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– Por favor -dijo, no sin impaciencia, indicándome que me sentara.

Tomé asiento. Creo que si Sheila Gainsborough me hubiera dicho que saltara por la ventana, lo habría hecho. Ella permaneció de pie, entrelazando las manos.

– ¿Tiene que ver con Sammy? -preguntó con ansiedad.

Hice un gesto para tranquilizarla.

– Sammy está bien. Lo vi anoche.

– Gracias a Dios que está salvo.

Estuvo a punto de dar un grito. Unas lágrimas de alivio brillaron en sus ojos.

– Lo lamento, señorita Gainsborough, pero no creo que esté a salvo. Lo vi ayer noche y estaba bien, pero se encuentra en un grave aprieto. Y muy asustado.

– Dios mío, ¿y por qué no lo trajo con usted?

– Porque, señorita Gainsborough, alguien me dio un golpe en la cabeza y me dejó inconsciente. Sammy y su novia, y su mafioso amigo, se largaron mientras yo contaba ovejas.

Su cara se ensombreció en el acto. Me daba pena, pero poco podía hacer yo para conferirle un brillo optimista.

– Me temo que Sammy se ha metido en algo muy serio -le expliqué-. Algo que le supera. ¿Se acuerda de Paul Costello? ¿El tipo que parecía entrar y salir a su antojo del piso de Sammy?

Ella asintió.

– Sospecho que fue el joven Costello el que me dejó inconsciente. Están juntos en esto, sea lo que sea.

– Ya sabía que Sammy se estaba juntando con malas compañías. -Frunció el ceño de aquel modo delicioso-. ¿Dónde lo encontró?

– Durmiendo casi al raso, en una casita en ruinas en mitad de la nada. Lo encontré porque logré asustar a la chica con la que está liado, Claire Skinner, y me las arreglé para seguirla.

– ¿Durmiendo al raso? -Sus ojos brillaban otra vez llenos de lágrimas-. ¿Y qué hacemos ahora?

– Seguiré buscando. Me parece posible que se ponga en contacto con usted. Parecía hambriento y agotado. Yo diría que necesitará dinero. Si contacta con usted, quiero que me avise. Diga lo que diga Sammy, tiene que avisarme. ¿Entendido?

– Entendido.

– En la casita de campo vi una cosa extraña. Una estatuilla de un dragón. Parecía de jade, de estilo chino. ¿Le dice algo?

Ella dijo que no con la cabeza.

– ¿Cree que la han robado?

– Estoy prácticamente seguro. No sé si será esa la razón por la que se sienten perseguidos por el mismísimo diablo. No lo sé, pero sería lo más lógico.

– ¿De dónde diantre podrían haber robado una cosa así?

– No lo sé. Pero quizá sí conozca a alguien a quien se lo podría preguntar.

Capítulo 12

Por sorprendente que pueda parecer, yo era un tipo libresco. Leía un montón. Casi cualquier cosa, sin importar el autor ni el tema. Con una sola excepción, como le había señalado a Devereaux: Hemingway. Por ahí no pasaba.

Glasgow era de esas ciudades que se complacen en hacer ostentación de sus conocimientos. La universidad consistía en una serie de magníficos e impresionantes edificios victorianos. Pero el alarde más estridente de sapiencia venía con cúpula de bronce y todo: era la biblioteca Mitchell, que se alzaba imponente en el corazón mismo de Glasgow con sus columnas corintias. El proyecto original no incluía una cúpula como la de la catedral de Saint Paul, pero los concejales del ayuntamiento habían insistido en ello y ahora la biblioteca Mitchell proclamaba a los cuatro vientos: «Mirad… ¡tenemos libros!».

Aguardé en el vestíbulo de la biblioteca. Un hombrecillo menudo con el pelo prematuramente gris vino a mi encuentro.

