– Vaya, hola, guapo. -Me echó en la cara unos vapores que podrían haber alimentado los motores de un avión y me sonrió con una expresión fría y desenfocada. Era una mirada a la que me había acostumbrado en Glasgow: la truculencia escocesa es una obra de artesanía filtrada con turba y excrementos de oveja, y destilada hasta que llega a su grado de máxima pureza-. Cuánto tiempo sin vernos.
Me acerqué al tocadiscos y separé bruscamente la aguja del surco. Benny dejó de seguir el ritmo en el Savoy y yo confié en que los vecinos no hubieran llamado a la policía.
– Esto no te ayuda, ¿sabes, Lorna? -dije, colocando el vaso en la mesilla auxiliar, fuera de su alcance.
– Ni tú tampoco. Tú no ayudas gran cosa, ¿verdad, Lennox? -Me dio un empujón en el pecho, como quitándose de encima un gran engorro-. Bueno, ¿a qué debo el placer?
– He leído los periódicos. Quería ver cómo estabas.
– Pues ya lo has visto. Ya puedes retirarte…
Ensayó un gesto mayestático.
– No hasta que te hayas despejado, Lorna. Voy a hacer café.
– Que se joda el café. Que te jodan, Lennox. -Era la primera vez que le oía una palabrota-. Ah, ¿es eso lo que quieres? ¿Que joda contigo, Lennox? Tenemos una relación tan profunda, ¿no, cariño?
– Cálmate, Lorna. He intentado ponerme en contacto contigo todo el día. No sabía que te estabas trabajando tan a fondo la resaca de mañana. Voy a traerte un poco de agua mientras se hace el café.
Busqué por la cocina, llené el calentador y lo puse en el fogón. Tiré el whisky en el fregadero, enjuagué el vaso y se lo llevé a Lorna lleno de agua. Ella lo miró desdeñosa, pero me senté a su lado y esperé hasta que se lo hubo bebido entero.
– Lo siento, Lorna. Debería haber venido más a menudo -dije, y era en serio-. Lo que ocurre es que he estado liado con varias cosas, entre ellas hacer averiguaciones sobre algunos de los negocios en los que estaba metido tu padre. Creía que quizá descubriría algo sobre su muerte. Pero eso ahora ya parece superfluo. ¿La policía te ha contado algo de esa detención?
Otro gesto de desdén. Menos mayestático esta vez.
– Me han enseñado una fotografía. Han preguntado si lo había visto antes.
– ¿Y lo habías visto?
Ella meneó la cabeza con malhumor.
– Un gitano de mierda. Debió de seguir a papá desde Shawfields unas cuantas veces para conocer sus costumbres. Y luego lo esperó…
– ¿Es lo que te ha dicho la policía?
– A mí no me han dicho nada. Han hablado un rato con Maggie y después con Jack.
– ¿Jack Collins?
– Sí… Es como de la familia -dijo con una risa que me pareció amarga. Aunque, por otra parte, todo le salía amargo-. El gitano debió de entrar en casa y esperó… -Empezó a llorar-. Papá…
La rodeé con el brazo, pero ella se apartó.
– ¿Has comido?
Se encogió de hombros. Volví a la cocina, preparé el café y también unas tostadas. Otra vez tuve que vencer su resistencia para que se bebiera el café y comiera una tostada. Yo también tomé un poco de café y me las arreglé para no vomitarlo. La aspirina había comenzado a ejercer cierto efecto en mi dolor de cabeza: más o menos como una mariposa tratando de desgastar una bala de cañón con sus alas.
Permanecimos una hora sentados sin decirnos nada. Yo no dejaba de servirle café. Finalmente, sucedió lo inevitable y tuvo que salir corriendo hacia el baño. Volvió con la cara cenicienta y el maquillaje corrido, que resaltaba en su rostro como pintura desconchada. Bonita pareja hacíamos. La obligué a tomar más café. Poco a poco se suavizó su manera de farfullar, y también el odio que me demostraba.
– ¿De qué querían hablar con Jack Collins? -pregunté al fin.
– De los negocios de papá. Por si pudieran tener alguna relación con su muerte. Él conocía a toda clase de gente, como tú.
Dejé de lado aquella pulla.
