Engañarse puede llegar a ser un pasatiempo muy agradable.
La sonrisa engreída, no obstante, se me despintó de la cara en cuanto enfilé Great Western Road hacia mi casa. Había un Wolseley 6/90 negro aparcado delante, con su impecable carrocería reluciendo bajo el sol matinal. Me quedé impresionado por el brillo que le habían sacado a la placa rectangular adosada al radiador, cuyas letras plateadas sobre fondo azul oscuro decían: POLICÍA.
Pasé de largo, giré y llegué hasta el quiosco, donde compré el periódico; luego volví atrás y aparqué justo en la esquina. Dejé la chaqueta en el coche, me quité la corbata y me enrollé las mangas de la camisa. Caminé hacia mi casa sin prisas, procurando adoptar un aire despreocupado. Seguramente era una comedia que los polis habían visto mil veces, la comedia del tipo haciéndose el inocente, pero tenía que dar la impresión de que había pasado la noche en casa y de que había salido solo a comprar el periódico. Aunque la cosa no resultaría si llevaban allí más de media hora.
Al acercarme, se abrieron de golpe las dos puertas traseras del coche de policía. El comisario Willie McNab salió por un lado y Jock Ferguson por el otro. Puse mi mejor cara de sorpresa (tan convincente, supuse, como la última vez que la había usado, cuando mi madre me había regalado por mi cumpleaños el suéter que le había visto tejer durante tres semanas).
– Caballeros… ¿qué puedo hacer por ustedes?
– Eres madrugador, Lennox -dijo McNab agriamente.
– Ya sabe lo que dicen. A quien madruga, Dios le ayuda.
– Sube al coche, Lennox.
McNab se hizo a un lado y me sostuvo la puerta. Me imaginé que sería la primera de una larga serie de puertas que habrían de cerrarse a mi espalda. Tenía la boca seca y el corazón me bombeaba enloquecido, pero mantuve una apariencia todo lo calmada que pude.
– ¿Puedo recoger la chaqueta? -pregunté, señalando mi puerta. Entonces vi a Fiona White en la ventana de su casa.
– Acompáñalo -le dijo McNab a Ferguson, que se encogió de hombros y me siguió.
– ¿A qué viene esto? -Aproveché que estaba solo con Ferguson mientras subíamos las escaleras.
– Ya lo verás -dijo. Sí, seguro que iba a verlo.
No nos dirigimos a la comisaría de Saint Andrew’s Square. Encajonado en el asiento trasero entre McNab y Ferguson, observé que bajábamos al río. Hacia los almacenes de aduanas.
– ¿Adónde vamos? -pregunté, como si no tuviera ni idea. Giramos, tomamos la calle adoquinada y pasamos junto al puente del ferrocarril donde había escondido el Atlantic.
No nos detuvimos.
Seguimos hasta divisar a un agente de uniforme que llevaba en las mangas unos puños de tráfico a rayas blancas y negras. Estaba sobre un ribazo lleno de hierba que parecía bloquear el paso, pero al acercarnos nos hizo señas de que avanzáramos. Entonces distinguimos la entrada apenas visible y cubierta de maleza de una pista de adoquines con el ancho justo para el Wolseley y descendimos bamboleándonos hacia la orilla. La pista se ensanchaba al final para desembocar en una zona despejada junto al agua. Aquello había sido evidentemente un muelle de trabajo, pero la Luftwaffe se había encargado de dejarlo impracticable para el resto del siglo. Entre la hierba asomaban enormes bloques de hormigón, como dientes partidos, de cuyo extremo sobresalían varillas retorcidas y oxidadas. En un lado había una excavadora con la pala apoyada pesadamente en el suelo. Junto al agua, en lo que debía de haber sido la zona de carga, se apiñaban cuatro coches de policía y una ambulancia que debía de haber pasado apuros para meterse por el sendero. No sabía de qué iba aquello, pero no parecía que tuviera que ver con mi asalto a la oficina de Barnier.
McNab y Ferguson me llevaron hasta donde se encontraban los demás vehículos.
– Lo han encontrado esta mañana los trabajadores que están despejando el terreno para instalar más almacenes -dijo Ferguson-. Creemos que lleva muerto al menos un día.
