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El taxi salió de la ciudad hacia el sur. Atravesamos Pollokshields, lo que me recordó que tendría que ir por allí más tarde, y luego Pollokshaws, Giffnock y Newton Mearns. Una de las cosas de Glasgow a las que no acababa de acostumbrarme era que toda la ciudad parecía concentrarse en un denso amasijo de piedra, ladrillo y acero, de fábricas y hornos, de casas de vecindad y muelles erizados de grúas, y que luego, de repente, te encontrabas sin más en medio del campo, en un paisaje casi vacío. Estábamos en la carretera del sur, una cicatriz negruzca en medio de una arrugada alfombra verde que se extendía a ambos lados hasta donde alcanzaba la vista. Era la carretera que iba a Carlisle, así que pude camuflarme entre el tráfico sin problemas. La cosa se puso más difícil cuando el taxi se desvió por una carretera secundaria. Luego dobló de nuevo y enfiló por una carreterita rural todavía más estrecha, que obviamente no iba a ninguna parte: había que tener algún motivo para tomarla. Me quedé atrás, dejando que nos separase un buen trecho. La carretera bordeaba una presa inundada que parecía mirar al cielo como un ojo marrón-lodo.

El taxi se había perdido de vista por una curva. No me preocupaba, porque no tenía a dónde ir; si aceleraba un poco volvería a verlo enseguida. Pero cuando doblé la curva me encontré de golpe con el taxi parado en la entrada de una granja. Seguí adelante sin mirar y solo cuando hube pasado de largo vi que Claire Skinner se bajaba y le tendía unos billetes al conductor. Sin esperar el cambio, abrió la verja y echó a andar por lo que me pareció el sendero de una granja.

Bingo.

Continué por la carretera hasta la siguiente curva. Vi por el retrovisor que el taxi daba la vuelta a duras penas y se alejaba hacia la carretera principal. Doblé la curva, un giro muy cerrado hacia la izquierda. Un poco más allá había un bosquecillo pegado a la carretera. Me arrimé a la hierba del arcén, con las dos ruedas de mi lado en el asfalto, y avancé bamboleándome hasta asegurarme de que el Atlantic quedaba oculto y no podría verse desde el camino de la granja ni desde los edificios que hubiese al final.

Bajé y me abrí paso entre los árboles hasta llegar a la linde del bosquecillo, desde donde tenía una vista despejada a través de los campos. El sol estaba muy bajo y brillaba en el cielo del atardecer suavizando las siluetas y confiriendo un tono cálido al paisaje. Vislumbré un instante la cabeza de Claire antes de que me la taparan del todo los márgenes del camino. Ya no podía verla, pero ella tampoco a mí. No sabía por cuánto tiempo: el camino podía volver a elevarse más adelante y situarse otra vez al mismo nivel que los campos circundantes.

Salí del cobijo de los árboles y corrí campo a través, desviándome hacia el tramo del camino que quedaba por detrás del punto en donde Claire Skinner había desaparecido de mi vista. La hierba exuberante me llegaba hasta los tobillos, pero la tierra era bastante firme. No estaba tan empapada como de costumbre porque la racha de calor la había desecado. Si Siberia tiene una capa de hielo permanente, Escocia la tiene de barro. El calor me había salvado esta vez. Un puñado de ovejas de cara negra y ojos degollados observaban sin interés mi carrera a través del pasto. No corría para darle alcance a Claire -intuía que el camino solo tenía un destino-, sino para llegar al otro lado y situarme a su espalda antes de que ella volviera a tener una perspectiva despejada de los campos.

Salté desde lo alto del muro de piedra y caí en el camino: una cinta gris de tierra polvorienta entre dos ribazos cubiertos de hierba. El aspecto del lugar y la luz del atardecer me hicieron sentir que tendría que haber andado con una camisa arremangada y una guadaña al hombro. Claro que eso no iba del todo conmigo: como personaje, siempre me había considerado más propio de una novela de misterio de Leslie Charteris que de un drama rural de Thomas Hardy. Las granjeras rubicundas y la cerveza espumosa no eran muy de mi gusto, la verdad. Aunque quizá no me importase probar con una granjera.