– ¿Sospechan que Collins podría estar implicado?
Ella se encogió de hombros blandamente, con la flojera de la borrachera.
– No sé. Jack no podría tener nada que ver en una cosa así. Jack es un buen chico…
No iba a sacarle nada en limpio, así que la llevé arriba, a su habitación. La ayudé a tumbarse en la cama y ella me agarró de las solapas hasta tener mi cara casi pegada a la suya. Alzó los labios hacia los míos. La deposité suavemente en la cama.
– Quédate conmigo, Lennox. Duerme aquí esta noche…
– De acuerdo -dije, casi en una acción refleja, como la patada que sueltas cuando el médico te golpea la rodilla con un martillito de goma.
Fue Maggie MacFarlane quien me despertó. Levanté la vista hacia ella, parpadeando. Entraba en la habitación demasiado sol para que mi magullada calabaza pudiera soportarlo.
– Tiene un aspecto horrible -dijo. Sin sonrisa. Solo con una mirada dura y fría.
Me incorporé hasta sentarme en el sofá. Estábamos en el salón. Me había vuelto a salir aquella irritante vena caballerosa y había acabado instalándome en el sofá. Aunque para situar mi galantería en su debida perspectiva, no creo que ni Lorna ni yo hubiéramos estado en condiciones de ejecutar un tango horizontal. Así que ahí estaba, en el sofá, agarrotado, dolorido y de mal humor. Me miré los pantalones del traje: tenían más arrugas que una octogenaria nepalí. Me felicité a mí mismo por la inteligente decisión de haberme cambiado antes de venir.
– ¿Dónde se había metido? -pregunté, estirándome.
– ¿Y a usted qué demonios le importa?
– Vine anoche y me encontré a Lorna como una cuba. No le habría ido mal un poco de apoyo de su madrastra. ¿Sabe que han detenido a un vagabundo por el asesinato de Calderilla?
– Por supuesto. -Maggie seguía glacial, cosa que estaba muy lejos de ser su actitud corriente-. Me lo dijo la policía. Así que al final fue un robo.
– ¿Alguien había insinuado que no lo fuera? -pregunté.
– Creo que debería subir y ver a Lorna -contestó ella, eludiendo la pregunta.
– Ya voy -dije, poniéndole la mano en el brazo. La retiré en el acto al ver que me la miraba como si fuera un leproso. Un apestado. Un hincha de los Celtics-. Prometí cuidar de ella. -Mientras me dirigía hacia la puerta, añadí de soslayo-: ¿Y cómo anda su hijastro? ¿O es medio hijastro? Nunca sé bien.
– ¿De qué está hablando? -Se le notaba en la voz: cierta tensión, cierta inseguridad. Me volví y la miré.
– El joven Jack Collins, el sofisticado galán. Tengo la sensación de que era con él con quien estaba anoche. Y sé que era hijo ilegítimo de Calderilla.
– Creo que debería ocuparse de sus propios asuntos y no entrometerse en los de otras personas -dijo Maggie. Las palabras eran duras, pero su tono se había suavizado. Como un experto marino que cambia de rumbo, había llegado a la conclusión de que debía abordar aquel viento con cuidado-. Escuche, Jack es un buen chico y trataba a Calderilla…
– … ¿como a un padre?
– Pues sí. Y no ocurre nada impropio, para que lo sepa.
– Si usted lo dice. -No podía perder el tiempo con aquella conversación-. Será mejor que vaya a ver a Lorna.
No era una visión agradable. Había vomitado mientras dormía sobre las sábanas y hube de ayudarla a ponerse de pie y a llegar al baño. Luego deshice la cama. Necesité una hora para dejarla en condiciones y poder marcharme. Lloró largo rato: la vergüenza del borracho con poca costumbre de estarlo. No era frecuente en Glasgow.
Llegué a casa hacia las diez. El día se presentaba con un gran comienzo: mientras cruzaba el sendero, Fiona White apareció en la puerta principal. Me miró de arriba abajo, reparando en mi traje arrugado y seguramente en mi rostro enfermizo. No habría servido de nada explicarle que sufría una conmoción y no una resaca descomunal, así que me limité a alzar el sombrero mientras pasaba por mi lado sin decir palabra.