– Hola, Lennox -dijo, y me sacudió el brazo como si fuese la bomba de un pozo. Ian McClelland era una persona entusiasta. Su exuberante simpatía me levantaba el ánimo cada vez que nos veíamos. A pesar de aquel apellido de impecables raíces célticas, McClelland era un inglés, oriundo de Wiltshire, que había seguido la clásica ruta de las clases medias altas por las escuelas de elite y la Universidad de Cambridge. Seguramente era la única persona que conocía que sabía cómo manejar un cuchillo de pescado. Qué demonios hacía en Glasgow, eso quedaba más allá de mis entendederas.

McClelland era profesor de ciencias políticas y especialista en Extremo Oriente, y nos habíamos conocido en un acto universitario. Yo entonces conjugaba verbos con una joven profesora de francés. Mi romance no duró, pero nuestra amistad sí. McClelland vestía como un académico, pero no acababa de parecerlo. Había pasado mucho tiempo en Oriente y yo había albergado más de una vez la sospecha de que pudiera haber estado en un momento u otro, y en mayor o menor grado, relacionado con los servicios de inteligencia.

– ¿Cómo te va, Ian? -pregunté con susurros de biblioteca-. ¿Has pervertido a unas cuantas estudiantes últimamente?

– Solo sus mentes, muchacho, solo sus mentes. Me has dicho por teléfono que querías hablar de una figura de jade, ¿no?

Habíamos conseguido llamar la ceñuda atención de un par de tipos de pinta profesoral que se encorvaban en un escritorio sobre sus tareas de investigación. McClelland me arrastró a otra mesa donde había dejado varias obras de consulta.

– Sí -le dije, cuando nos sentamos-. Una figura horrible, toda colmillos, con unos grandes ojos escrutadores. Diría que era un dragón. Parecía tener las pezuñas hendidas, como una cabra. O tal vez fuese un demonio. Mira.

Le enseñé el boceto que había hecho.

– El dragón es una de las principales figuras del folclore chino. -McClelland examinó el dibujo con el ceño fruncido-. Pero lo que tú has dibujado no es un dragón, sino más bien un qilin. Lo delatan las pezuñas. Son pezuñas de jirafa. ¿Dices que es de jade?

– A menos que los chinos hagan su ídolos de baquelita verde.

– Entiendo que lo tomaras por un dragón. Hay muchos dragones de jade por ahí. ¿Cómo has dicho que era de alto?

– De unos sesenta centímetros, más o menos.

– Entonces podría costar una buena suma.

– ¿Cuánto?

– Imposible decirlo sin verla. Depende de la calidad del jade, que puede variar enormemente. Y por supuesto, con frecuencia son puras imitaciones. Si es jade macizo auténtico, mil libras, quizá dos mil. ¿Era verde esmeralda?

– No había mucha luz. Más que nada vi la forma, pero era verde. -Puse a trabajar mi mente para revisar lo que había visto, pero mi mente se estaba tomando un descanso-. No… quizá no era verde esmeralda. Más pálido. Blanquecino. ¿Por qué?

– El jade imperial es de un translúcido maravilloso y posee un intenso matiz verde esmeralda. Es un material raro y de extraordinario valor. Pero la figura que me describes podría ser de cualquier cosa. Quizá ni siquiera de jade. -Se fijó en mi expresión-. ¿No es lo que esperabas?

– Mil quinientos pavos no son suficientes para los problemas que esa estatuilla parece haber provocado.

Se encogió de hombros.

– ¿Es robada?

– Digamos que pretendo devolvérsela a su legítimo propietario con la esperanza de sacar a alguien de un aprieto. Un aprieto muy gordo.

McClelland me preguntó si podía quedarse unos días el dibujo y yo accedí. Al salir de la biblioteca, cuyas paredes de piedra mantenían siempre fresca, sentí la bofetada del aire pegajoso. Encontré una cabina telefónica y llamé al hospital, pero la gruñona enfermera que me atendió me dijo que no iba a facilitarme ninguna información porque yo no era pariente de Davey.

Me pasé toda la tarde con dolor de cabeza y pensé que quizá debería hacer que me echasen un vistazo. Un par de horas de reposo parecieron aliviarme, así que decidí saltármelo. Llamé a la comisaría y pedí que me pasaran con Dex Devereaux.

– Eh, Johnny Canuk, ¿cómo te va? -Su acento americano parecía amplificarse por teléfono.