Dejé de lado estas bucólicas reflexiones y seguí adelante por el camino sin apresurarme demasiado. No vi a Claire Skinner hasta llegar a una curva. Estaba a unos cien metros de distancia. Me agaché detrás del ribazo y la observé mientras se dirigía hacia una casita de campo encajonada entre un amasijo de zarzas y arbustos. La latitud de Escocia alargaba mucho los atardeceres de verano, pero ahora el sol ya estaba a punto de ponerse y habría sido de esperar que se viera alguna luz en la casita. No había ninguna. Claire llamó con los nudillos, pero pasó un minuto o más antes de que le abrieran.

Permanecí vigilando cinco minutos para asegurarme de que no se trataba de una visita fugaz. De todos modos, como ella había despedido el taxi en la entrada del camino, y puesto que estábamos en mitad de la nada, deduje que la chica no tenía intención de regresar aquella noche a Glasgow.

Sopesé las alternativas. Tendría que aguantar un buen rato si quería esperar a que oscureciera de verdad para acercarme. Y aunque hubiera poca luz, no dejaría de ser visible en el camino mientras recorría aquellos cien metros, con lo cual daría tiempo para que me montaran un festival y me gritaran «¡Sorpresa!» en cuanto entrase por la puerta. No sabía a qué me enfrentaba y lo mejor sería averiguarlo primero sin ser visto.

Retrocedí por el camino, trepé otro murete de piedra y di un largo y amplio rodeo hacia la parte trasera de la casa, donde sin duda me ocultarían las zarzas y los arbustos. Era mi única opción, pero me sentía expuesto en aquel campo ligeramente elevado y temía que mi silueta resultara demasiado visible sobre el cielo del crepúsculo. Tardé cinco minutos en dar la vuelta y situarme detrás de la casa. Al aproximarme, vi que aquello no era más que un refugio improvisado. La mayoría de los cristales estaban resquebrajados o rotos, o bien cubiertos de mugre. Lo que había sido -suponía- un pequeño huerto trasero se encontraba ahora lleno de maleza hasta la cintura y tuve que ir apartando matorrales con todo sigilo para abrirme paso. Cuando llegué a la puerta de atrás, oí voces en el interior. Allí no se sentía uno en la necesidad de susurrar. Hablaban en tono acuciante. Dos voces: un hombre y una mujer.

Bordeando el muro, alcancé una de las mugrientas ventanas y me asomé con cuidado. Eché la cabeza atrás en el acto. Claire estaba sentada delante de la ventana, aunque dándole la espalda. No veía dónde estaba el hombre, pero lo oía hablar. Luego oí a Claire y le escuché decir lo que había esperado oír desde que había empezado a seguirla.

Le oí decir «Sammy».

Capítulo 11

Ambos se volvieron bruscamente cuando entré. Claire se levantó tan de golpe que la vieja silla en la que estaba sentada se volcó en el suelo. El joven también se puso de pie.

Me había equivocado al creer que no había ninguna luz encendida. Había una lámpara de queroseno sobre un cajón que hacía las veces de mesa improvisada, pero tenía la mecha tan baja que daba una luz muy tenue. La suficiente, no obstante, para comprobar que aquello no pasaba de ser un cuchitril; eso siendo generoso. No había más que un camastro en un rincón, con un gurruño de mantas y una mochila militar encima, y un hornillo rodeado de media docena de latas sobre otro cajón de madera. Las latas y botellas vacías se amontonaban a un lado. Había que estar muerto de miedo para esconderse así.

Sammy Pollock no se parecía a aquel joven engreído y relamido de la foto que Sheila Gainsborough me había mostrado. Apenas lo reconocí. Ahora llevaba muy largo y grasiento su pelo oscuro, y hacía bastantes días que sus mejillas no veían una navaja de afeitar. Estaba desastrado y cansado. Desde luego, su alojamiento dejaba mucho que desear. Pero había algo más en su cansancio, algo que apagaba su expresión y que lo envolvía por completo: era la tensión electrizante, el desfondamiento de un fugitivo.