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Todo el mundo estaba de pie gritando y vitoreando, algunos ahora soltando abucheos: no tanto por orgullo nacional ofendido, sino por la sospecha de haber sido testigos de una comedia amateur y no de un combate profesional de boxeo.

También yo me había puesto de pie, pero no aplaudía. Observaba a las tres figuras -el árbitro, el Tío Bert Soutar y un tipo gordo de mediana edad con esmoquin y un maletín de cuero- que se agazapaban junto a Kirkcaldy. Incluso el alemán había interrumpido ya sus saltos triunfales.

El estruendo de la multitud seguía siendo ensordecedor, pero a mí me daba la sensación de que se había alzado una cortina que me separaba de todos ellos, como yo si fuese la única persona que viera realmente lo que pasaba en el ring.

– Dios mío… está muerto -dije, aunque el griterío era de tales proporciones que apenas me oí la voz.

– ¿Qué dices? -gritó Devereaux, inclinándose hacia mí, sin dejar de aplaudir.

Seguí observando la escena que se desarrollaba en el ring. Bert Soutar y el médico ayudaban ahora a Kirkcaldy a ponerse de pie. Este asentía vagamente sin verlos, y Schmidtke, con un alivio que percibí desde aquella distancia, abrazó a su derrotado adversario. Luego bajaron a Kirkcaldy del ring y desapareció entre ovaciones y abucheos.

Dex Devereaux, Jock Ferguson y yo nos dirigimos a la salida. Había confiado en que podría hablar con Willie Sneddon, pero lo había perdido de vista; suponía que no estaría contento precisamente. Más allá de los otros manejos que Kirkcaldy hubiera ideado, o en los que hubiera participado, el hecho era que le había costado dinero a Sneddon, y costarle dinero a Sneddon no era recomendable para nadie. Al que sí vi, en cambio, fue a Tony el Polaco. Me excusé un momento ante mis acompañantes y me acerqué a saludarlo.

– ¿Qué dices?, ¿qué has oído, Tony? -dije sonriendo.

Él no me devolvió la sonrisa.

– Es una vuta desgrassia, Lennos -dijo con aire lúgubre, sin hacer caso de nuestro saludo habitual-. Una cabronada de los vutos cohones. ¿No le paresse?

– ¿Una mala noche para ti, Tony?

– Esde haleo de mierda me ha costado una hodida forduna.

– Supongo que ninguno de los corredores locales estará contento con el resultado.

– ¿Ah, no? Se sorprendería, Lennos. No todo es lo que paresse. Al menos hay un hijo de vuta que se va contento a casa.

– ¿Qué quieres decir? -pregunté, casi gritando para hacerme oír. Pero un cliente lo abordó en ese momento, agitando vigorosamente el recibo de una apuesta.

– ¡Pregunde a Jack Collins! Zí. Vaya y pregúndele a Jack Collins -me gritó Tony el Polaco antes de volverse para atender a su cliente. Lo dejé allí y regresé con mis invitados.

Me llevé a Ferguson y Devereaux al Horsehead. Había pasado hacía un buen rato la hora de cerrar y Ferguson se empeñó en hacerse el distraído, mirando a lo lejos, mientras yo llamaba con mi toque secreto. Había al menos veinte clientes habituales dentro del pub y Big Bob estaba en la barra.

– No buscamos camareros, Lennox -me dijo, sonriendo tontamente, al ver que íbamos con esmoquin y corbata-. Bueno, ¿qué vais a tomar?

– Conoces al inspector Ferguson, ¿verdad, Bob? -le dije.

Bob miró a Ferguson y suspiró.

– Por cuenta de la casa, obviamente.

Les señalé a Ferguson y Devereaux una mesa tranquila del rincón para que se llevaran allí sus bebidas.

– Joder, Lennox -masculló Bob cuando ya no podían oírnos-. ¿A quién vas a traerme la próxima vez?, ¿al jefe de policía?

– Yo no haría eso, Bob. Siempre lo llevo al Saracen’s Sword… un antro con clase. De todos modos, creía que esta era la cantina de la policía durante el turno de noche.

– Sí, ya. Una docena de putos moscardones que se creen con derecho a cerveza gratis porque llevan uniforme. Si ahora empiezo con los mandos, será también en plan donativo y entonces ya estaré jodido del todo.

