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Estaba a punto de decir «reprensible», pero cerré la boca. No tenía sentido corregirle más. Y como ya le había dicho a Sneddon, les tenía cariño a mis dedos.

– Te lo agradezco, Deditos -dije, sonriendo.

– No hay de qué. ¿Cómo va todo lo demás? -Deditos se había echado hacia delante, con los codos en las rodillas, y me sonreía. Una sonrisa descomunal en una cabeza descomunal entre unos hombros descomunales. Deditos era un gigantón simpático que podía transformarse en un gigantón antipático en menos que canta un gallo-. He oído que andaba usted con un pedazo de chavala de lo más refinada -dijo.

Por un momento creí que se refería a Sheila Gainsborough. Luego caí en la cuenta.

– Ah, sí… Lorna MacFarlane. La hija de Calderilla. Tiene cierta clase, cosa insólita por aquí. Cierta clase y cierta sofisticación. Es lo que me gusta en una mujer.

– ¿Sí? A mí, personalmente, me gustan unas buenas tetas y un chochito apretado como puño de boxeador.

No pude elaborar una respuesta, porque las puertas de cristal esmerilado que daban a los baños se abrieron de golpe y apareció Sneddon, todo sonrosado, acompañado de otro matón. Iba con un abrigo de pelo de camello muy ancho de hombros, sin corbata y con el último botón desabrochado.

– Perdón, ¿interrumpo algo? -preguntó en plan chistoso al ver que yo me había quedado sin saber qué decir.

– No… solo estaba recibiendo algunos consejos románticos de este Charles Boyer.

Sneddon se acercó a recepción y firmó en el libro de registro que había sobre el mostrador.

– Te he inscrito como invitado -dijo-. Bueno, vamos a tomarnos una copa. Deditos… tú y Tam esperad aquí. No tardaré.

Sneddon me llevó al enorme salón del club. Era el tipo de sitio donde se habrían ahorrado gastos de decoración simplemente empapelando las paredes con billetes de cinco libras. Resultaba incluso más encopetado que el Merchants’ Carvery. El mobiliario era todo de cuero y madera noble, y los cortinajes, de terciopelo carmesí. Las paredes estaban cubiertas de papel pintado con relieve de terciopelo: flores de lis borgoña sobre un fondo crema adamascado, en un papel tan grueso que podrías haber pasado la aspiradora. Una enorme chimenea de mármol de ónice dominaba una de las paredes. Me imaginé que así debía de ser el infierno si tenías billete de primera clase.

Sneddon me guio hasta el rincón del fondo y se sentó sobre un armatoste de dos vacas y media de cuero rojo. Yo me senté al otro lado de la mesita de café, sobre el resto del rebaño. Había gruesos cortinajes de terciopelo alrededor y a mí me daba la sensación de estar en una cueva carmesí.

– Mire, señor Sneddon, usted me ha contratado para hacer un trabajo. Pero no puede pedirme que haga un trabajo y contarme solo la mitad de la historia. Se está usted guardando información vital. Entiendo que tenga intereses que proteger y que hay cosas que seguramente no me conviene saber, pero el resultado en este caso es que me he metido en más callejones sin salida que una putilla de Blythswood Square. -Hice una pausa cuando un camarero con chaquetilla borgoña se acercó con dos whiskys de malta en una bandeja de plata. Aguardé a que se alejara antes de proseguir-. La policía ha detenido a Tommy Pistola Furie por el asesinato de Calderilla. Y a mí me parece un montaje para colgarle el muerto. Más aún: me parece un montaje muy bien urdido. La secuencia era para que funcionase. A Tommy Furie lo llamaron al gimnasio donde entrenaba para que se presentase en casa de MacFarlane. Alguien sabía que estaría en el gimnasio esa noche y a esa hora, y que podría pasarle el mensaje. Yo deduzco que Calderilla aún estaba vivo cuando hicieron la llamada y que solo lo mataron cuando supieron que Furie estaba en camino, lo que significa que tenían la seguridad de poder reprogramar toda la operación en caso de ser necesario. Y eso indica a su vez que conocían con detalle las costumbres de Calderilla.

– ¿Y por qué deduces de ahí que te he ocultado información? ¿Estás diciendo que yo tuve algo que ver?, ¿que intervine para que le partieran la cabeza?

