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– Tienes razón, Billy. -La voz tenía un deje de las Highlands. Un poli. Opción número dos. Supuse que Billy era el viejo vigilante nocturno-. Alguien ha roto la cerradura.

Una pausa. Permanecí absolutamente inmóvil, controlando la respiración y sin hacer caso de los latidos acelerados que resonaban en mis oídos. Durante todo el tiempo que llevaba en Glasgow, había logrado evitar que me acusaran de ningún delito. Aquello me iba suponer una buena condena, a menos que me ocupase del poli y del vigilante nocturno.

– ¡Muy bien! -gritó el highlander, alzando la voz en el interior del hangar-. ¡Policía, sé que está ahí! -«No, no lo sabes», pensé. Lo notaba en su tono-. Salga a la luz y no complique las cosas.

Silencio. Permanecí en tensión sin hacer ruido. Tenía la porra aferrada con tanta fuerza que notaba el pulso en los dedos, siguiendo el mismo ritmo que las palpitaciones de los oídos.

– Venga… no vayamos a cometer una tontería…

Usaba otra vez el tono de quien cree estar hablándole al vacío. Oí un crujido de madera: la tapa del mostrador levantándose. Ahora debía estar cruzándola con la porra en la mano. Las porras de la policía escocesa eran de palo santo caribeño: una de las maderas más duras y densas del planeta, capaz de partir huesos y machacar músculos. Hiciera lo que hiciese, tenía que evitarme un golpe en la cabeza. Ahora oí sus botas. Estaba cerca, delante de mí. Avanzó. Un paso. Dos. Su respiración lenta y pausada, no asustada. Movió algo, quizá una silla. Tres. Cuatro. Estaba junto al escritorio, pero no me veía. Aún.

– No hay nada desordenado -dijo-. Quizá los has ahuyentado, Billy. No parece que haya nadie.

Sus botas crujían en el suelo. Estaba mirando en derredor. «No mires bajo el escritorio -pensé-. Haz cualquier otra cosa, maldito highlander del demonio, pero no mires debajo del escritorio.»

– Billy, si tienes el número del propietario, ve a llamarlo -dijo con su acento cantarín-. Yo esperaré aquí a que llegue.

– De acuerdo, Iain… Voy para allá. -Una voz de viejo. Ansioso, solícito con la autoridad. «Estupendo -pensé-, una preocupación menos.» Pero tendría que eludir al poli para fugarme.

Oí que el vigilante nocturno cerraba la puerta al salir. El poli seguía de pie a solo unos centímetros. Repasé a toda velocidad las alternativas: Barnier tardaría al menos media hora en llegar, pero no tenía ninguna garantía de que no fuera a presentarse entretanto otro poli.

El escritorio crujió de repente sobre mí. Poco me faltó para salir disparado de mi escondrijo, pero mantuve la calma. Se había sentado en el borde. Sonó el chasquido de una cerilla y enseguida me llegó un olor a cigarrillo. Oí un timbre amortiguado: el teléfono descolgado; luego el dial girando. El policía pidió que le pasaran con el sargento de guardia, le dijo que se estaba ocupando de un intento de robo y le dictó la dirección. Un intento de robo. El muy idiota ni siquiera había registrado el hangar, pero ya había llegado a la conclusión de que no había nadie. Le di las gracias de todo corazón al cuerpo de policía de la ciudad de Glasgow por reclutar efectivos de las Highlands.

El corazón se me aceleró. Sabía que debía actuar en cuanto colgase. El tipo no creía que hubiera nadie allí y lo pillaría desprevenido. Pero yo me encontraba en la peor posición posible para lanzarme al ataque. Aguardé tenso e inmóvil, pendiente de cada una de sus palabras.

– De acuerdo, sargento -dijo por fin. Oí el chasquido del auricular de baquelita sobre la horquilla del teléfono.

Ya estaba a punto de hacer mi salida cuando oí el tintineo de unos lápices que caían al suelo. Sonó un crujido mientras el poli se levantaba del borde del escritorio. Deduje que los había tirado sin querer. En lugar de apresurarme, salí de debajo del escritorio sin hacer ningún ruido. Me volví y me incorporé lentamente. Era un agente de uniforme, vaya que sí, y se había agachado soltando maldiciones (con ese estilo tan poético privativo de los highlanders) para recoger los lápices desparramados. Luego se puso otra vez de pie y se volvió hacia mí.

