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En cuanto me hube refrescado otra vez, fui a Blanefield y llamé a la puerta de Kirkcaldy. No había nadie, así que volví a la ciudad y me dirigí a la dirección de Maryhill donde se hallaba su gimnasio. Era en un viejo edificio de Bantaskin Street: unas instalaciones mucho más grandes, aunque menos sofisticadas y más pringosas que el montaje que tenía en el sótano de su casa. El viejo Tío Bert también estaba allí. Mostraba una fidelidad a su sobrino al lado de la cual el perrito de Blackfriar’s [8] no pasaba de ser un chucho casquivano. Kirkcaldy estaban practicando en el ring con un sparring provisto de casco acolchado. Bert vino a mi encuentro y se mostró más tratable que nunca. Lo cual aún quedaba del lado hostil de la frialdad.

– Ya vimos lo que le pasó a ese muchacho suyo -dijo con su voz nasal-. Qué pena. A Bobby le sabe mal que el chico estuviera vigilando para protegerle cuando le dieron la paliza.

– Se lo agradezco -dije-. Y le agradezco a Bobby que se molestara en pasarse a verlo por el hospital. ¿Estaba usted presente cuando Bobby lo encontró?

– Sí, los dos volvíamos de aquí. El chico estaba tirado al lado del coche, todo magullado y hecho mierda. Debieron de zurrarle por detrás en la cabeza y luego le dieron patadas.

– ¿Usted cree?

– Es lo que parecía, pobre chaval. ¿Quiere hablar con Bobby? No podrá explicarle más que yo, pero puede esperar si quiere.

Meneé la cabeza.

– No importa. Dígale que he pasado para dar las gracias.

– Así lo haré.

La mañana estaba resultando improductiva. Me pasé a ver a Jimmy Costello. Sus dos matones, Skelly y Young, estaban sentados a la barra cuando entré y me observaron con desprecio; un tipo de mirada al que empezaba a acostumbrarme. Skelly lucía aún las marcas de nuestro último tango. Le pregunté a Jimmy Costello si había sabido algo de Paul. Me dijo que no y me di cuenta de que decía la verdad.

– ¿Por qué me lo preguntas? -dijo-. ¿Tienes alguna pista?

– No. Pero tengo un bulto detrás de la oreja y estoy casi seguro de que ha sido tu hijo quien me lo ha hecho. Conseguí localizar a Sammy Pollock, pero dejé la retaguardia al descubierto.

– ¿Por qué habría de hacer Paul una cosa así?

– Quizá no esté del todo convencido de que mi intención sea localizar a Sammy. ¿Sabes algo de una estatuilla de jade robada? Una especie de dragón o demonio oriental.

– No. -Me imaginaba que aquélla era la respuesta automática de Costello cuando le preguntaban por un objeto robado, así que insistí-. Escucha, Jimmy, es importante. Creo que Paul y Sammy Pollock han picado esta vez demasiado alto. Bueno, en serio, ¿sabes algo de una figura de jade robada?

– Te lo juro, Lennox. Si Paul sabe algo, a mí no me ha dicho una mierda. Tampoco me extraña. No hablamos gran cosa.

Seguí charlando con Costello otra media hora y no hicimos más que darle vueltas a lo mismo. Cuando ya me iba, vi que Skelly me lanzaba otra mirada aviesa. Sentí una punzada de dolor en el bulto de la cabeza y se me ocurrió entonces que tal vez no había sido Paul Costello quien me había zurrado a traición. Crucé el local y arranqué sin contemplaciones a Skelly del taburete. Su leal compinche retrocedió.

– ¿Tienes algún problema conmigo, cara de mierda? -Escogí la vía diplomática.

– No soy yo quien tiene un problema -dijo Skelly, tirando de la tela del traje por donde lo agarraba-. Y no quiero problemas.

– Así que soy yo el que tiene un problema… ¿es eso lo que dices?

– Yo no digo nada. Y no quiero problemas, lo repito.

– Entonces cuida tus modales cuando estés con tus mayores, hijito.

Me dio la espalda con hosquedad. No tenía ganas de pelea, pero eso no quería decir que no fuera capaz de manejar una porra en la penumbra y viniendo por detrás.