– No te preocupes, Bob -dije-. Ferguson es un poli honrado.

– Con esos es con los que hay que andarse con más cuidado.

«Vaya si tiene razón», pensé, mientras recogía mi vaso y me unía a Ferguson y Devereaux en la mesa del rincón.

– Bueno -dijo Devereaux-, ¿qué os ha parecido la pelea?

– Yo creía de verdad que nuestro chaval iba a darle trabajo a ese boche hijo de puta -dijo Ferguson-. Pero al final ha resultado más bien un paseo.

– ¿Y tú? -Devereaux me señaló con la barbilla-. ¿Qué opinas, Lennox?

Me encogí de hombros.

– Nunca se sabe con estas cosas.

– ¿De veras? -preguntó Devereaux-. Pues yo diría que alguien sí sabía cómo iba a resultar el combate.

– ¿Tongo? -Ferguson alzó la vista de su cerveza-. ¿Crees que estaba amañado?

– Cuatro, cinco asaltos bailando el uno alrededor del otro… ¿y de golpe se deja la puerta abierta para un par de golpes mortales? Ya puedes apostar: estaba amañado -dijo Devereaux.

– Pero Kirkcaldy va camino de la cima. Todo el mundo pensaba que tenía esta noche una buena ocasión para conseguir el cinturón de campeón de Europa. ¿Por qué iba a regalar así un combate?

El americano se encogió de hombros.

– Quizás hay algo que no sabemos de él. Quizá deba dinero. O no tiene el futuro que todo el mundo cree. -Me dirigió una mirada-. Tú no has dicho gran cosa.

– ¿Yo? No tengo mucho que decir, Dex. Estoy un poco cabreado porque la pelea ha sido un fiasco, simplemente.

Al cabo de un rato dejamos de lado el asunto del combate, cosa que agradecí. Aquel dato que solo yo conocía sobre los problemas de corazón de Kirkcaldy me venía una y otra vez a la cabeza, y de ahí a la punta de la lengua no había mucho trecho. Especialmente habiendo bebido.

No me duró demasiado la tranquilidad. Mientras Ferguson se iba al baño, Devereaux se inclinó sobre la mesa para hablarme en voz baja.

– Jock me ha dicho que te han dado manga ancha con lo del asesinato del tal Costello -me dijo-. ¿Ellos saben que está relacionado con John Largo?

– No. Aunque tampoco estoy seguro de que sea así. -Era la peor mentira posible, una mentira obvia, y Devereaux me lanzó una mirada. Suspiré-. De acuerdo. Podría ser que Largo haya matado a Costello o lo haya hecho matar. Pero yo quiero sacar al hermano de mi cliente de ese atolladero. Luego, como te dije, te serviré a Largo en bandeja. En cuanto tenga a Sammy en mis manos, lo obligaré a hablar. Él es mi… digo, nuestra mayor esperanza para atrapar a Largo.

– Vale, Lennox. Como tú digas.

– ¿Qué se supone que significa eso?

– Que me estás ocultando algo.

– ¿Ah, sí? ¿Qué?

– Alain Barnier.

Me dejó clavado en el sitio. Por suerte, Jock Ferguson emergió en ese momento del baño.

– ¿Vamos? -dijo.

Devereaux apuró su whisky.

– Vamos.

Había llovido mientras estábamos en el Horsehead. Los muros de piedra y el adoquinado de la calle relucían con un brillo lustroso en la noche de Glasgow. Había quedado en llevar a Jock Ferguson a casa.

– Te dejaré antes en tu hotel -le dije a Devereaux.

– No hace falta -dijo, encajando su considerable corpachón en el asiento trasero del Atlantic-. Te acompaño. Así veo un poco la ciudad de noche.

Era un hecho consumado, no había nada que decir. Me encogí de hombros y me senté al volante.

Jock Ferguson, habitualmente de un humor entre lúgubre y taciturno, se mostró muy animado durante el trayecto. La velada y la bebida se habían confabulado para abrir una puerta en su personalidad. Me pregunté si Ferguson habría sido así antes de la guerra. Ya me habría gustado a mí encontrar una manera tan sencilla de volver a ser el de entonces. Claro que la botella solía ser la llave que usaba la mayoría.