– ¿Quién? ¿Qué tiene que ver esto conmigo? -pregunté, ahora sinceramente confundido. La trasera de la ambulancia estaba abierta y dentro, sobre la camilla, vi un cuerpo cubierto con una manta gris.
– ¿Qué tiene que ver contigo? -me soltó McNab con desdén-. Eso quiero saber yo. Según nuestras informaciones, llevas una semana buscando a este tipo. Y ahora aparece muerto.
Sentí un espasmo en las entrañas. Hice un pequeño viaje por el tiempo y me imaginé a mí mismo delante de Sheila Gainsborough, tratando de encontrar las palabras adecuadas para decirle que había encontrado al fin a su hermano. Muerto.
Así que John Largo no era ningún fantasma. Ninguna figura indefinida y sin sustancia. Y había acabado atrapando a Sammy Pollock.
McNab retiró la manta.
– Supongo que lo conoces.
– Supone bien -dije con tranquila resignación, mirando el cadáver. La tranquila resignación era para disimular mi sorpresa. Y mi alivio-. Es Paul Costello.
Costello tenía los ojos totalmente abiertos. Había mugre y granos de arena en ellos y me dieron ganas de parpadear al mirarlos. Su rostro estaba lívido y su pelo, desgreñado. La palidez de la piel contrastaba brutalmente con el vívido color de la herida abierta a lo largo de su garganta, como una sonrisa de payaso. Estaba muerto, muy muerto.
– ¿Por qué buscabas a Costello? -preguntó McNab, tapando la cara muerta con la manta.
– Su padre, Jimmy, me lo pidió -respondí. Era verdad, aunque no fuese toda la verdad-. Paul Costello desapareció hace unos días. Sin previo aviso, y lo que es más importante, sin dinero.
– Ya -dijo McNab, con una voz preñada de sospechas-. El inspector Ferguson, aquí presente, dice que se lo contaste cuando fue a verte con ese yanqui, Devereaux.
– Exacto.
– Y la visita se produjo porque andabas mencionando por ahí el nombre de Largo. Así que dime, ¿esto es obra de Largo, según tú?
Miré el bulto del cadáver cubierto con la manta gris.
– Sinceramente, no lo sé. Pero si Largo es un criminal tan importante y peligroso como Dex Devereaux parece creer, entonces diría que sí.
– ¿Sí? Bueno, gracias por tu valiosa perspicacia, Lennox. Siguiente pregunta: ¿quién coño es ese cliente tuyo tan famoso? El pariente de la otra persona desaparecida.
Suspiré.
– Como le dije al inspector Ferguson, no puedo infringir el secreto profesional.
– Secreto profesional, los cojones…
McNab dio un paso hacia mí. No me hacía falta bajar la vista para saber que ya tenía los puños cerrados. Lo que sucediera ahora sería solo el principio.
– Si le digo quién es, ¿la mantendrá al margen? Salvo que estuviera directamente implicada, quiero decir.
McNab soltó una risotada. Una risotada sin duda burlona y siniestra.
– ¿Crees que me hace falta negociar con tipos como tú, Lennox? Haré lo que me pase por los cojones, hablaré con quien me pase por los cojones. Esto es una investigación de asesinato, payaso.
– Y un poco más que eso. Miremos las cosas de frente, comisario. Alguien está montando algo muy grande en esta ciudad. Más grande de lo que sería capaz ninguno de los mafiosos locales. Usted puede tratarme ahora a patadas y sentirse el rey del mambo, y yo haré lo que desea y me retiraré del asunto. A mí ni me va ni me viene. Pero si trabajamos juntos, podría acabar llevándose todo el mérito por haber resuelto el caso más importante que se ha visto en esta ciudad en años. Recuerde que Dex Devereaux no puede practicar detenciones aquí… -Le eché una mirada significativa a Ferguson-. Sí, Jock, ya sé que Devereaux es del FBI. Lo supe en cuanto me lo trajiste a casa. -Miré otra vez a McNab-. No pretendo hacerme el gracioso, pero este caso tiene implicaciones que usted no comprende. No las comprende porque esta clase de mierda no había llegado a Glasgow hasta ahora. De acuerdo… ahí va: mi cliente es Sheila Gainsborough, la cantante. Ahora puede dejar que me ocupe de ese lado del asunto o empeñarse en ensuciarle la alfombra con sus zapatos. Pero, si lo hace, no cuente conmigo.