nada más. ¿Cuál es el problema?

Sneddon agitó una mano, como ahuyentando una mosca.

– Nada. Solo que tenía un asunto entre manos con Calderilla.

– Ah.

Sneddon me lanzó una mirada.

– Escucha, Lennox. Si andas frecuentando la casa de MacFarlane quizá podrías echarme una mano.

– Si puedo… -Sonreí para disimular un mal presentimiento.

– Tenme al corriente de los progresos que haga la policía. Y si se presenta la ocasión, a ver si encuentras algo así como una agenda de Calderilla o un dietario: cualquier cosa donde apuntara los detalles de sus citas, tal vez un cuaderno con anotaciones y demás.

– ¿Puedo preguntar por qué?

– ¡No, joder! ¡No puedes! -Dio un largo suspiro, como cediendo a la insistencia de un niño para que le compren un helado-. De acuerdo… He tenido una reunión con Calderilla esta tarde. Sobre un proyecto en el que estábamos trabajando juntos. Me estoy metiendo en el tema de las peleas… no como esta noche, o sea, no un par de pikeys de mierda dándose de hostias. Boxeo de verdad. Estaba hablando con MacFarlane sobre un par de púgiles. Y las cosas podrían complicarse si la policía lo descubriera.

– ¿Qué era lo que aportaba Calderilla?

– Eso no importa. Mira, el asunto no era de envergadura, pero no quiero llamar la atención de la policía. Nunca me gusta ese tipo de atención, y mucho menos si el cabronazo de McNab lleva el caso. ¿Puedes encargarte, sí o no?

Puse cara de estar pensándomelo.

– No pretendo hacerme el gracioso, señor Sneddon, pero si yo tuviera una cita con usted… bueno, no creo que anotara ese tipo de cosas en mi agenda. Porque podría convertirse en una prueba, como usted mismo dice. No creo que los negocios de MacFarlane fueran como para querer tenerlos anotados.

– Eso es porque no piensas tal como yo y como MacFarlane. Yo sí tengo agenda. Cada puta cita, cada charla que mantengo con Murphy o Cohen va directa a la agenda. Pruebas, como tú dices. Las Pruebas del Rey, por si algún día las necesito. Cohen y Murphy hacen lo mismo. Es como un seguro. Y me consta que MacFarlane tenía la mente como un puto colador… al menos para estas cosas. Como corredor de apuestas, era capaz de decirte quién corría dónde y cuándo y cómo iban las apuestas sin pensarlo siquiera, pero para las reuniones y demás había de apuntarse la hora y la fecha o se le olvidaba.

– No creo que yo pueda ser de ayuda. Los polis se han llevado de su estudio un montón de cajas de material. Me imagino que ya le habrán echado el guante a esa agenda.

– Vamos, Lennox, tú eres más listo. -Sneddon me dirigió una dura mirada-. Calderilla no iba a dejar su agenda en un sitio tan obvio, y los putos polis son demasiado idiotas para mirar donde no sea obvio. ¿Sabes una cosa?, si yo fuera un tipo suspicaz empezaría a pensar que no quieres ayudarme. Incluso que has estado tratando de evitarme. Y quizá también a Murphy y Cohen. ¿Qué pasa, Lennox?, ¿te has vuelto demasiado bueno para nosotros?

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[2] Término despectivo referido a los gitanos, a la etnia de los nómadas irlandeses (tinkers o travellers) y, en general, a la gente de baja ralea.