Por mi parte, procuré minimizar la cosa, en la medida en que se puede minimizar una garganta rebanada. A ella tampoco se le ocurría pensar que al final la policía querría hablar con Sammy. Era solo cuestión de tiempo y de falta de resultados; tarde o temprano empezarían a buscar al sospechoso más conveniente. Entonces McNab se sacaría el nombre de Sammy de la chistera y me quitaría a mí de en medio.
Tenía cosas que hacer y sitios a donde ir, pero me di cuenta de que Sheila Gainsborough se hallaba en un estado muy frágil, así que le aseguré de todas las maneras posibles que redoblaría mis esfuerzos, ahora que el riesgo había aumentado, y que decididamente le traería a Sammy entero. Hacerles promesas a las mujeres era algo que yo hacía continuamente: sobre todo promesas como aquella, de las que casi con toda probabilidad no sería capaz de cumplir.
Después de dejar a Sheila entré en una cabina telefónica y llamé a Ian McClelland a la universidad. Bromeamos un poco, como de costumbre, y luego fui al grano.
– Ian, ¿tú podrías decirme qué es un Baro? Entre los gitanos o los vagabundos.
– Caramba, Lennox. Ese no es mi campo, aunque podría averiguarlo. ¿Cuál sería el contexto?
– Resulta que fui a ver a un gitano y otro miembro del campamento se refirió a él como el Baro.
– Está bien -dijo McClelland-. Sé de una persona a la que podría preguntarle.
– ¿Puedes preguntarle también qué significaría una caja de madera con unos palos y unos trozos de lana blanca y roja? De unos veinte centímetros. -Esa era la descripción que me había hecho Lorna de la caja que había recibido su padre poco antes de morir-. La lana estaba liada en un ovillo.
– Por supuesto. De hecho, la persona en cuestión está en este mismo pasillo. ¿Puedo llamarte en diez minutos?
– Claro. ¿Qué me dices del dibujo del dragón que te di?
– Es un Qilin chino, tal como yo creía.
– Pues te equivocas -dije con tono engreído-. No es un qilin, es un kylan vietnamita si mis informaciones son correctas.
– Probablemente lo sea -dijo McClelland. Si estaba impresionado con mi conocimiento de los más sutiles matices de la mitología oriental, lo disimulaba muy bien-. Es un personaje chino-vietnamita. Parece muy feroz, pero es de los buenos. Te da suerte y salud. Y vela por la gente honrada.
– Ya me doy cuenta -le dije-. He tenido una suerte de miedo desde la primera vez que lo vi.
Como hombre de palabra que era, Ian McClelland me llamó diez minutos más tarde.
– Un Baro es un cacique del clan -me explicó-. Un auténtico gerifalte en el mundo gitano. Y espero que no te encontraras tú esa caja de la que me hablabas… la de la lana y demás.
– No. ¿Por qué?
– Es un bitchapen… una especie de regalo, aunque no del tipo agradable. Los integrantes de la tribu lo van tocando uno tras otro y le transmiten todo lo que hay de malo o de enfermo. Así se libran de la mala fortuna. Pero quien encuentra el bitchapen se lleva el lote completo.
– Gracias, Ian -le dije-. Encaja a la perfección.
Quedé con Dex Devereaux para tomar una copa en el bar del Hotel Alpha. Le hablé de Sammy, de Paul Costello, de Claire Skinner, del pequeño demonio de jade y de la encantadora casita de campo que compartían todos. Pero por el momento me guardé mis sospechas sobre Barnier y sobre su posible relación con John Largo. Tenía un buen motivo para mantenerlo en secreto: aquel americano grandullón era buen tipo, pero no dejaba de ser un poli. Lo último que necesitaba era que la policía de Glasgow me relacionase con Barnier. Quizá no fueran una pandilla de Einsteins, pero en ese caso no les costaría demasiado situarme en la oficina de Barnier y Clement con una porra en la mano y un highlander medio inconsciente a mis pies.
A lo mejor irían a buscarle las gafas a Billy y todo. En el departamento de Investigación Criminal debían de tener un neurólogo puntero, porque poseían todo un récord de testigos repentinamente curados de su mala visión o su defectuosa memoria.
