Ahora éramos los dos únicos coches en la carretera y me retrasé de nuevo, guiándome solo por el puntito color sangre que se divisaba a lo lejos cuando el Lanchester subía una cuesta o tomaba una curva. Collins ya no tenía adónde ir, cosa que me relajaba en cuanto a la persecución, pero me dejaba perplejo sobre cuál podría ser nuestro destino.
Nos hallábamos en esa parte de Escocia que resulta ligeramente pintoresca, más que dramática, pero las montañas del fondo me recordaban que nos estábamos alejando cada vez más. Al pasar un recodo vi que había perdido de vista a Collins por completo, así que aceleré un poco hasta llegar a la siguiente curva. Nada todavía. Dejé de reflexionar sobre las vistas, cambié de marcha y pisé a fondo. Tomé otra curva un poquito demasiado deprisa y los neumáticos traseros protestaron. Ni rastro de Collins. Crucé el siguiente tramo tan aprisa como el anterior, frenando al llegar a la curva. Esta vez se abrió ante mí una gran extensión donde la carretera descendía entre los árboles para subir más allá gradualmente y trepar hacia las montañas. Reduje la marcha. Ni rastro de Collins. Y sin embargo no era posible que hubiera cubierto todo aquel tramo antes de que yo doblase la curva.
Me costó un rato encontrar un sitio donde dar media vuelta. El Atlantic puso ciertas objeciones cuando pisé otra vez a fondo el acelerador, para remontar la cuesta y volver atrás. Después de la curva, reduje la velocidad y empecé a observar, uno a uno, los caminos y las cercas de las granjas, escrutando entre las espesas arboledas. Pasé junto a lo que parecía la entrada de una casa, aunque con los árboles que bordeaban la carretera no se veía el edificio en sí mismo, sino solo un tramo del sendero de tierra y grava. Seguí adelante otros quinientos metros, buscando algún indicio del punto donde Collins podría haberse desviado. Nada. Tenía que ser la entrada de aquella casa. Encontré una zona desbrozada y aparqué allí con la intención de subir a pie por el sendero y husmear con sigilo. Aquello se estaba volviendo una costumbre; ya empezaba a parecer un excursionista más que un investigador; mientras desandaba el tramo de la carretera hacia el comienzo del sendero, me pregunté si debería cambiar el Atlantic por un tractor.
El sendero estaba flanqueado de árboles y era largo y sinuoso, de tal manera que no veías la casa hasta que la tenías casi delante. Resultó ser una gran mansión georgiana: más grande y con más clase que la granja que se había comprado Sneddon y en cuyo establo montaba peleas. Al acercarme un poco más, sin embargo, vi que la mayoría de las ventanas tenían los postigos cerrados y que la puerta lateral estaba clausurada con tablones. Otra casa desierta, aunque no en ruinas. Aquella tenía el aspecto de estar cerrada provisionalmente porque los dueños estaban fuera, o bien porque iba a cambiar de manos. El sendero terminaba en un enorme semicírculo frente a la entrada. Ni rastro del Lanchester rojo sangre, ni de ningún otro coche tampoco. Me habría ahorrado tiempo si hubiese ido a inspeccionar con el Atlantic. Allí no había nadie, obviamente; ni mucho menos Collins. Lo había perdido. Aun así, pensé que no estaba de más echar un vistazo. Y también que no estaría de más hacerlo con cautela.
Decidí apartarme del sendero: la grava crujía a cada paso y en cambio todo lo demás parecía haber hecho un voto de silencio. Crucé un amplio triángulo de césped que suspiraba por un buen cortacésped y fui bordeando la casa por un lado. Las dos primeras ventanas que me encontré -los típicos ventanales georgianos altos y elegantes- tenían los postigos interiores cerrados. Pero al doblar la esquina y llegar a la parte trasera, encontré una ventana sin postigos. Pegué la cara a los cristales, protegiéndome los ojos con una mano, aunque inútilmente: el interior estaba tan oscuro que no se veía nada.
