– ¿Alguien que iba a casa de Kirkcaldy? -pregunté. Le encendí un cigarrillo y se lo puse en los labios.
– No. Había dos personas en el coche, pero no llegué a verlas bien. Solo atisbé al conductor cuando pasaban. Yo pensé que iban a aparcar y que entrarían en casa del señor Kirkcaldy, pero el coche pasó de largo. Ya sé que es una tontería, pero me dio la sensación de que quizá me habían visto allí, vigilando la casa, y habían decidido no detenerse.
– No es una tontería, Davey. Es instinto. Si Dex Devereaux estuviera aquí te diría que es algo imprescindible para un detective o un agente del FBI. ¿Te fijaste en la marca del coche?
– No entiendo mucho de coches -dijo Davey tristemente, como si me hubiera fallado otra vez-. Las marcas y demás. Pero por eso preguntaba por mi libreta, porque anoté el número de la matrícula. Era un coche grande. De lujo.
– ¿De qué color?
– Rojo -dijo Davey-. Rojo oscuro. De color vino.
– ¿Borgoña?
– Perdón, no sé… ¿Eso es color vino?
– ¿Sabes cómo es un Lanchester? ¿O un Daimler Conquest?
– Lo lamento, señor Lennox. No sé nada de coches, como le digo.
– No te preocupes, Davey. Lo has hecho muy bien. Perfecto. Tengo una corazonada sobre el ocupante de ese coche. Y es importante. Gracias. Me has sido de gran ayuda.
Lo dejé en su habitación, algo más animado con mis elogios, y llamé a Lorna desde una cabina del propio hospital. Seguía fría y distante, pero yo procuré hacerme el dicharachero para ocultarle el motivo de mi llamada: una pregunta informal camuflada entre toda la paja de la charla intrascendente.
– No -me contestó-. Jack no está aquí ahora. No se pasa la vida en esta casa, ¿sabes?
– ¿Se te ocurre dónde podría estar?
– No lo sé. En el trabajo, probablemente. Tiene un despacho encima del gimnasio de boxeo de Maryhill. ¿Por qué? ¿A qué viene este repentino interés por Jack?
– No, por nada -mentí, mientras me preguntaba cuántos gimnasios de boxeo podría haber en Maryhill-. Solo quería comentar con él la pelea de anoche.
Cambiando de tema, le pregunté cómo estaba y si quería que me pasara a verla aquella noche. Lorna me dijo que pensaba acostarse temprano: el médico le había dado algo para ayudarla a dormir. Tal vez eso explicara por qué sonaba tan distante, pensé. Aunque su frialdad no solo era farmacológica. Quizá yo estaba perdiendo facultades. Siempre me desconcertaba que las mujeres fueran capaces de resistirse a mis encantos después de haberlos experimentado. Pero ellas, por lo visto, se las arreglaban muy bien sin ellos.
Es curioso cómo acaban encajando las cosas: unas cintas rojas atadas a un carromato gitano, un comentario espontáneo de Tony el Polaco, el color de un coche recordado por Davey Wallace, una referencia a un oficial de los Fusiliers Marins en un informe judicial de Greenock, una actitud cautelosa en la respuesta de Lorna.
Me había dispersado demasiado al trabajar en dos casos a la vez: dos casos que habían ido creciendo hasta convertirse en algo mucho más grande de lo que parecía al principio. De entrada, había creído que encontrar a Sammy Pollock iba a ser una tarea sencilla que no habría de interferir en mis esfuerzos para llegar al fondo del asunto Kirkcaldy. Debería haber previsto que no hay nada sencillo en esta vida. La verdad era que ya llevaba tiempo sospechando que ambos casos tenían cierta relación. Había una extraña coincidencia cronológica. La desaparición de Sammy Pollock había coincidido con dos cosas: el robo de uno o varios de los demonios de jade kylan de Alain Barnier y la muerte inesperada de Calderilla MacFarlane.