– No. Pero lo que sí digo es que ese dietario que me pidió que buscara no tiene nada que ver con las peleas a puño limpio, ni con los beneficios de esas peleas. Y si estoy en lo cierto, los motivos que tiene para preocuparse son más graves: no se reducen a que la policía pueda enterarse de que acudió a una reunión en casa de MacFarlane. Tommy Pistola Furie era uno de los púgiles que Calderilla había preparado para usted. Y ahora su abogado le dice que tendrá mucha suerte si no acaba sufriendo una larga caída por una trampilla en la cárcel de Bairlinnie. El chico le va a contar a la policía todo lo que pueda para salvar el cuello. Literalmente. Y en algún punto saldrá a relucir su nombre. La única salida que nos queda es descubrir quién mató realmente a MacFarlane y por qué.

Sneddon me miró fijamente. La mirada fija de un cocodrilo observando a un antílope.

– De acuerdo -dijo al fin-. Hay cosas que he procurado guardarme. Pero tampoco sirven para sacar a ese pikey del aprieto. Si acaso, más bien indican que lo hizo él. Calderilla MacFarlane y yo estábamos haciendo negocios. Montando peleas. Pero no como las que viste en la granja: las tundas de siempre a puño limpio, con un par de putos pikeys dándose de hostias. Aunque tienes razón: Calderilla también me ayudaba a organizar esas. Pero nosotros teníamos algo diferente entre manos.

– ¿Qué?

Sneddon no respondió enseguida. Me pareció que echaba un vistazo alrededor como si evaluara de nuevo el lugar.

– Me he fijado en la manera que tienen de mirarme aquí a veces, o cuando paseo el perro por la calle donde vivo. Desvían la vista. Evitan mirarme a los ojos. Creen que la gente como yo, como Cohen y Murphy somos la escoria de la Tierra. Les damos miedo. Pero te digo una cosa: son ellos los que me dan miedo a mí.

Se detuvo un instante cuando el camarero volvió a entrar en nuestra cueva carmesí para traernos otros dos whiskys y retirar los vasos vacíos.

– Deberías ver al hombre supuestamente vulgar y corriente de la calle cuando la gente como yo le ofrece lo que desea -dijo Sneddon cuando el camarero desapareció-. Son unos jodidos monstruos. Tengo intereses en una casa de putas en Pollokshields, no lejos de lo de MacFarlane. Un local discreto. Y a una de las chicas le dieron tal paliza que creíamos que se moría; me costó una puta fortuna que la atendieran extraoficialmente. Deberías haber visto al cabronazo que lo hizo. Un hijo de puta canijo, calvo y gordo que parecía incapaz de matar a una mosca. Pero, una vez allí, con la chica, se convirtió en un jodido monstruo.

– ¿Lo entregaron a la policía? -me salió la pregunta antes de caer en la cuenta de lo estúpida que era.

– Sí, exacto. Eso mismo. ¿Qué te creías? Deditos le arregló las cuentas con un vehículo. Una jodida sillas de ruedas.

– ¿Qué tiene esto que ver con su acuerdo con MacFarlane?

– Como te digo, tú no tienes ni puta idea de lo que quiere la gente ordinaria. Cuanto peor es la cosa, más ganas tienen de que se la sirvas en bandeja. No vas a creértelo, Lennox, pero yo leo mucho. Historia, ese tipo de mierdas.

Me encogí de hombros. No me sorprendió. Desde la primera vez que nos habíamos visto, había intuido en él una inteligencia oculta y oscura. El Rey Ilustrado.

– Leo un montón sobre la antigua Roma. No hay ninguna diferencia entre los césares de Roma y los Reyes de Glasgow. Ellos también tuvieron un triunvirato: Tres Reyes. Se puede aprender mucho de la historia.

– No sé -dije-. Personalmente, encuentro que no hay mucho futuro en ella.

Sneddon no se rio del chiste. No se reía nunca de nada, que yo recordase.

– He leído mucho sobre el Coliseo. Solía llenarse hasta los topes. Gente vulgar y corriente que iba a ver un puto espectáculo de sangre y muerte. Cuanto más cruel, mejor. ¿Sabías que ponían a niños a pelear con espadas hasta que se mataban? ¿O que el número cómico consistía en sacar a unos ciegos a la arena? Se daban tajos y cuchilladas mutuamente hasta hacerse mierda, pero costaba una jodida eternidad que uno de ellos se muriera porque no se veían. Y al público le encantaba mirarlo. -Hizo una pausa para dar un sorbo de whisky. Con su traje y sus uñas impecables contra el telón de fondo carmesí, parecía un Satán dicharachero-. No ha cambiado nada desde entonces -prosiguió-. La cuestión es que empezamos a sacar mucho dinero de las peleas a puño limpio. Cuanto más brutal la pelea, más numeroso era el público a la semana siguiente, así que empezamos a ofrecer combates especiales a precios especiales. Solo los asiduos recibían invitación para adquirir una entrada.