Después de dejar a Devereaux, me pasé por casa de Lorna para ver cómo estaba. Una vez más, se mostró tan apasionada como un gerente de banco. Maggie MacFarlane estaba por su parte absolutamente glacial. No había ni rastro de Jack Collins cuando llegué. Lorna preparó té y nos sentamos a tomarlo en el salón: yo esforzándome todo el rato para darle conversación y resultar solícito; Lorna huraña e indiferente, con una expresión apenas disimulada de rencor. Ella sabía muy bien que yo actuaba por inercia y que habría dado cualquier cosa por no estar allí. Y ambos sabíamos que si los papeles se hubieran invertido, ella habría actuado igual. Ninguno de los dos se había comprometido a poner en juego sus sentimientos.
Me pasé los dos días siguientes vigilando de cerca a Alain Barnier. Como había de hacer malabarismos con tantas cosas a la vez -incluida una visita diaria a Davey, aunque fuese metida con calzador- era una vigilancia inevitablemente discontinua y llevada un poco a la buena de Dios.
Seguir al francés resultaba especialmente difícil porque no era un animal de costumbres en absoluto. Solo pasaba en la oficina un promedio de dos o tres horas diarias, y no siempre las mismas. El resto del tiempo lo empleaba en ver a sus clientes, sobre todo en hoteles y restaurantes. Los vinos y licores no eran el único terreno que tocaba; también visitaba a bastantes comerciantes de antigüedades: algunos en Glasgow, y muchos más en Edimburgo.
Seguir a Barnier me consumía mucho tiempo y parecía en gran parte inútil, pero siempre cabía la posibilidad de que me acabase llevando un paso más cerca de John Largo. Aunque, a decir verdad, mientras Barnier llevaba a cabo sus prosaicas tareas cotidianas, yo empezaba a dudar que aquel francés culto y sofisticado tuviera realmente algo que ver con un traficante internacional de narcóticos.
Quizá me estaba volviendo más engreído de la cuenta, pero lo cierto es que había tomado la costumbre de aparcar el Atlantic bajo el mismo puente del ferrocarril que la noche del allanamiento. Desde allí veía la verja de la zona de aduanas y divisaba el Simca de Barnier cuando abandonaba la oficina. Solía salir temprano, hacia las tres y media; incluía en el trayecto varias visitas y luego regresaba a su casa en Langbank.
Quizá resultara un ejercicio inútil, pero yo lo seguía de todos modos. Un espantoso demonio de jade y el hijo muerto de un gánster me señalaban en aquella dirección. Y además aquel francés me provocaba una extraña reacción visceraclass="underline" me caía bien, pero cada vez que pensaba en él era como si alguien me pinchase por dentro o quisiera despertarme.
Una tarde esperé fuera de la zona de aduanas hasta casi las seis. Cuando el Simca de Barnier cruzó la verja, lo seguí. Creí que se iba directo a su casa, en Langbank, porque tomó hacia el oeste. La carretera discurría junto al Clyde y, a pesar de ser la vía principal que enlazaba Glasgow con la ciudad satélite de Greenock, apenas circulaban coches. Tuve que mantenerme a la máxima distancia posible, aunque sin perderlo de vista. Pasamos por el punto donde me había desviado hacia el sur la noche del asalto, para acabar durmiendo junto a un embalse. Seguimos por la carretera principal y, para mi sorpresa, el Simca dejó Langbank atrás y continuó hacia el oeste. No se me ocurría qué clase de asuntos podían llevar a un importador de vinos y curiosidades orientales a Greenock.
Un poco más adelante, lo perdí un momento allí donde el litoral vira bruscamente hacia el sur. Aceleré y poco me faltó para saltarme el desvío que había tomado colina arriba. Port Glasgow tenía una enorme refinería de azúcar y la colina que se alzaba al lado había sido bautizada como Lyle Hill (en honor a su fundador, Abram Lyle; su socio, Henry Tate, no había merecido igual reconocimiento, no sé por qué). Al trazar una curva sinuosa que subía a Lyle Hill, vi el Simca de Barnier aparcado. Seguí adelante y no reduje siquiera la marcha hasta dejar la curva atrás y perder de vista el punto donde se había detenido. Paré y saqué de la guantera unos binoculares. Tuve que subir a toda prisa por la ladera de la colina para encontrar una posición ventajosa desde donde observar a Barnier. Las suelas de cuero de mis zapatos resbalaban en la hierba mojada y me caí varias veces de rodillas, soltando maldiciones porque se me estaban manchando y mojando los pantalones. El espíritu de la industria pesada de Glasgow impregnaba todos los aspectos de la vida y yo ya había experimentado en mis mejores trajes que las lavanderías de la ciudad trabajaban con la misma delicadeza que una fundición de acero.