Willie Sneddon era ese tipo de hombre tan retorcido, por utilizar una expresión de mi padre, «cuya tumba habría que cavar con un sacacorchos», y yo todavía tenía motivos para dudar que me hubiera contado todo lo que había que contar sobre su relación con Bobby Kirkcaldy. Pero no tenía motivos para dudar de lo que me había contado. Y eso incluía el hecho de que alguien había dejado aterrorizado a Calderilla MacFarlane antes de que Sneddon se hubiera reunido aquel día con él.
Ahora bien, para mí una coincidencia venía a ser como el socialismo: una bonita idea, que tiene buena pinta de lejos, pero que estudiada de cerca te resulta imposible aceptar. Yo estaba convencido de que el asesinato de MacFarlane tenía conexiones al menos con uno de los dos casos. Este se movía en la sombra, tenía dinero y las manos puestas en casi tantos pasteles como Sneddon. Con una diferencia: MacFarlane podía quemarse los dedos. El cuadro se iba formando en mi mente y, como un Picasso, era bastante feo y embrollado, y no tenía a mi modo de ver ningún sentido.
Mi problema básico e inmediato era cómo seguir a dos tipos escurridizos a la vez: Alain Barnier y Jack Collins. Entonces se me ocurrió una idea. Pero antes tenía que hablar con Collins.
Había solo un par de exiguas oficinas arriba y toda la planta baja estaba ocupada por el gimnasio de boxeo. El edificio, de dos pisos, era muy viejo y las esquinas se veían carcomidas. Entré en el gimnasio y subí las escaleras.
Me recibió una secretaria que no parecía haber sido contratada por sus habilidades taquigráficas. Tenía el pelo de ese tono rubio que sale directamente de un frasco y una figura directamente salida de las fantasías de un adolescente. Separó sus labios carmesíes, me mostró su blanca dentadura y me hizo pasar a la oficina interior.
Jack Collins se hallaba sentado tras un escritorio y una espesa nube gris de humo de cigarrillo. Cuando entré, estaba repasando con el dedo una columna de un libro mayor y accionando la manivela de una máquina de sumar. Iba en mangas de camisa, con los puños protegidos con unos manguitos que le llegaban por encima del codo. Visto de cerca, confirmó la primera impresión que me había dejado: relamido, vestido con ropa cara y acicalado hasta un grado excepcional para una ciudad como Glasgow, donde se entendía que el garbo y la elegancia consistían en sacudirse el polvo de carbón de la gorra antes de arrastrar a una chica a un callejón oscuro. Era un tipo delgado, de cara alargada y rasgos elegantes, aunque tal vez demasiado delicados. Llevaba su pelo oscuro peinado hacia atrás, dejando despejada una frente amplia y bronceada, y lucía un bigotito fino tan pulcro que debía habérselo recortado una hora antes.
– Aquí hay alguien que quiere verte, Jacky -dijo la rubia asomándose por encima de mi hombro.
– Senga -respondió él con hastío-, ¿cuántas veces te he dicho que primero preguntes el nombre?
– Soy Lennox -dije, servicial.
– Lo sé -respondió él, mirando todavía a «Senga» y haciéndole un gesto de impaciencia-. Está bien, sigue con lo que estuvieras haciendo. Y cierra la puerta… Disculpe -añadió, volviéndose hacia mí-. Le estoy enseñando.
– Imagino que debe de ser agotador -dije, y me senté frente a él.
Apagó el cigarrillo y enseguida encendió otro.
– Perdón -murmuró, empujando el paquete hacia mí-. Sírvase.
– No, gracias. -Saqué mi paquete y encendí uno de los míos-. No fumo cigarrillos con filtro. Son franceses, ¿no? -Señalé el cenicero lleno de colillas. Los filtros tenían dos cercos dorados.
– Sí, son Montpellier. No suelo fumar esta marca, pero conseguí un lote a través de un importador amigo mío. Usted es el tipo que ha estado saliendo con Lorna, ¿no?
– Su medio hermana… sí.
Me miró sin alterarse. Frío, imperturbable.
– ¿Lo sabía usted?
– ¿Que es hijo de Calderilla MacFarlane? Lamento decírselo, pero no es un gran secreto. Lo sabe la mitad de Glasgow.
– Ya veo. ¿Qué puedo hacer por usted, señor Lennox? -dijo todavía relajado. O era un tipo muy frío o esperaba mi visita.