Me enderecé. Entonces vi reflejada en el cristal una cara junto a la mía, justo detrás de mí. Una cara magullada y de edad indefinida que parecía haber sido usada durante décadas como saco de arena. El nombre «Tío Bert» se insinuó en mi cabeza mientras empezaba a darme la vuelta, pero algo duro como el acero me golpeó entonces en la espalda, por encima de la pelvis, y una oleada de dolor estalló en mi interior como si me hubiese explotado un riñón. El golpe me había dado en una zona todavía resentida desde mi encontronazo con los matones de Costello delante del Carvery.
Me giré y le lancé un puñetazo al viejo a la desesperada. Él lo interceptó con el antebrazo y me atizó con el puño (seguía pareciendo de acero, no de músculo y hueso) en el plexo solar. Hasta la última brizna de aire abandonó mis pulmones. Dejé de defenderme. Dejé de pensar. Una vez más, todo mi ser estaba concentrado en el angustioso esfuerzo de respirar.
El Tío Bert aprovechó para darme un empujón y aplastarme contra el muro. Se tomó su tiempo mientras me sujetaba con una mano y echaba el puño hacia atrás para asestarme un derechazo que sin duda me mandaría a dormir con los angelitos. Había afirmado las piernas para golpearme con la máxima potencia y, cuando le lancé una patada lo más rápida y brutal que pude, pateé el vacío y pasé por en medio. Menos mal que le di con la espinilla en la ingle casi sin proponérmelo. El tipo se dobló. Entonces lo agarré de las orejas, lo levanté y le estampé la frente en toda la cara. El viejo y entrañable beso de Glasgow.
Lo aparté de un empellón. La sangre le chorreaba de la nariz y yo esperaba que se desmoronase, pero el Tío Bert era un viejo profesional y se abalanzó de nuevo sobre mí. Saqué corriendo la porra del bolsillo y le aticé un buen golpe en la sien, que lo dejó dando tumbos. Increíblemente, sin embargo, sus pies seguían plantados en el suelo y no se venía abajo. Le di un revés con la porra y cayó sobre una rodilla. Le propiné una patada en la cara y entonces sí: se desplomó y quedó tendido boca arriba. Me tambaleé mientras llenaba mis pulmones vacíos y me doblé por el dolor en el riñón. Ahora todo el odio y la rabia volvían a mí. Me incorporé otra vez junto a él y alcé el pie para aplastarle con el tacón su espantosa cara machacada.
Entonces sonó un disparó. Retrocedí, tambaleante.
Capítulo 18
Me miré el cuerpo y luego miré a Bert Soutar, tendido a mis pies. Ninguno de los dos había recibido un disparo. Al levantar la vista vi a Bobby Kirkcaldy, con las huellas de su derrota de la noche anterior en la cara y con una Browning en la mano. Había disparado un tiro al aire, obviamente, pero ahora me encontraba mirando el cañón de la automática.
– Contra la pared, Lennox -dijo, todavía con una calma desconcertante. Casi con amabilidad-. Tío Bert, ¿estás bien?
Soutar se puso de pie lentamente, mirándome con expresión aviesa. Sabía lo que se avecinaba. Y Kirkcaldy también.
– Déjalo -dijo-. Lo haremos en el garaje como hemos dicho.
Soutar me agarró del cuello de la chaqueta, me apartó de la pared y, situándose a mi espalda, me guio a empujones por la parte trasera. El sendero rodeaba la casa y desembocaba en un cobertizo encalado que parecía haber albergado en tiempos los establos pero había sido habilitado luego como garaje. En la buhardilla había una ventanita donde seguramente estuvo el cuarto del chófer. La entrada tenía una doble puerta enorme y supuse que dentro debían de caber fácilmente dos coches. Estudié la disposición del cobertizo atentamente. Primero, por la curiosidad del condenado ante el lugar de su ejecución y luego porque quería descubrir cualquier posible vía de huida.
Soutar seguía guiándome a empujones. Consideré la posibilidad de enzarzarme con él otra vez. Era un viejo duro de roer, sin duda, pero me emplearía a fondo para partirle el cuello antes de que su sobrino disparase. Siempre cabía la esperanza de que Kirkcaldy fuese peor con el gatillo que con los puños.
– ¿Todo esto por una pelea amañada? -dije por encima del hombro-. Se toma muy en serio su modesto trapicheo, Kirkcaldy, eso debo reconocérselo.