Ni siquiera tuvo tiempo de que se reflejase la sorpresa o el susto en su rostro. Le di en la sien izquierda con la porra y se fue al suelo. Un golpe más calculado que la teoría de la relatividad. Si mataba a un policía, acabaría colgado. Y si no podían pescarme a mí, algún primo bailaría al final de la soga para pagarlo. Había de notarse que se hacía justicia. Por la misma regla de tres, tenía que dejarlo fuera de combate el tiempo suficiente para darme a la fuga.

Lo miré y vi que estaba atontado más que inconsciente. Perfecto. Agarré la bolsa, salté por encima de él y salí por la puerta, apagando antes las luces. Todo valía con tal de confundir a mi aturdido follador de ovejas de las Highlands.

Al salir vislumbré a Billy, el vigilante nocturno, iluminado por la única farola de la zona. Estaba a unos cien metros y se quedó paralizado al verme. Me volví en la dirección contraria y le grité a un compinche imaginario:

– ¡Corre, Jimmy! ¡Es el vigilante!

Lo dije con mi mejor acento glasgowiano y luego corrí hacia el punto donde había cortado la alambrada. Lancé la bolsa por encima y me arrastré en plan comando por el hueco.

Miré a mi espalda. No había ni rastro del agente y el viejo vigilante no iba a arriesgarse a perseguir a dos bandidos del barrio de Drumchapel.

Corrí por la calle adoquinada a toda velocidad y me zambullí tras los arbustos de la cuneta del puente. Eché un último vistazo atrás. Nada. Me quité el suéter y me limpié el tizne de la cara con él. Tiré mi equipo de ladrón en el maletero, me puse la chaqueta y me senté al volante. Con los faros apagados, salí marcha atrás a la avenida principal. Conduje despacio y todavía sin luces hasta llegar al final de South Street. Solo entonces encendí los faros y tomé velocidad. Salí de la ciudad y de la jurisdicción de la policía de Glasgow. Curiosamente, tomé la carretera de Greenock y solo me crucé con un coche durante todo el trayecto. A aquellas horas no era sorprendente que las carreteras estuvieran vacías. Me pregunté si el coche con el que me había cruzado no habría sido el de Barnier, de camino al muelle desde Langbank.

Se me pasó una idea por la cabeza. Iba a cruzar Langbank, aquel era el único momento en el que sabía con seguridad que Barnier no estaría en casa y llevaba encima todo mi equipo para un allanamiento. Enseguida me saqué la idea de la cabeza. No sabía si Barnier vivía solo. Y además, ya estaba bien de bromas por una noche. Pasé Langbank de largo y giré hacia el sur por una carretera secundaria que avanzaba entre campos y bosques. Pronto me encontré junto a un embalse en cuya sedosa e inmóvil superficie se reflejaban las nubes de terciopelo. Había una granja en la cabecera del embalse y fui bordeando la orilla hasta el extremo opuesto. Aparqué bajo unos árboles, me hice una almohada con el suéter usado y, a pesar de la incomodidad y de la adrenalina que aún bombeaba por todo mi cuerpo, me quedé dormido en cuestión de minutos.

Desperté de mal humor y traté de volver a dormirme para recuperar el sueño que había tenido: algo sobre Fiona White y una nueva vida juntos en Canadá. ¿O había sido Sheila Gainsborough? Por desgracia, me dolía la nuca y se me clavaba todo el rato el freno de mano, y no pude reanudar el sueño.

Me estiré. Me crujían todos los huesos. En el retrovisor, bajo la luz deslumbrante de la mañana, vi que tenía aún tiznados los pliegues y arrugas de la cara. Me parecía a Donald Wolfit con todo el maquillaje para salir al escenario. Me arremangué la camisa, me acerqué a la orilla del embalse y, tomando un poco de agua, me froté enérgicamente la cara y el cuello.

Cuando me hube asegurado de que no me quedaban vestigios de mi aventura nocturna, conduje de vuelta a la ciudad. Me sentía bastante satisfecho de mí mismo. No era poca cosa haberle atizado a un poli, pero estaba convencido de que a aquellas alturas el viejo vigilante nocturno habría jurado ya sobre la tumba de su madre que había visto a dos ladrones y que uno se llamaba Jimmy. El agente al que había golpeado solo habría atisbado fugazmente mi rostro embadurnado de tizne; y seguro que estaría más que dispuesto a jurar que «tenían que haber sido dos» para dejarlo fuera de combate.