Lo deje allí, enfurruñado, y no hice caso de la mirada de impaciencia de Jimmy Costello. Estaba tentando a la suerte, lo sabía, pero tenía la cabeza dolorida, me sentía malhumorado y todas las personas con las que hablaba parecían mentirme u ocultarme algo.

Una promesa es una promesa. Fuí a visitar a Davey a la hora del almuerzo. Se alegró de verme, aunque me di cuenta de que sufría horrores. Yo tampoco le iba muy a la zaga. Charlamos y bromeé con él, y todo el rato sentía aquella furia oscura que prendía en lo más profundo de mis entrañas.

Al salir del hospital, llamé a Sheila Gainsborough y le pregunté si podíamos quedar, bien en su apartamento o bien en mi oficina. Era importante, añadí, y no algo que se pudiera hablar por teléfono. Conseguí hacerme entender y ella accedió a que nos viéramos en su apartamento. Pero tendría que darle una hora para resolver unos asuntos. Me dio el nombre de un café cerca de su edificio y me dijo que podíamos encontrarnos allí. Todo aquel decoro me pareció innecesario y fuera de lugar, pero estaba demasiado hecho polvo para discutir.

Conduje hasta el West End, localicé el café en Byres Road y ocupé una mesa junto a la ventana. Era uno de esos sitios italianos donde hacían todo un número operístico para prepararte una taza de café con una máquina que no paraba de silbar y soltar vapor, como si estuviese saliendo el expreso para Londres de las once y cuarto. Al menos el café era bueno.

Sheila Gainsborough llegó cinco minutos tarde. Parecía aturdida y se disculpó por el retraso. Se quitó la bufanda y todo el mundo en el café se esforzó en fingir que no la miraba. Hacerlo abiertamente habría resultado mucho más flagrante que echarle vistazos a hurtadillas. Un camarero que parecía recién bajado del barco de Nápoles (pero que sonaba como si hubiera llegado con el ferry de Renfrew) anotó su pedido de un café.

– ¿Tiene noticias? -preguntó, ansiosa. Se le veían las mejillas encendidas y, a pesar de mi mal humor y de mi dolor de cabeza, se me pasó por la cabeza lo agradable que sería hacer que se le encendieran todavía más.

– Ya le he dicho por teléfono, señorita Gainsborough -le susurré- que deberíamos vernos en su apartamento o en mi oficina. Tanto si le gusta como si no, es usted una celebridad y todas las orejas de este local están pendientes de sus palabras. Nunca se sabe si puede haber un periodista o un poli.

Comprendió que tenía razón y apuramos nuestros cafés en silencio. Luego recorrimos un par de manzanas hasta su casa. La mayoría de los edificios de la zona eran bloques de pisos, casas unifamiliares y alguna que otra mansión. Su casa rompía por completo con aquella secuencia de mugrientas fachadas de estilo victoriano y georgiano: era un bloque art déco que no tendría más de treinta años. Una de las cosas interesantes de Glasgow, en efecto, era la riqueza y la variedad de su arquitectura: casas victorianas, cuchitriles, art déco, cuchitriles, contemporary, cuchitriles…

Aquello era un sitio con clase. Entré tras ella en un enorme y luminoso vestíbulo que te hacía sentir como si estuvieras de golpe en plena década de 1920. Un conserje uniformado con aire de antiguo militar (pero de la cosecha que había combatido contra el káiser, no contra el führer), nos saludó ceremonioso. Tomamos el ascensor hasta la última planta.

– ¿Una copa? -preguntó, tirando el bolso y la bufanda en una silla de la entrada-. Por su aspecto, me parece que le convendría.

– Quizá, pero probablemente acabaría conmigo.

Entré en el salón. En aquel piso todo se veía impecable y ordenado. El mobiliario, igual que la arquitectura que lo albergaba, era art déco: ese tipo de piezas sencillas y de gusto que dan sutilmente la impresión de que las cosas sencillas y de gusto son más caras. Había un gran ventanal, dividido únicamente con un par de parteluces blancos y espaciados, que ofrecía una gran vista de la ciudad por el lado de la universidad y de Kelvingrove.

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[8] Legendario terrier que en el siglo xix guardó la tumba de su amo durante catorce años. Tiene un monumento en Edimburgo.